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11 PM | 06 Jul

la lengua obligatoria

Un ciudadano de Cataluña que lo desee puede vivir en este país sólo con la lengua castellana; un ciudadano de Cataluña que lo desee no puede vivir sólo con el catalán. Ésta es la asimetría sobre la que está construido el Manifiesto por una lengua común que la prensa conservadora madrileña ha convertido en el juguete político de la temporada. Para un catalanohablante, el bilingüismo es obligatorio; para un castellanohablante, no. Es una peculiar interpretación de la equidad lingüística.

El alegato por la lengua común, que hace el castellano obligatorio, pero no las lenguas propias de cada comunidad autónoma “porque hay una asimetría en las lenguas españolas oficiales”, se funda en la idea convertida ya en mito de que “son los ciudadanos los que tienen derechos lingüísticos, no los territorios, ni mucho menos las lenguas mismas”. Pero, por lo visto, hay ciudadanos con más derechos lingüísticos que otros porque tienen que aprender una sola lengua, mientras que los que hablamos catalán tenemos que aprender dos.

En coherencia con la afirmación de que los derechos lingüísticos son de los ciudadanos, se dice que “las lenguas no tienen derecho a conseguir coactivamente hablantes”. Pero la solidez del principio de referencia no aguanta ni cinco líneas. Porque inmediatamente después se precisa que el castellano es “obligatorio”, y, por tanto, puede ser impuesto, mientras que la aspiración a que todos sepan el catalán (o el vascuence, o el gallego) a lo sumo puede ser “estimulada”. ¿Por qué? Porque el castellano es la lengua común del territorio español. O sea, que hay territorios con derechos lingüísticos y otros que carecen de ellos, de modo que los principios fundamentales del razonamiento -los que enfáticamente afirman que los territorios no tienen derechos lingüísticos- son adaptables en función del lugar.

Dicen los autores del manifiesto que su inquietud es estrictamente política. Por eso el manifiesto concluye con unas notas o recomendaciones para un decreto de unificación lingüística que elevan al Parlamento español con la petición de que se desarrolle la normativa correspondiente, aun en el caso de que exigiera modificación de la Constitución o de algunos estatutos. Todo su alegato parte de la obligación constitucional de saber el castellano, pero la Constitución deja de ser intocable si se trata de garantizar más todavía la hegemonía de este idioma. De modo que el manifiesto es una invitación explícita al PSOE y al PP a poner orden lingüístico en las naciones periféricas e, implícitamente, una señal al Tribunal Constitucional para que no desaproveche la oportunidad de revisar el Estatuto de Cataluña. La irrupción del nuevo PP de Rajoy en apoyo del manifiesto demuestra las limitaciones de la renovación de la derecha: quiere forjar alianzas con los nacionalistas periféricos, y lo primero que hace es darles donde más les duele: en la lengua.

Los conflictos entre lenguas son siempre delicados y difícilmente admiten soluciones definitivas, salvo en regímenes que estén en condiciones de imponer una lengua a sangre y fuego. Puesto que éste no es el caso, siempre habrá puntos de roce y opciones insatisfactorias para unos u otros. Hace tiempo que sabemos que el retablo social en que todas las piezas encajan perfectamente es del dominio de la utopía, es decir, del horror. En Cataluña se optó, con amplio consenso político y social, por la inmersión lingüística. No fue un capricho. Fue una opción con un doble objetivo: recuperar la lengua propia y evitar la fractura del país en dos comunidades idiomáticas. Ha funcionado razonablemente. A pesar de algunas estridencias, perfectamente evitables, de los que todavía sueñan con la absurda fantasía de un país monolingüe en catalán. Los jóvenes acaban los estudios básicos conociendo los dos idiomas, y después es ya la dinámica social la que determina los usos. Y en ésta el castellano todavía juega con mucha ventaja. En Cataluña se hablan hoy decenas de lenguas, ¿no empieza a ser antiguo este debate?

¿Cuál debería ser el objetivo? Una sociedad realmente bilingüe. Es decir, una sociedad en la que cuando uno inicie una conversación en catalán tenga la certeza de que le responderán en catalán y cuando uno la inicie en castellano tenga la certeza que le responderán en castellano. Éste sería un equitativo ideal regulativo. Pero a día de hoy, el bilingüismo es todavía perfectamente asimétrico a favor del castellano. Y, sin embargo, el manifiesto pretende que asumamos que el castellano sea obligatorio y el catalán no. ¿No eran algunos de los firmantes los que decían que las lenguas que se imponen obligatoriamente se hacen antipáticas?

 
     artículo firmado por josep ramoneda

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12 PM | 19 Feb

! AL FIN, UN ESTADO MAFIOSO¡

Nos parece de interés, por lo polémico, este artículo de Gregorio Moran publicado en la Vanguardia el dia 12 de enero, mucho antes de la declaración de independencia de Kosovo.

La experiencia de la humanidad en la creación de estados es riquísima y va desde la tragedia a la comedia. Ahí está Andorra. ¿Qué hubiera sido de nosotros sin Andorra? No sé muy bien si el estatuto andorrano es el de nación, Estado, principado o sociedad anónima, pero a ciertos efectos Andorra funciona como un Estado, o por mejor decir, tiene casi todo lo que uno exigiría a un Estado. Para mí es ideal, porque nunca he oído el himno de Andorra y desconozco de qué color patriótico es su bandera, que de seguro los tendrán y serán muy bonitos. También me gusta Gibraltar, y lo digo sinceramente, me parecería mal que dejara de existir, con su estatuto especialísimo, y sus monitos, y sus comerciantes británicos con acento andaluz. ¿Qué hubiera sido de tantos liberales españoles de no tener cerca Gibraltar para salvar su vida y su hacienda? Tienen gracia los patriotas que sacaban pecho por un Gibraltar español y entregaban enterito el país a quien quisiera alquilarlo. Hay más territorio fuera del control del Estado español en Marbella que en Gibraltar.

En Luxemburgo no he estado nunca, o para ser más exacto, quise una vez detenerme y cuando me di cuenta ya había cruzado el país y debía volver atrás. Me gustaría tomar un café en Liechtenstein, pero hasta ahora no he podido. Carezco de curiosidad por Mónaco, porque nunca se me ha perdido nada en un casino. Fuera de Europa hay incluso estados sin la más mínima concepción de algo parecido a una nación o a varias. Países incluso con mucho pasado y ningún futuro. Pero lo que desconocíamos hasta ahora era la constitución de una sociedad mafiosa en Estado. Hubo un intento fallido en Sicilia, durante el periodo que va del desembarco aliado en 1943 hasta el asesinato del bandido Salvatore Giuliano en 1950. Los diversos poderes de la mafia trataron de constituirse en Estado independiente, primero, y luego en estado asociado de los Estados Unidos de América, propuesta del propio Giuliano antes de que sus compinches le liquidaran.

La primera aportación del siglo XXI al derecho internacional – que sospecho debe ser la rama que se ocupa de estas cosas- es la constitución de una sociedad, que sólo existe bajo la forma de comunidad mafiosa, en Estado. Ya sé que la clase política y los ministros de Asuntos Exteriores se lo explicarán de otra manera porque esas cosas tan obvias no se dicen. Del tamaño de Asturias, Kosovo es una sociedad que tiene dos fuentes de ingresos. Una, muy limitada, procede de los miles de trabajadores albanokosovares que se rompen los cuernos trabajando honrada e intensamente por América y Europa – sólo en Suiza hay doscientos mil- y que mandan buena parte de sus ahorros a los familiares que se quedaron. Lo demás es mafia en su triple campo de actuación: droga, prostitución y armas. Sin descuidar los diversos mercados subsidiarios de los tráficos de vehículos, falsificaciones, gasolinas… Kosovo no produce nada. Repito, nada de nada. Y usa como moneda el euro, con una particularidad, son euros enteros,sin posibilidad de fracciones. No existe moneda fraccionaria de euro.

Kosovo no es sólo un producto de la última guerra balcánica y de la deriva del naufragio de Milosevic. Pocas veces en la historia un megalómano asesino sirvió a tal cantidad de intereses, inconsciente de su doble papel, de criminal y de destructor social. (La historia está llena de criminales que construyeron estados, y no voy a citar nombres para no herir sensibilidades.) La destrucción de Yugoslavia no fue obra de Milosevic, sino de las potencias interesadas en que Croacia fuera estado. Milosevic consiguió hacer de Serbia un país odiado, cosa que tenía escasos precedentes. Luego quedó todo ese puzzle que ahora no se sabe muy bien cómo encajar. La República de Macedonia, una invención tan frágil como las probetas de los laboratorios. Bosnia-Herzegovina, en trance de replantearse qué hacer con sus límites y dónde meter la verruga serbia de Srpska. Montenegro, aislada, como estuvo siempre; acabarán declarándola parque natural europeo y sus habitantes se disfrazarán de guardabosques con cargo a la Unión Europea. Eslovenia es otro mundo y siempre lo fue; seiscientos años vieneses le dejaron un aire triestino, bello y calmo.

Es curioso, todos los sionistas de regadío que pululan por estas tierras consideran que el derecho a decidir de los kosovares va a misa, nunca mejor dicho, pero el de los palestinos, que llevan más de medio siglo intentándolo, no es posible por razones históricas, tan legendarias como la Biblia. Kosovo forma parte de la historia serbia con una evidencia tal que no tiene parangón con nuestras identidades exageradas, cuando no inventadas, por los historiadores del siglo XIX. No es sólo la batalla del Campo de los Mirlos, que ya reseñé hace un par de años durante mi visita a Kosovo, son las iglesias ortodoxas más representativas y antiguas, muchas de las cuales han sido arrasadas por los militantes albaneses del UCK, el ejército montaraz de base mafiosa sobre el que se construyó el partido vencedor de las ultimas elecciones. Y su primer ministro, Hashim Thaci, más conocido por sus hombres como la Serpiente,cuyo único bagaje político consiste en hablar inglés fluidamente y servir como intermediario pagado de las fuerzas de Estados Unidos.

¿Qué hacemos cuando un territorio cambia de habitantes? ¿Construimos estados según el sueño neocon,a partir de las creencias? Kosovo tenía hasta los años veinte un 60% de mayoría serbia. La Gran Albania que promovió Mussolini invirtió los términos y la expulsión de serbios los convirtió en minoría que fue aumentando durante el régimen de Tito, porque se trataba de una región pobre y abandonada del poder central en Belgrado. Basta para comprobarlo con pasear por las dos grandes avenidas que conforman Pristina, la una se llama Madre Teresa – Teresa de Calcuta nació aquí- y la otra, Presidente Clinton; los bombardeos norteamericanos consiguieron la retirada del ejército serbio. Las manifestaciones independentistas en Kosovo exhiben la enseña de Estados Unidos. Ahora están en el trance de ir pensando en una bandera propia, un himno, una historia para adoctrinar a los niños, incluso el idioma, un albanés muy diferente al que normalizó el siniestro Enver Hoxha en 1972 y que respondía a la variante dialectal de su lugar de nacimiento, en el sur de Albania.

No es fácil encontrarle un encaje a Kosovo porque ni siquiera la peculiar independencia de este enclave mafioso supondrá cambio alguno fuera del corte umbilical con Serbia. Habrán de seguir los 17.000 soldados de la OTAN y toda la inmensa tropa de empleados y funcionarios de organizaciones que tratan de ordenar lo inordenable, conviviendo cotidianamente con las mafias locales sin las que no podría ni hacerse servir el móvil. Hasta el jefe de Gobierno albanokosovar Hashim Thaci, la Serpiente,sostiene que deberían quedarse como mínimo hasta el 2015, pues nadie mejor que él sabe que las votaciones que abocaron a su victoria y a la independencia tuvieron una participación que no alcanzó el 40% en un país donde los censos y los registros de vida y defunción han sido quemados.

Ni es el derecho a decidir, ni la autodeterminación, ni la identidad albanesa, ni demás zarandajas que nos inventemos. La creación del estado de Kosovo es una decisión de Estados Unidos de América, que desde 1992 se propuso convertir Albania en su cabeza de puente hacia el sudeste de Europa. La base más importante del ejército norteamericano en la región está situada al sur de Tirana. Todo parece preparado para que la declaración unilateral de independencia tenga lugar tras las inminentes elecciones en Serbia, para evitar que la auténtica razón de la medida – cerrar todas las vías a Serbia, aliado histórico de Rusia- genere una reacción en los comicios serbios que vuelva a hacer aparecer el espantajo de la guerra.

De un tiempo a esta parte, la diplomacia no es la forma de resolver conflictos entre estados, sino el modo de crearlos para darle una oportunidad a la guerra.
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12 PM | 19 Feb

La desproporción

EL PAÍS, publicó el pasado 16/2/2008 esta interesante Tribuna. En la línea de meditar sobre la baja calidad de la democracia en los países occidentales, no estaría de más empezar por lo más básico, la autentica proporcionalidad de nuestra representación y la igualdad de nuestros votos. Otras consideraciones “mas finas”, pueden venir después. Aunque ahora, quizá, no sea el momento más oportuno para salir con estas reivindicaciones, mi opinión es que este debate no puede dejarse de lado en próximas Legislaturas.

TRIBUNA: JORGE URDÁNOZ GANUZA

El maquiavélico sistema electoral español

Nuestro sistema es desproporcional, impone el bipartidismo, fomenta la polarización y hace casi imposible que surja un tercer partido moderador. Los nacionalistas quedan como única alternativa para pactar

JORGE URDÁNOZ GANUZA 16/02/2008

El sistema electoral español es infinitamente más original de lo que parece a primera vista, y es bastante maquiavélico”. Quien así habla no es ni un desinformado ni un antisistema resentido, es Óscar Alzaga, uno de los padres del propio sistema. Los dos adjetivos que utiliza describen a la perfección la criatura que él y otros miembros de la UCD alumbraron durante la Transición y que todavía perdura.

Su originalidad es tal que los especialistas no acaban de catalogarlo. Aunque la Constitución habla de “representación proporcional”, lo cierto es que las desproporciones en los resultados son de las mayores de la escena internacional. No sólo no se garantiza una proporción más o menos ajustada entre votos y escaños, es que ni siquiera se salvaguarda el mero orden en el que los votantes colocan a los partidos: una formación con menos votos que otra puede conseguir más escaños. Por eso muchos estudiosos del sistema no lo consideran proporcional sino mayoritario atenuado.

Pero un sistema mayoritario se caracteriza por sobrerrepresentar al partido ganador facilitando así que forme gobierno. Y nuestro sistema no siempre beneficia al primer partido: en 2004 las elecciones las ganó el PSOE, pero el más beneficiado fue el PP. Mientras los votantes socialistas recibieron un 3.3% de escaños por encima de lo que hubiera sido proporcional, los populares se vieron agraciados con un 3.7%. De hecho, con el actual empate técnico puede suceder que el PP quede segundo en votos pero primero en escaños, perdiendo y ganando a la vez las elecciones (¡!). Las más elementales leyes de la semántica impiden denominar “mayoritario” a un sistema que posibilita semejante resultado.

Entonces, ¿qué es? Bien, ya se ha dicho: es original. De hecho, lo es tanto que puede afirmarse que su esencia consiste en su inexistencia. El “sistema electoral español” es una construcción meramente verbal que carece de una realidad empírica a la que aplicarse con sentido. Lo que hay son 52 sistemas electorales (50 por provincia más Ceuta y Melilla). Los sistemas en los que se eligen muchos escaños son proporcionales. Los sistemas en los que se eligen 3, 4 o 5 escaños no. La ciencia política suele estimar que estos últimos tienen efectos “mayoritarios”, algo que a mi juicio no merece el noble principio de mayoría. Por eso, si me permiten la licencia, yo les voy a denominar “distorsionantes”. Porque lo que hacen esos sistemas es distorsionar, y por partida doble y superpuesta.

Pensemos en Teruel, con 3 escaños. Un sistema así distorsiona en primer lugar el propio voto de muchos ciudadanos. Un voto útil no es otra cosa que una emisión de preferencias distorsionada: “Yo prefiero A, pero he de votar por B”. Y distorsiona, en segundo lugar, los resultados. Porque el reparto de escaños va a ser prácticamente siempre de 2 a 1 -aunque el partido vencedor lo sea sólo por un voto- y porque todos los votos a terceros partidos se quedan sin representación.

Conviene entonces no claudicar ante la magia de las palabras: no hay “un sistema electoral español”, y es preferible hablar, como empiezan a hacer los especialistas, de “los sistemas electorales para el Congreso”. La imagen mental adecuada no es la de una entidad más o menos unívoca, sino más bien la de una escala. Una escala en la que se sitúan 52 posibilidades y cuyos límites son por un lado la distorsión y por otro la proporcionalidad.

Soria, con 2 diputados, es un extremo de esa escala; Madrid, con 35, es el otro. Y cada provincia se sitúa de acuerdo a su número de escaños. El 62% de los españoles votan en circunscripciones de 10 escaños o menos, por lo que saben que si su primera preferencia no supera aproximadamente el 10% de los votos, su voto será electoralmente inútil. En ellas se impone a fuego el bipartidismo, ya que sólo el PP y el PSOE pueden en la práctica verse representados (o, en su caso, los nacionalistas). En las cinco provincias en las que habita el 38% de españoles restante serían a priori posibles nuevos partidos e iniciativas, pues la proporcionalidad es elevada. Pero recordemos a Alzaga: no sólo original, también maquiavélico.

Como en un taller de alquimia, la escala que acabamos de describir se encuentra salpicada con unas cuantas gotas de sufragio desigual. Las provincias más pequeñas eligen más escaños de los debidos, disfrutando así de un poder de voto mayor. En las últimas generales el precio del escaño basculó desde las 20.000 papeletas de Soria hasta las 100.000 de Madrid. Tenemos así dos escalas que corren paralelas pero en sentido contrario. La primera nos divide en 52 grupos de acuerdo a nuestra mayor o menor proporcionalidad (sistemas electorales diferentes). La segunda nos divide en otros tantos grupos de acuerdo a nuestro mayor o menor poder de voto (sufragio desigual).

Maquiavelo habría tomado apuntes: los electores cuyos votos son fuertes se hallan en los sistemas “distorsionantes” y por tanto presionados para votar útil o, lo que es lo mismo, a los dos grandes; los votantes eximidos de esa losa psicológica son libres, pero sus votos son débiles. En cifras: en Teruel bastan 25.000 votos para alcanzar un escaño, pero es que eso es un 33% de los votantes turolenses y por tanto sólo el PP y el PSOE pueden permitirse tales escaños de saldo. En Madrid un 3% de los votos suponen 3 escaños, pero es que eso equivale nada menos que a 300.000 votantes.

Aunque centrarse sólo en ellos es ya a mi juicio parte del problema, los efectos del entramado son obvios. Por un lado se impone el bipartidismo y se fomenta la polarización, siendo casi imposible que surja un partido de centro que pueda ejercer un factor moderador. Por otro, la única alternativa para pactar la ofrecen los nacionalistas.

¿Qué hacer? La decisión sobre el sistema electoral configura una situación en buena medida excepcional desde el punto de vista de la filosofía política. Nadie defiende, por ejemplo, que sean las empresas las que redacten las leyes anti-monopolio: esa labor ha de corresponder a instituciones que, situadas por encima de ellas, vayan más allá de sus intereses. Pero el sistema electoral lo deciden los partidos y, ¿qué hay por encima de ellos? “La ley y el Estado de Derecho”, se dirá, pero es que la ley y por tanto el derecho son, empezando por la propia Constitución, creaciones suyas.

Si hay otro cuerpo en el Estado que comparte esa situación soberana de los partidos es el militar. El ejército no tiene por encima nada que pueda controlarlo, lo que explica el destacado papel que el honor y la obediencia han desempañado siempre en su código moral: son nuestra única garantía. De ahí que, de la misma manera que la democracia sólo germinó cuando las cúpulas militares interiorizaron de verdad su acatamiento al poder civil, compartieran o no sus designios, la regeneración de la democracia sólo será posible cuando las cúpulas partidistas asuman ciertos principios, convengan o no a sus intereses.

Por eso, a pesar de que de ellos no se escuche ya últimamente ni el más leve susurro, resulta fundamental volver a hablar de principios. Cuando uno lee a los viejos defensores del ideal de la proporcionalidad descubre los valores que la nutren: a los electores les garantiza libertad; a los resultados, justicia. Y cuando uno vuelve a los clásicos de la democracia, recuerda que hay un valor que bajo ningún concepto puede claudicarse: la igualdad del voto. Son las élites de los grandes partidos las que han impedido que esos tres valores sean hoy y ahora una realidad entre nosotros. Llevar los principios al centro del debate y recordar lo que significa “inalienable” es el primer paso para evitar que puedan seguir haciéndolo.

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04 PM | 20 Ene

LOS POETAS, YA MUERTOS, GANAN

  
    ESTE ES UN ARTICULO DE GREGORIO MORAN QUE SE HA PUBLICADO EN LA VANGUARDIA DEL PASADO SABADO DIA 18 SOBRE ANGEL GONZALEZ Y QUE LO PROPONEMOS PARA COMENTAR EN EL CLUB DE LECTURAS DEL DIA 30.

Ha muerto Ángel González y hoy sábado su ciudad natal, Oviedo, que no le dio ni un sitio donde cobijar su vejez, le regalará una plaza pública y muchas palabras de cínicos instalados. Porque los poetas ganan al morir, y es pena, porque a ellos ya no les sirve de nada, ni siquiera para escribir unos versos melancólicos sobre la desvergüenza. La gente adora a los poetas cuando ya tienen encima unas capas de tierra y dos quintales de papel de prensa dedicada. Cuando son glosados por sus amigos, sus viudas, sus amantes, sus enemigos, sus colegas curados ya de envidia, por los aspirantes al título, a quienes pagó un café, o el vecino que le señalaba a sus hijos con palabras cargadas de futuro, que diría otro poeta: “Ese tipo que va por ahí, con esa pinta, es poeta. ¡No te jode, poeta! ¡Vaya morro!”. La gloria para los poetas alcanza el paroxismo cuando fallecen. Los homenajes, los recuerdos, incluso se ponen sus nombres a fundaciones y premios que ellos no atisbaron en vida.

César Vallejo, cuando murió, sobre todo “de hambres”, se convirtió en una leyenda y su tumba parisina en lugar de peregrinación. Como Machado más o menos, al que tiraban piedras los niños de Soria, por rijoso. Y Leopardi; vaya vida puta. No digamos Gustavo Adolfo Bécquer, que no alcanzó a ver en libro ni una sola de sus obras; todo póstumo, salvo la pornografía a la que se dedicó durante años con notable éxito. Es verdad que algunos suertudos, sobre todo en países de alta cultura, lograron la gloria en vida, pero son escasos y no siempre los mejores.

Los dos poetas españoles que más estimo de la segunda mitad del siglo pasado, se apellidan González y Rodríguez (Claudio), y eso es jodido en un país donde los apellidos son importantes desde antes incluso del inquisidor debate sobre los cristianos viejos y la pureza de sangre. Un político o un empresario ya se encargan ellos, y sobre todo sus empleados, de hacerles brillar el apellido como si fuera único. Yo nací a la vida y a la pelea, que es lo mismo, con la poesía de Ángel González. El procedía de otro Oviedo que el mío, por edad y por amistades, y jamás nos encontramos fuera de dos saludos convencionales. Estaba empleado en el Ministerio de Obras Públicas, junto a otro grande y fallido creador, Juan García Hortelano. Ambos militaban a la sazón en el Partido Comunista, y si conseguían mantener el empleo en Obras Públicas, donde no pegaban literalmente ni un palo al agua, se debía al patrocinio de un fascista con rostro humano, emparentado con las máximas autoridades del franquismo, que les cubría diciendo: “La próxima, no lo podré parar y tendré que echaros a la calle”.

Nunca hablé con él de nada y no me produce ninguna envidia no haber participado en las sesiones etílicas hasta el alba, multitudinarias a lo que parece por la cantidad de reseñistas póstumos, donde el poeta desgranaba canciones hasta el amanecer.

Sin embargo seguí atentamente sus versos y sus pasos. Tengo grabada en mi memoria el efecto que nos causó su Tratado de urbanismo, que en muchas librerías y en casi todas las bibliotecas figura en la sección de Arquitectura. Y cuando uso el plural es porque me estoy refiriendo a unos cuantos que poblábamos entonces pensiones y casas de alquiler en el bronco e hirsuto Madrid de los sesenta; probablemente no éramos muchos pero lo creíamos. Conservo aún el ejemplar de 1967, editado por José Batlló en Barcelona, cuando esta ciudad era la capital intelectual de España. (Siempre que veo a Batlló, en su digna librería de Gràcia, con su aspecto de capitán de barco antiguo, me falta valor para inclinarme y respetuosamente darle las gracias; jamás en mi vida he cruzado con él una palabra, por vergüenza histórica y respeto. Como también es poeta, habrá que esperar a que se muera para que echen sobre su tumba dos quintales de loas en papel impreso)

Los poetas vivos son un incordio porque quieren comer y vivir normalmente, tal que las personas, pero conservando alguna engorrosa peculiaridad, como insistir en publicar sus textos, en vez de reservarlos para la posteridad. Me irrita, lo reconozco, cada vez que veo escrito negro sobre blanco que tal poeta o escritor tuvo que marchar de España por “el franquismo”, porque entonces la palabra “franquismo” adquiere una apelación ahistórica, cósmica. Nada real y social, como el cólera que fue.

Porque en muchos casos quien los echó no fue “el franquismo” en genérico sino los colegas de la universidad, los críticos de los diarios, los periodistas canallas, los denunciadores voluntarios, los inquisidores pasionales y los editores sátrapas y filisteos. Franco no supo ni de la existencia de Ángel González, ni Antonio Ferres, ni Jesús López Pacheco, por citar tres nombres que son el ramillete de escritores entonces con “mucho futuro” que se diría hoy, pero ahora desconocidos para casi todo el mundo que no esté avezado en el gremio. Ellos tuvieron que irse de esa España inhóspita de los años setenta y buscarse la vida en universidades norteamericanas, o canadienses. Y estoy seguro que este inmenso detalle no va a ser destacado en los kilos de elogios que va a desatar la muerte de ese gran poeta que fue Ángel González. Porque es verdad que sobrevivieron a los durísimos sesenta, y si consiguieron hacerlo es por las complicidades que generaba la esperanza en el fin de esa dictadura, de ese cólera que impregnó toda la sociedad. Pero desde finales de los años sesenta, tras el estado de excepción de enero de 1969, la vida empezó a carecer de futuro y sobre todo de presente.

Luego advino la democracia y se les concedió un homenaje aquí, una conferencia allá, y algún premio compensatorio. Ponerse el traje de pingüino y bien capadito ya, tener derecho a entrar en la Real Academia. ¡Qué pasmo si levantara la cabeza la generación de la República!, esa que los profesores siguen llamando “del 27″ sin saber que fue a causa del miedo etílico de Dámaso Alonso que la bautizó en la revistucha nacionalcatólica Finisterre (1948). Me estoy refiriendo a los Cernuda, Bergamín, Salinas, Lorca, Hernández… los que llamaban “putrefactos” a los caballeros del pingüino y la Academia. Pero en la cultura, como en tantos campos, el cólera siguió vivo.

Como nadie lo va a recordar se lo cuento yo y así sabemos lo mismo todos. Ese notable poeta que acaba de morir, Ángel González, vivió desde los años setenta gracias a la universidad norteamericana de Albuquerque, en Nuevo México, que le acogió dignamente. Todos los intentos que hizo el poeta por conseguir algún curso, algunas clases continuadas que le permitieran abandonar aquel destierro americano chocaron con la resistencia berroqueña de las universidades españolas. Incluso les digo más, en la Universidad de Oviedo, donde fue invitado en 1985 para dar un curso de cuatro meses se planteó la posibilidad de nombrarle “profesor invitado”. Pero no fue posible. Ningún departamento ni decano ni rector encontró la fórmula que le permitiera quedarse y hubo de volver a los Estados Unidos. Reunido el departamento de Literatura de la Universidad de Oviedo, capitaneado por dos amantes de la mejor poesía, los catedráticos Martínez Cachero y Caso, padre de la escritora Ángeles Caso, rechazaron por doce votos frente a uno que un poeta vivo alcanzara un privilegio como el suyo. ¡Cómo va a dar clase, si ni siquiera es licenciado!

Así se comprende que el pasado diciembre, con el poeta tambaleante -”soy lo que queda de un señor antiguo”-, jugando ya las últimas cartas con la vida, la Universidad de Oviedo le nombrara doctor Honoris Causa. Probablemente estaban presentes los que le negaron el derecho a quedarse en España y dar clases de lo que sabía más y mejor que ellos. Hubo discursos académicos, aplausos y hasta lloros de emoción. La memoria ausente facilita los fluidos; se llora y se orina con impávida parsimonia. Pero nadie recitó esos terribles versos del último periodo del poeta:

“¿Qué sabes tú de lo que fue mi vida?

Ahora sólo ves estos últimos años que son como la empuñadura de un cuchillo clavado hasta el final en mi costado.

Arráncalo de golpe y un borbotón de sueños salpicará tu rostro”.

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