Política

10 AM | 14 Feb

Respuesta a Javier Cercas de Eugenio

Ya empieza a ser cansino eso de defender la Monarquia declarándose republicano, como hace Javier cercas, y no solo él. No me lo creo. Lo que parece es que les da una cierta vergüenza intelectual, cierto pudor, que todavía creen tener, al defender un sistema político coronado y necesitan legitimarlo, diciendo que lo defienden en nombre de la democracia e incluso de la izquierda que trajeron los antifranquistas. ¡Manda huevos, que diría aquél¡. Encima se creyeron o nos hacen creer, porque ellos tampoco se lo creen, que la conquistamos, que la izquierda nos trajo la monarquía.

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03 PM | 15 Ene

AMANTES DE MONTESQUIEU

ANTONI PUIGVERD
15/01/2020 00:11
Actualizado a
15/01/2020 02:30
El escándalo por la designación de la exministra Delgado como fiscal general me ha pillado releyendo Rojo y negro de Stendhal, que describe el ascenso y caída del joven Julien Sorel, en tiempos de la restauración borbónica. Sorel destaca como hipócrita entre hipócritas. Los ultraconservadores de la novela, empezando por el vanidoso Monsieur de Rênal, libran una descarnada lucha económica y estamental, pero no desaprovechan la ocasión para enfatizar pomposos principios morales.

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03 PM | 22 Sep

TRES VIAS CANADIENSES

PEDAGOGÍA PARA LOS FOROFOS DEL “DERECHO A DECIDIR” (FELIX DIXIT)derecho-a-decidir

Tiempo habrá el año que viene de elogiar cabalmente ese admirable país que es Canadá, en el 150º aniversario de su nacimiento como federación. Por ahora, ampliemos el campo de lo que el socialismo catalán llama “vía canadiense”. Porque, si bien discrepo del PSC en sus recetas, sí creo que la peripecia política de Canadá ofrece interesantes lecciones para España. A fin de cuentas, Canadá es la única democracia que ha gestionado con éxito un intento de separación de raíz identitaria y eminentemente lingüístico, que es lo que tenemos nosotros, por más que se lo pretenda revestir de motivos más augustos. Consideremos tres instancias:

El referéndum y la ley de claridad. Reina aquí una confusión interesada. Lo primero que hay que aclarar es que la Constitución canadiense, que no reconoce el derecho a la secesión unilateral, sí permite la celebración de referendos de independencia. Ello hace de Canadá una excepción en el universo de las democracias, que se fundan en el principio republicano de indivisibilidad del territorio, sin que ello cancele sus credenciales democráticas. Ahora bien, para evitar la inestabilidad política que conlleva esa facultad, el federalismo canadiense ideó un mecanismo restrictivo. El hoy ministro de Asuntos Exteriores, Stéphane Dion, solicitó de la Corte Suprema de Canadá un dictamen sobre las condiciones en que tal ejercicio del derecho de autodeterminación se podía practicar. En su respuesta el Tribunal concluyó: que Quebec no tiene un derecho a la secesión unilateral sino a entablar negociaciones con la federación al efecto de separarse; que sólo habría lugar a esas negociaciones tras un referendo con una pregunta clara (en 1980 y 1995 no lo habían sido); y que, en todo caso, la negociación no tenía por qué abocar necesariamente a la separación si Ottawa y Quebec no alcanzaban un acuerdo. Tal doctrina fue luego llevada a ley mediante la Clarity Act del año 2000. Es decir, y esto es lo crucial: la Ley de Claridad no nació para facilitar referendos, sino para dificultarlos, al explicitar el largo y complicado proceso de la ruptura pactada.

La cuestión de la plurinacionalidad y el estatuto especial. ¿Pero no es cierto acaso, dirán los nacionalistas, que Ottawa reconoce a Quebec como nación? No exactamente. En ningún lugar de la Constitución canadiense de 1982 se habla de Canadá como un Estado plurinacional, y la doctrina, aunque no es pacífica, no suele considerar que lo sea. Lo que ocurrió es que en 2006, en una hábil jugada del Gobierno de Stephen Harper, el Parlamento Federal, neutralizando una moción del Bloc Québequois, reconoció que “les quebequois forman una nación en un Canadá unido”. Adviértase el matiz: se dice “los quebequenses”, y no “Quebec”, y se dice en lengua francesa, tanto en la versión francesa como la inglesa de la declaración. Con esto se quería significar: a) Que la cuestión es demasiado compleja como para llevarla a la Constitución. b) Que el reconocimiento de nación, en su acepción sociológica y no política, se circunscribe a los descendientes francófonos de los primeros colonos franceses, dejando fuera a quebequenses de lengua inglesa que no quisieran sentirse por aludidos. c) Que el reconocimiento de esta nación histórica y cultural se lleva a cabo dentro de un Canadá unido. Compárese este sutil, eficaz e inteligente gesto con las apresuradas e irreflexivas llamadas a reconocer la plurinacionalidad del Estado español, sin saber siquiera cuántas y cuáles son las naciones que lo compondrían. Porque en realidad, en Canadá, lo que se ha desplegado en los últimos 50 años no ha sido una política de plurinacionalidad sino de multiculturalidad y, sobre todo, de bilingüismo.

La cuestión de la lengua. Si el ardor secesionista se ha apagado en Quebec, no es porque haya obtenido rango legal de nación, ni porque se haya reconocido su derecho de autodeterminación. La razón del éxito en la gestión territorial ha sido la correcta localización del problema, a partir de los años sesenta del pasado siglo, en la cuestión de la lengua. La élite política en Ottawa entendió, no sin resistencias, que si los quebequenses veían adecuadamente representada su lengua en las instancias federales de gobierno, su desafección disminuiría y el nacionalismo se vería privado de su principal instrumento de hegemonía. Fue así como en 1972, la Official Languages Act dio igual rango federal a inglés y francés. Gracias a esa medida, gradualmente implementada, hoy indiscutida, el soberanismo quebequés llegó a sus referendos con la pólvora mojada. Pero de nuevo compárese esto con las ideas dominantes en España: los federalistas hicieron suyo el francés, pero ni por un momento hubieran aceptado blindar la exclusión del inglés en Quebec. Tanto cuidado puso Ottawa en que los francófonos no se sintieran excluidos, como que los anglófonos no sufrieran merma en sus derechos en Quebec (la Sección 13 de la Constitución garantiza el derecho a ser escolarizado en ambas lenguas, bajo ciertas condiciones). Muchos somos los que defendemos que esta es la vía que debería seguir España: resolver el contencioso lingüístico a través de una Ley de Lenguas Oficiales que, realzando el lugar público de las lenguas cooficiales, siente de manera justa e inclusiva los derechos lingüísticos de todos los ciudadanos españoles.

Llegamos así a la enseñanza final. Canadá y España presentan puntos de tangencia en sus crisis territoriales. Pero divergen en algo importante: la actitud política de sus federalistas. En Canadá, los federalistas no promueven referendos de autodeterminación: hacen lo posible por evitarlos y los desacreditan como mecanismos anómalos en democracia, porque obligan a seleccionar a una parte de los conciudadanos como extranjeros; en España, por contra, a muchos aparentes federalistas, el derecho a decidir les parece bálsamo de todo mal territorial. Los federalistas canadienses defienden el bilingüismo, así en Canadá como en Quebec, y considerarían una aberración las políticas de exclusión del español practicadas, cada día con más violencia verbal y simbólica, en más de una comunidad autónoma española; nuestros falsos federalistas se sueltan con afirmaciones lisérgicas como que el “el bilingüismo es un atentado a la convivencia”. Y es que en Canadá el tajo es claro: o se es federalista o se es nacionalista. En España, la mediación del “catalanismo” ha permitido hacer pasar por legítima reivindicación lo que, a partir de 1978, no era más que ramplón nacionalismo. Lo que hace falta en Cataluña y en el conjunto de España, en suma, es un verdadero líder federalista, alguien que nos arengue con el mismo claro mensaje que Pierre Trudeau dirigió a su país el siglo pasado. En el conjunto de España sonaría así: “Españoles, debemos culminar el reconocimiento público de nuestras cuatro lenguas principales, hoy todavía parcial y fragmentario”. Y en Cataluña: “Catalanes, tras la aprobación de la Constitución democrática nuestra identidad está protegida; digamos adiós para siempre a la cultura morbosa del agravio perpetuo y hagamos definitivamente nuestro este gran país, España, lleno de potencial, que por tradición y legado nos pertenece”.

Juan Claudio de Ramón Jacob-Ernst es ensayista.

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12 PM | 24 Abr

¿Que y quien hay detras de los piratas somalies?

Aunque acaso sean los actores más violentos de los mares, los motivos mercenarios de los piratas somalíes los sitúan en la corriente principal del mundo naviero de nuestros días.

Los piratas somalíes literalmente arrasados por el destructor Bainbridge de los EEUU han sido unos ladrones poca suerte. Cuando capturaron al buque portacontenedores Maersk Alabama y a su capitán Richard Phillips, eligieron un objetivo desafortunado.

Un capitán norteamericano secuestrado atrajo mucho más atención que otros cientos de secuestrados por piratas, algunos ya rescatados, y otros que siguen como rehenes en poder de los piratas somalíes.

Sin embargo, la diferencia entre el Maersk Alabama y los otros objetivos somalíes no fue solo que fueron a dar en una de las naciones más poderosas del mundo, sino que, inopinadamente, se las tuvieron que ver con una “nación”.

 

A diferencia de los corsarios otomanos del siglo XVIII, con quienes han sido comprados de manera superficial en su común condición de pobres y musulmanes que viven del asedio al tráfico oceánico de cercanías, los piratas actuales son actores sin estado que, por lo general, operan en medio de un océano circundado por estados débiles o ficticios. Es más: si bien pueden ser los operadores más violentos del mar, los motivos mercenarios y la ética de los piratas los colocan en el punto de mira del mundo marino actual.

En su libro The Wealth of Nations (1776), Adam Smith anticipó, como es fama, un mundo con un mercado relativamente libre de restricciones, que maximizaría la producción, el intercambio y la riqueza de todos los que pudieran participar en ese mecanismo autorregulado.

Pero aun habiendo identificado el bienestar de las “naciones” con la expansión de la riqueza, y aun creyendo que ambas cosas requerían abstenerse de la interferencia del gobierno, es notable que Smith se reservara cierta flexibilidad  para analizar el poder marítimo y naviero. Sugirió que no era un accidente que las “primeras naciones en civilizarse” hubieran sido las situadas alrededor de la costa del manso Mediterráneo, las primeras en tener éxito en “los orígenes de la navegación mundial”.

Mantener el acceso a aquel mundo navegable y, si fuera posible, controlar el comercio mundial, era una señal clarísima de poderío nacional. Y así fue que en la sección más debatida de su clásico texto, Smith brindó una cobertura ideológica para la protección política de los navegantes nativos, de los comerciantes nacionales y también de la flota militar.

Y si bien es cierto que la “excepción” teórica al libre mercado de Smith no es, por lo general, tenida en cuenta como una prioridad política (particularmente luego de que la Gran Bretaña experimentara que el libre mercado la ayudaría a ser dueña de las olas), sin embargo, todavía existen vestigios de la lógica smithiana.

Norteamérica, por ejemplo, que hace ya mucho tiempo que no tiene una flota oceánica comercial competitiva, pero que desde la Primera Guerra Mundial intenta mantener cuando menos una capacidad marítima mínima con subsidio gubernamental. En su última versión, el Programa de Seguridad Marítima subsidia unas 60 naves de bandera norteamericana –con oficiales y tripulación norteamericanos- para el comercio marítimo, con la reserva de que, ante una emergencia, deberán comunicarse con la Secretaría de Defensa.

Y así lo hizo el Maersk Alabama, originariamente comisionado –como el Alva Maersk— por el gigante naviero danés A.P. Moller-Maersk Group, que pasó a integrar la flota MSP (Programa de Flota de Seguridad Marítima) en octubre de 2004, y que, por un contrato con el gobierno de los EEUU, comenzó a repartir ayuda alimentaria en las costas africanas en abril de 2009, con apoyo de la marina norteamericana.

Pero el Maersk Alabama es una rara excepción. Actualmente, la gran mayoría de los navíos mundiales son el prototipo de la “globalización”, el imperio del mercado privado competitivo por sobre cualquier otra consideración política o nacional.

De acuerdo con la pauta de desregulación creciente a partir de la Segunda Guerra Mundial, los propietarios de flotas (por lo general, procedentes de las naciones occidentales más ricas y de Japón) evaden hace tiempo las leyes laborales y fiscales en sus países de origen, y registran sus embarcaciones con “banderas de conveniencia” o de Países minúsculos como Panamá, Liberia, las Islas Marshall o Antigua y Barbuda.

Lo crucial es que, mediante la evasión de las leyes nacionales, los armadores se aprovechan de un mercado de trabajo mundial saturado de trabajadores que, desempleados y desesperados, ansían trabajo a cualquier precio y cualesquiera sean las condiciones. Por eso el mayor suministrador de marinos mercantes hoy en día –y de rehenes para los piratas— son las Filipinas, seguidas de Rusia, Ucrania, China y la India.

La misma Somalia ofrece, entre otras muchas cosas características de este Estado fracasado, una fuerza de trabajo marítima ávida y una pequeña infraestructura para entrenar y dar los oportunos certificados a sus ciudadanos para calificarles “legítimamente” como tripulación.

Si bien la “anarquía” en Somalia ocupa portadas de los medios de comunicación, lo que éstos parecen ignorar, y por mucho, es todo lo relacionado con el gigantesco fenómeno y con la cultura de un transporte marítimo comercial mundial rapaz. Y no sólo los marineros del Tercer Mundo que navegan bajo banderas de conveniencia ven negados sistemáticamente sus derechos laborales y otros medios de evitar travesías interminables y nóminas engañosas; los propios armadores respetuosos de la ley tienen que vérselas con operadores intrigantes y truhanescos.

Ello es que el Alva Maersk –el buque conocido ahora como el Maersk Alabama— fue víctima de este otro tipo de bandidos, incluso antes de encontrarse con los somalíes. De acuerdo con los papeles archivados por el Grupo Moller Maersk, la compañía resultó estafada en millones de dólares en el año 2004 por un grupo de ciudadanos indios con base en Kuwait,  alegando que se habían cambiado embarques  de mayor valor por otros bienes de menor valor, y como consecuencia, demandaban a Maersk por extraviar bienes que nunca fueron embarcados.

Como parte de este gran esquema, los conspiradores fueron capaces de detener al Alva Maersk durante varios meses en Kuwait como garantía, hasta que se liberara el pago de cerca de 2 millones de dólares, la misma suma que cinco años después se exigió para la liberación del capitán R. Phillips.

En alguna medida, las noticias sobre el exitoso rescate “mano a mano” en alta mar diríanse una perfecta distracción para lectores cansados de las deprimentes letanías sobre juergas bancarias, colapsos de negocios y déficits presupuestarios que han dominado los noticiarios en las últimas semanas.

En realidad, van de la mano el destino del Maersk Alabama y de General Motors, por un lado, y el de los trabajadores marítimos y pesqueros somalíes, por el otro. Todo guarda relación con el funcionamiento del orden económico mundial, que hace un balance entre las oportunidades en el mercado y las reglas y los estándares que protegen la vida y el bienestar de los mismos actores.

Además, en vez de fiarlo todo al buque policía que se hace a la mar para imponer la ley y despejar las aguas de delincuentes, mucho mejor sería la organización de un sistema global y multilateral de justicia, tanto en mar abierto como en tierra firme.

Leon Fink es un prestigioso profesor de historia en la Universidad de Illinois, Chicago, y está escribiendo un libro sobre la regulación global del trabajo marítimo.Articulo publicado en la revista Sin Permiso.

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