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MERECE LA PENA LEER «TEORIA DEL SUR» DE LUIS
GARCIA MONTERO.
NOS VISITÓ EN LOS CURSOS DE VERANO EN EL HOMENAJE
A ANGEL GONZALEZ.
Los atardeceres en la playa de Punta Candor, situada en un extremo de la Bahía de Cádiz, son lentos y no tienen prejuicios. Familias de aire tradicional pasean entre mujeres y hombres desnudos sin que nadie pierda el tiempo en indignarse con la piel, el deseo y las costumbres de los demás. Las dunas asaltadas por los pinos son una lección de bienestar y de paciencia. Perder el tiempo está bien, pero conviene elegir los motivos. No es lo mismo un ataque de cólera que un cielo desteñido en rojo, deshilvanado en matices, con la complicidad de alguna nube lejana. La tarde cae como una herencia, igual que un esplendor fatigado, mientras el horizonte parece dispuesto a demostrar la existencia de Dios. El pasado domingo vi a mucha gente cuidar en silencio el espectáculo natural de la luz, el cielo y el mar. Cuando el sol se hundió por fin en el agua, los bañistas rezagados y los paseantes empezaron a aplaudir.
Merece la pena tomar en serio ese aplauso. Como carezco de extremidades religiosas, la plenitud no supone para mí un testimonio de la divinidad. Pero los atardeceres de Punta Candor me han ayudado a recordar que el sol no es una institución con ánimo de lucro y que el derecho a la belleza debería ser el resumen último de los demás derechos humanos. No conviene confundir a Andalucía con el Sur. Andalucía es una realidad geográfica y política, y el Sur es una metáfora. Cuando Luis Cernuda se atrevió a elegir las características de un territorio ideal, escribió una evocación romántica de Andalucía. Pero tuvo el cuidado de advertir que su Andalucía no estaba en ningún sitio concreto, porque sólo existía en las ilusiones y los sueños de algunos de sus amigos poetas. Andalucía era una metáfora que Cernuda identificaba, por agradecimiento personal, y porque siempre conviene darle a las metáforas una indicación geográfica, con las playas de la costa malagueña. Claro que el poeta celebraba recuerdos de los años veinte y treinta. Por eso digo que, en estos tiempos, conviene no confundir a Andalucía con el Sur.
Andalucía es una realidad que puede llenarse de edificios sórdidos, alcaldes corruptos y especuladores decididos a devorar cualquier resto de belleza. Antonio Machado, otro poeta andaluz que buscaba realidades y metáforas, ya nos avisó de que sólo el necio confunde valor y precio. A eso se ha dedicado con una disciplina sombría la Costa del Sol durante los últimos 40 años, a confundir el progreso con la especulación y los puestos de trabajo con las concejalías de Urbanismo. La corrupción costera ha llegado a tales extremos de notoriedad que las causas penales no suponen sólo un problema para los delincuentes sorprendidos con las manos en el ladrillo, sino también para la economía turística andaluza, que paga la factura de su mala fama. Dentro de los cambios estructurales que debemos asumir los poderes públicos y los ciudadanos, quizá no esté de más volver a tomarse en serio la metáfora del Sur. Una metáfora resulta a veces una buena infraestructura, y en Andalucía quedan, más allá de los escándalos urbanísticos, valores reales que considero imprescindibles en la metáfora política del Sur. Me lo han recordado los atardeceres y los aplausos de Punta Candor.
Aplaudir una puesta de sol implica comprender el valor ético de la lentitud. La caricatura social de los andaluces se cebó durante años en su propensión a la pereza. La ilusión paradisíaca de que, al juntarse demasiado, la esencia y la existencia emiten una invitación a la quietud, se transformó en chiste barato sobre la vagancia de unos jornaleros que, sin embargo, demostraban su capacidad de trabajo si emigraban a las ciudades del Norte. El chiste no sólo aludía a la situación histórica de una tierra limitada por la falta de iniciativas económicas, sino a una idea de la existencia marcada por el desarrollismo, la moral productiva, el vértigo triunfalista del dinero y las prisas. Y con tantas prisas en la existencia, no hay esencia que resista.
Vivir con prisa es una peligrosa costumbre, porque nos hace dogmáticos al mismo tiempo que nos impide ser dueños de nuestras opiniones. El dogmatismo es la prisa de las ideas, el acomodo a discursos establecidos por encima de nuestra conciencia, el sacrificio de la responsabilidad propia en el altar de una verdad nacionalista, religiosa, partidista o mediática. Quien vive con prisa dice lo primero que se le ocurre, lo que corre al lado de él. Así que anda de cabeza y piensa con los pies. Si tuviéramos tiempo de pensar dos veces lo que decimos y, sobre todo, lo que nos dicen, otro gallo cantaría en el mundo. Sin caer en la caricatura de la pereza, por supuesto, conviene reivindicar la lentitud del Sur como un ámbito de responsabilidad propia, el único ámbito que permite los paseos largos y las buenas decisiones. En el Sur no deben tener prisa ni los pensamientos, ni los coches, ni los desnudos. La sensualidad y la belleza requieren su tiempo.
La falta de prisas resulta imprescindible también para el cuidado de los otros. Cuidar, cuidarse, recibir cuidados, elegir con cuidado, son actos de una vida incompatible con la velocidad. La prisa no hace bien sus tareas, sale del paso por culpa de los acelerones de la ética productiva y del individualismo exacerbado. Quien no quiere deberle nada a los demás, como si los demás fuesen entidades financieras, no puede ser una buena persona. Hay que cuidarse de él. Es verdad que en Andalucía el cuidado del otro nos lleva a las barras de los bares, a los corros en la puerta de la calle, a lo que podemos escuchar en la mesa de al lado, a lo que se ve detrás de los pinos y las dunas. Pero del mismo modo que entre las prisas y la vagancia queda un punto intermedio llamado lentitud, entre la curiosidad desmedida y la soledad calvinista hay un valor importante para el Sur: el cuidado de los otros. Evitar la chismosería no debe confundirse con el aislamiento. Pedir tiempo para pensar en uno mismo, significa aprender a cuidar a los demás.
El buen humor es otro requisito imprescindible del Sur que puede encontrarse también en Andalucía. En este caso, la caricatura ha desquiciado el humor, presentándolo como gracia, salero o alegría costumbrista. Pero la irritación que provocan los chistosos profesionales no debe hacernos comulgar con obsesiones corrosivas, que no permiten ni una sonrisa. Hay territorios que, por su historia, facilitan la conversión de los conflictos en obsesiones, hasta el punto de que hacen perder la cabeza a los que llevan razón en las discusiones. No quisieron caer en la mentira, pero son injustos desde su verdad. En vez de cambiar de aires, los obsesionados cambian de condición, y siempre para peor. El quiebro a tiempo, como una salida ingeniosa o un golpe elegante de humor, ayuda a huir de los dogmas y de las identidades en favor de un pensamiento mesurado. Entre la solemnidad de los sermones y la gracia irritante, cabe una negociación discreta con la alegría.
La metáfora del Sur no es útil sólo en las habitaciones oscuras del invierno, conviene reivindicar la lentitud del Sur como un ámbito de responsabilidad propia. Al narcisismo del conflicto se le puede oponer la sabiduría de vivir la vida. Las metáforas ayudan a buscar un futuro más habitable, son una obra pública. Cuando Luis Cernuda llegó por primera vez a México, después de muchos años de exilio en potentes ciudades anglosajonas, escribió el libro Variaciones sobre tema mexicano, para dar testimonio de una experiencia en la que se mezclaban las sorpresas y el recuerdo. Le dedicó un poema al español, porque para un escritor es importante oír su idioma en la calle. Dedicó otro poema a la pobreza, vivida de niño en Andalucía y reencontrada en México. Se preguntó el poeta si alguna vez sería posible escapar de la miseria sin caer en la prepotencia del lujo. Quizá la respuesta dependa de las metáforas que busquemos. Conviene, en cualquier caso, saber aplaudir una puesta de sol.
El 26 de junio del 2008. Joan E. Garcés realizó la intervención que puedes leer a continuación en el homenaje a Salvador Allende celebrado en la Casa de America.
Cien años sobrepasan el ciclo vital activo de los seres humanos pero son un pestañeo en el de los pueblos. Así podría resumir el sentido de la historia de Salvador Allende, una sucesión de etapas que se condicionan unas a otras en las que el progreso de la humanidad resulta de la acumulación de organización, experiencia y esfuerzos colectivos e individuales.
Sus bisabuelos, los hermanos Allende Garcés, combatieron junto a O’Higgins y Simon Bolívar en Chile y Nueva Granada por una América republicana que aspiraba a ser dueña de sus destinos. Su abuelo, Allende Padín, sirvió a la sociedad como médico y Gran Maestre de la Masonería, su padre como jurista. Allende Gossens nacido en 1908 consagró su vida a combatir la explotación social y defender la causa de las libertades. Sus postulados los enraizaba, como en sus antecesores, en libertad, igualdad, fraternidad, humanismo universalista. Sus acciones, naturalmente, hay que considerarlas en su interacción con las realidades en que tuvieron lugar.
Allende y la coalición del Frente Popular
Para Allende ni las frustraciones ni los éxitos eran permanentes, pero sí debían serlo los principios que postulaba. Daré algunos ejemplos. En la segunda y tercera década del siglo XX la crisis del sistema económico capitalista mundial afectó muy severamente a la estructura librecambista de la economía chilena. Las consecuencias sociales internas fueron devastadoras para los trabajadores. Los remedios a esta crisis fueron en Chile equivalentes a los buscados en otras latitudes. A la sazón estudiante universitario, Allende se enfrentó con las políticas de la dictadura del general Ibáñez del Campo y la derecha criolla inspiradas en los fascismos europeos; como diputado en 1937, ministro de Salud en 1939-1940 y senador desde 1945, cooperó en la obra social, económica y cultural de los tres sucesivos gobiernos de Frente Popular elegidos entre 1938 y 1946.
La coalición del Frente Popular fue destruida en 1947 al ser enrolado Chile en la guerra entre las potencias que derrotaron al III Imperio Alemán entre 1939 y 1945 (guerra esta última en la que el gobierno de Chile se declaró neutral). Como senador elegido sucesivamente por todas las circuns- cripciones del país, Allende defendió el no alineamiento en la guerra hegemónica y que los recursos del país debían ser dedicados a mejorar la situación social y cultural del pueblo chileno. Para lograrlo consideró necesario restablecer y actualizar la coalición social en que se habían sustentado los programas de los gobiernos del Frente Popular.
En 1952, el ex dictador y general Ibáñez del Campo presentó su candidatura presidencial influenciada por la experiencia del general Perón, a la sazón presidente de Argentina. Ibáñez del Campo recibió el apoyo del Partido Socialista de Chile, a lo que Allende se opuso por considerar que el populismo no era un camino a seguir, levantando como alternativa la alianza social que en las elecciones de 1958 le situaron a 30 mil votos de ganar la jefatura del Estado. En la noche del escrutinio el suministro eléctrico se interrumpió durante varias horas. Antes del apagón iba en cabeza del recuento de votos. La sospecha de fraude fue tal que dirigentes del Partido Socialista pidieron al candidato que desconociera el resultado. Allende, que en su fuero interno también creía que se había cometido fraude, respondió que no pudiendo probarlo su responsabilidad era salvaguardar las instituciones republicanas y aceptar la derrota.
A fin de detener a la coalición social liderada por el doctor Allende en las elecciones presidenciales de 1964, el gobierno de Estados Unidos invirtió secretamente en apoyo del candidato democristiano Eduardo Frei una suma de dinero por votante superior a la hasta entonces jamás gastada en las elecciones presidenciales estadunidenses. Frei obtuvo menos votos que Allende entre los varones pero muchos más entre las mujeres y fue proclamado presidente hasta 1970. Antes de formar su gobierno, sin embargo, Eduardo Frei encargó a un amigo común, el senador democristiano Rafael Agustín Gumucio, que visitara a Allende en su casa y le formulara tres preguntas: qué tres socialistas de su confianza podía nombrar ministros en su primer gabinete; qué planes personales de futuro tenía; cómo estaba su situación económica personal. El doctor Allende le acompañó hacia la puerta diciéndole: “Rafael Agustín, te estimo demasiado para responder como merecen las preguntas de Frei”.
Desde la oposición, entre 1964 y 1970, el senador Allende impulsó el fortalecimiento del proyecto nacional alternativo y la ampliación de su base social. Cuando en 1969 se amotinó el regimiento Tacna de Santiago contra el presidente Frei y un senador socialista –Erik Schnake– acudió al cuartel a reunirse con los amotinados, el senador Allende exigió, y logró, que la dirección del Partido Socialista condenara la iniciativa de Schnake por ser contraria a los principios democráticos que defendían.
Elegido jefe del Estado en 1970 hasta noviembre de 1976 por votación directa y por el Congreso Pleno, logró que éste aprobara por unanimidad nacionalizar las cuatro más grandes empresas de cobre y creó con ellas la primera exportadora de cobre del mundo, cuyos beneficios nutren desde entonces los presupuestos públicos de Chile. Rechazó las “fronteras ideológicas” y estableció relaciones diplomáticas con todos los países del mundo: en 1971 fue el primero en la América continental que reconoció a la China Popular, a la sazón marginada por Estados Unidos y la Unión Soviética, y a Vietnam en lucha por liberar su territorio de tropas extranjeras.
“El mundo podía estar cayéndose en pedazos a su alrededor, pero era Chile quien asustaba (a Kissinger”), dice Robert Morris, su colaborador en el Consejo Nacional de Seguridad de Estados Unidos (citado por S. M. Hersh: The Price of Power, Summit Books, 1983, p. 269: “All kinds of cataclysmic events rolled around, but Chile scared him. (…) The fear was not only that Allende would be voted into office, but that-after his six-year term-the political process would work and he would be voted out of office in the next election”. Ver resumen en
www.thirdworldtraveler.com/Kissinger/Chile_Hardball_TPOP.html).
El desarrollo de las libertades, de la igualdad social, de la democracia económica, de la independencia de un país latinoamericano, angustiaban al gobierno del presidente Nixon. Observaba la simpatía que despertaba el gobierno de Allende en los lugares más diversos del mundo. El padre Arrupe, general de la Compañía de Jesús, el socialista francés François Mitterrand, acudían a Santiago a mostrarle su solidaridad. Gobiernos neutrales como el de Suecia dirigido por Olof Palme, no alineados como el de Argelia bajo Boumedienne y el de México de Luis Echeverría, revolucionarios como el de Fidel Castro, anticomunistas como el del general Franco en España, militares como el de Argentina bajo el general Lanusse, comunistas en Europa oriental, etcétera, se negaron a sumarse a la intervención de la administración Nixon en el país andino.
Lo que en Chile estaba en juego era el derecho de los países a ser independientes, a decidir pacífica y democráticamente su sistema económico, sus opciones internas y externas en conformidad con los valores humanos fundamentales y el derecho internacional. Ese era el simbolismo de Allende que Nixon y Kissinger ordenaron sabotear y desestabilizar para finalmente aplastarlo mediante la destrucción de las libertades e instituciones republicanas en que se sustentaba. Allende, sus colaboradores, todos los responsables de las instituciones del Estado, fueron plenamente conscientes de los designios liberticidas. El jefe del ejército de Chile en octubre de 1970, el general René Schneider, se negó a amotinar las tropas para frustrar el resultado de las elecciones presidenciales, como le exigían Agustín Edwards, dueño del diario El Mercurio, y el gobierno de Estados Unidos. Fue asesinado. El presidente Allende compartía el postulado del jefe militar: un dirigente no abandona sin defenderlo el puesto que el pueblo y la república le han confiado legítimamente.
Allende ante la insurrección de 1973
En las elecciones parlamentarias de marzo de 1973 los partidos de la coalición del gobierno de Allende aumentaron en número de senadores y votos, llegando al 44 por ciento del total nacional (frente a 36.4 por ciento en 1970). Pero en mayo siguiente el sector liderado por Eduardo Frei y Patricio Aylwin recuperó el control del partido democristiano (perdido desde 1969), y sumó este partido a la acción desestabilizadora financiada por la administración Nixon.
La respuesta del presidente Allende fue múltiple. Por un lado, envió una delegación a Estados Unidos ofreciendo negociar una solución a los diferendos existentes entre ambos gobiernos. Por otro lado, incrementó en 4 mil carabineros las unidades estacionadas en Santiago bajo el mando del ministro del Interior, para disuadir y en su caso hacer frente a eventuales amotinamientos mientras la inminente Junta de Calificación anual de las fuerzas armadas pasaba a retiro a oficiales que conspiraban contra la república. Dio instrucciones de aplicar, en caso de necesidad, el Plan Hércules elaborado por el alto mando para hacer frente a una eventual sedición.
Simultáneamente, ofreció un acuerdo al partido democristiano (que Patricio Aylwin y Eduardo Frei rechazaron). Trató de aumentar la base del gobierno incorporando al gabinete a dos destacados dirigentes demócratas cristianos (la dirección del PDC se lo prohibió), mientras que el 11 de septiembre de 1973 debía hacer público un conjunto de medidas económicas de emergencia y la convocatoria de un referéndum para que la nación escogiera democráticamente el camino que deseaba seguir, en paz y libertad.
En paralelo, el doctor Allende había iniciado el camino hacia la elección de un nuevo presidente de la república (la Constitución prohibía su relección). En las circunstancias entonces existente, ¿a quién vislumbraba Allende con posibilidad de tratar de reunir apoyo político y social bastante para ganar las elecciones presidenciales? El 31 de agosto me confidenció que nadie parecía haber entendido que una semana antes hubiera aceptado la dimisión del general Carlos Prats a la comandancia en jefe del ejército cuando pronto sería la persona más importante de Chile.
Camarillas fascistoides asesinaron en octubre de 1970 al comandante en jefe del ejército, general René Schneider, con armas ingresadas en la valija de la embajada de Estados Unidos, al presidente Allende, al general Carlos Prats y a miles de otras personas.
Hoy rendimos homenaje a quienes cayeron en el campo del honor en defensa de valores y principios que trascienden generaciones y pueblos.

Un ciudadano de Cataluña que lo desee puede vivir en este país sólo con la lengua castellana; un ciudadano de Cataluña que lo desee no puede vivir sólo con el catalán. Ésta es la asimetría sobre la que está construido el
Manifiesto por una lengua común que la prensa conservadora madrileña ha convertido en el juguete político de la temporada. Para un catalanohablante, el bilingüismo es obligatorio; para un castellanohablante, no. Es una peculiar interpretación de la equidad lingüística.
El alegato por la lengua común, que hace el castellano obligatorio, pero no las lenguas propias de cada comunidad autónoma “porque hay una asimetría en las lenguas españolas oficiales”, se funda en la idea convertida ya en mito de que “son los ciudadanos los que tienen derechos lingüísticos, no los territorios, ni mucho menos las lenguas mismas”. Pero, por lo visto, hay ciudadanos con más derechos lingüísticos que otros porque tienen que aprender una sola lengua, mientras que los que hablamos catalán tenemos que aprender dos.
En coherencia con la afirmación de que los derechos lingüísticos son de los ciudadanos, se dice que “las lenguas no tienen derecho a conseguir coactivamente hablantes”. Pero la solidez del principio de referencia no aguanta ni cinco líneas. Porque inmediatamente después se precisa que el castellano es “obligatorio”, y, por tanto, puede ser impuesto, mientras que la aspiración a que todos sepan el catalán (o el vascuence, o el gallego) a lo sumo puede ser “estimulada”. ¿Por qué? Porque el castellano es la lengua común del territorio español. O sea, que hay territorios con derechos lingüísticos y otros que carecen de ellos, de modo que los principios fundamentales del razonamiento -los que enfáticamente afirman que los territorios no tienen derechos lingüísticos- son adaptables en función del lugar.
Dicen los autores del manifiesto que su inquietud es estrictamente política. Por eso el manifiesto concluye con unas notas o recomendaciones para un decreto de unificación lingüística que elevan al Parlamento español con la petición de que se desarrolle la normativa correspondiente, aun en el caso de que exigiera modificación de la Constitución o de algunos estatutos. Todo su alegato parte de la obligación constitucional de saber el castellano, pero la Constitución deja de ser intocable si se trata de garantizar más todavía la hegemonía de este idioma. De modo que el manifiesto es una invitación explícita al PSOE y al PP a poner orden lingüístico en las naciones periféricas e, implícitamente, una señal al Tribunal Constitucional para que no desaproveche la oportunidad de revisar el Estatuto de Cataluña. La irrupción del nuevo PP de Rajoy en apoyo del manifiesto demuestra las limitaciones de la renovación de la derecha: quiere forjar alianzas con los nacionalistas periféricos, y lo primero que hace es darles donde más les duele: en la lengua.
Los conflictos entre lenguas son siempre delicados y difícilmente admiten soluciones definitivas, salvo en regímenes que estén en condiciones de imponer una lengua a sangre y fuego. Puesto que éste no es el caso, siempre habrá puntos de roce y opciones insatisfactorias para unos u otros. Hace tiempo que sabemos que el retablo social en que todas las piezas encajan perfectamente es del dominio de la utopía, es decir, del horror. En Cataluña se optó, con amplio consenso político y social, por la inmersión lingüística. No fue un capricho. Fue una opción con un doble objetivo: recuperar la lengua propia y evitar la fractura del país en dos comunidades idiomáticas. Ha funcionado razonablemente. A pesar de algunas estridencias, perfectamente evitables, de los que todavía sueñan con la absurda fantasía de un país monolingüe en catalán. Los jóvenes acaban los estudios básicos conociendo los dos idiomas, y después es ya la dinámica social la que determina los usos. Y en ésta el castellano todavía juega con mucha ventaja. En Cataluña se hablan hoy decenas de lenguas, ¿no empieza a ser antiguo este debate?
¿Cuál debería ser el objetivo? Una sociedad realmente bilingüe. Es decir, una sociedad en la que cuando uno inicie una conversación en catalán tenga la certeza de que le responderán en catalán y cuando uno la inicie en castellano tenga la certeza que le responderán en castellano. Éste sería un equitativo ideal regulativo. Pero a día de hoy, el bilingüismo es todavía perfectamente asimétrico a favor del castellano. Y, sin embargo, el manifiesto pretende que asumamos que el castellano sea obligatorio y el catalán no. ¿No eran algunos de los firmantes los que decían que las lenguas que se imponen obligatoriamente se hacen antipáticas?
artículo firmado por josep ramoneda
Nos parece de interés, por lo polémico, este artículo de Gregorio Moran publicado en la Vanguardia el dia 12 de enero, mucho antes de la declaración de independencia de Kosovo.
La experiencia de la humanidad en la creación de estados es riquísima y va desde la tragedia a la comedia. Ahí está Andorra. ¿Qué hubiera sido de nosotros sin Andorra? No sé muy bien si el estatuto andorrano es el de nación, Estado, principado o sociedad anónima, pero a ciertos efectos Andorra funciona como un Estado, o por mejor decir, tiene casi todo lo que uno exigiría a un Estado. Para mí es ideal, porque nunca he oído el himno de Andorra y desconozco de qué color patriótico es su bandera, que de seguro los tendrán y serán muy bonitos. También me gusta Gibraltar, y lo digo sinceramente, me parecería mal que dejara de existir, con su estatuto especialísimo, y sus monitos, y sus comerciantes británicos con acento andaluz. ¿Qué hubiera sido de tantos liberales españoles de no tener cerca Gibraltar para salvar su vida y su hacienda? Tienen gracia los patriotas que sacaban pecho por un Gibraltar español y entregaban enterito el país a quien quisiera alquilarlo. Hay más territorio fuera del control del Estado español en Marbella que en Gibraltar.
En Luxemburgo no he estado nunca, o para ser más exacto, quise una vez detenerme y cuando me di cuenta ya había cruzado el país y debía volver atrás. Me gustaría tomar un café en Liechtenstein, pero hasta ahora no he podido. Carezco de curiosidad por Mónaco, porque nunca se me ha perdido nada en un casino. Fuera de Europa hay incluso estados sin la más mínima concepción de algo parecido a una nación o a varias. Países incluso con mucho pasado y ningún futuro. Pero lo que desconocíamos hasta ahora era la constitución de una sociedad mafiosa en Estado. Hubo un intento fallido en Sicilia, durante el periodo que va del desembarco aliado en 1943 hasta el asesinato del bandido Salvatore Giuliano en 1950. Los diversos poderes de la mafia trataron de constituirse en Estado independiente, primero, y luego en estado asociado de los Estados Unidos de América, propuesta del propio Giuliano antes de que sus compinches le liquidaran.
La primera aportación del siglo XXI al derecho internacional – que sospecho debe ser la rama que se ocupa de estas cosas- es la constitución de una sociedad, que sólo existe bajo la forma de comunidad mafiosa, en Estado. Ya sé que la clase política y los ministros de Asuntos Exteriores se lo explicarán de otra manera porque esas cosas tan obvias no se dicen. Del tamaño de Asturias, Kosovo es una sociedad que tiene dos fuentes de ingresos. Una, muy limitada, procede de los miles de trabajadores albanokosovares que se rompen los cuernos trabajando honrada e intensamente por América y Europa – sólo en Suiza hay doscientos mil- y que mandan buena parte de sus ahorros a los familiares que se quedaron. Lo demás es mafia en su triple campo de actuación: droga, prostitución y armas. Sin descuidar los diversos mercados subsidiarios de los tráficos de vehículos, falsificaciones, gasolinas… Kosovo no produce nada. Repito, nada de nada. Y usa como moneda el euro, con una particularidad, son euros enteros,sin posibilidad de fracciones. No existe moneda fraccionaria de euro.
Kosovo no es sólo un producto de la última guerra balcánica y de la deriva del naufragio de Milosevic. Pocas veces en la historia un megalómano asesino sirvió a tal cantidad de intereses, inconsciente de su doble papel, de criminal y de destructor social. (La historia está llena de criminales que construyeron estados, y no voy a citar nombres para no herir sensibilidades.) La destrucción de Yugoslavia no fue obra de Milosevic, sino de las potencias interesadas en que Croacia fuera estado. Milosevic consiguió hacer de Serbia un país odiado, cosa que tenía escasos precedentes. Luego quedó todo ese puzzle que ahora no se sabe muy bien cómo encajar. La República de Macedonia, una invención tan frágil como las probetas de los laboratorios. Bosnia-Herzegovina, en trance de replantearse qué hacer con sus límites y dónde meter la verruga serbia de Srpska. Montenegro, aislada, como estuvo siempre; acabarán declarándola parque natural europeo y sus habitantes se disfrazarán de guardabosques con cargo a la Unión Europea. Eslovenia es otro mundo y siempre lo fue; seiscientos años vieneses le dejaron un aire triestino, bello y calmo.
Es curioso, todos los sionistas de regadío que pululan por estas tierras consideran que el derecho a decidir de los kosovares va a misa, nunca mejor dicho, pero el de los palestinos, que llevan más de medio siglo intentándolo, no es posible por razones históricas, tan legendarias como la Biblia. Kosovo forma parte de la historia serbia con una evidencia tal que no tiene parangón con nuestras identidades exageradas, cuando no inventadas, por los historiadores del siglo XIX. No es sólo la batalla del Campo de los Mirlos, que ya reseñé hace un par de años durante mi visita a Kosovo, son las iglesias ortodoxas más representativas y antiguas, muchas de las cuales han sido arrasadas por los militantes albaneses del UCK, el ejército montaraz de base mafiosa sobre el que se construyó el partido vencedor de las ultimas elecciones. Y su primer ministro, Hashim Thaci, más conocido por sus hombres como la Serpiente,cuyo único bagaje político consiste en hablar inglés fluidamente y servir como intermediario pagado de las fuerzas de Estados Unidos.
¿Qué hacemos cuando un territorio cambia de habitantes? ¿Construimos estados según el sueño neocon,a partir de las creencias? Kosovo tenía hasta los años veinte un 60% de mayoría serbia. La Gran Albania que promovió Mussolini invirtió los términos y la expulsión de serbios los convirtió en minoría que fue aumentando durante el régimen de Tito, porque se trataba de una región pobre y abandonada del poder central en Belgrado. Basta para comprobarlo con pasear por las dos grandes avenidas que conforman Pristina, la una se llama Madre Teresa – Teresa de Calcuta nació aquí- y la otra, Presidente Clinton; los bombardeos norteamericanos consiguieron la retirada del ejército serbio. Las manifestaciones independentistas en Kosovo exhiben la enseña de Estados Unidos. Ahora están en el trance de ir pensando en una bandera propia, un himno, una historia para adoctrinar a los niños, incluso el idioma, un albanés muy diferente al que normalizó el siniestro Enver Hoxha en 1972 y que respondía a la variante dialectal de su lugar de nacimiento, en el sur de Albania.
No es fácil encontrarle un encaje a Kosovo porque ni siquiera la peculiar independencia de este enclave mafioso supondrá cambio alguno fuera del corte umbilical con Serbia. Habrán de seguir los 17.000 soldados de la OTAN y toda la inmensa tropa de empleados y funcionarios de organizaciones que tratan de ordenar lo inordenable, conviviendo cotidianamente con las mafias locales sin las que no podría ni hacerse servir el móvil. Hasta el jefe de Gobierno albanokosovar Hashim Thaci, la Serpiente,sostiene que deberían quedarse como mínimo hasta el 2015, pues nadie mejor que él sabe que las votaciones que abocaron a su victoria y a la independencia tuvieron una participación que no alcanzó el 40% en un país donde los censos y los registros de vida y defunción han sido quemados.
Ni es el derecho a decidir, ni la autodeterminación, ni la identidad albanesa, ni demás zarandajas que nos inventemos. La creación del estado de Kosovo es una decisión de Estados Unidos de América, que desde 1992 se propuso convertir Albania en su cabeza de puente hacia el sudeste de Europa. La base más importante del ejército norteamericano en la región está situada al sur de Tirana. Todo parece preparado para que la declaración unilateral de independencia tenga lugar tras las inminentes elecciones en Serbia, para evitar que la auténtica razón de la medida – cerrar todas las vías a Serbia, aliado histórico de Rusia- genere una reacción en los comicios serbios que vuelva a hacer aparecer el espantajo de la guerra.
De un tiempo a esta parte, la diplomacia no es la forma de resolver conflictos entre estados, sino el modo de crearlos para darle una oportunidad a la guerra.
EL PAÍS, publicó el pasado 16/2/2008 esta interesante Tribuna. En la línea de meditar sobre la baja calidad de la democracia en los países occidentales, no estaría de más empezar por lo más básico, la autentica proporcionalidad de nuestra representación y la igualdad de nuestros votos. Otras consideraciones «mas finas», pueden venir después. Aunque ahora, quizá, no sea el momento más oportuno para salir con estas reivindicaciones, mi opinión es que este debate no puede dejarse de lado en próximas Legislaturas.
TRIBUNA: JORGE URDÁNOZ GANUZA
El maquiavélico sistema electoral español
Nuestro sistema es desproporcional, impone el bipartidismo, fomenta la polarización y hace casi imposible que surja un tercer partido moderador. Los nacionalistas quedan como única alternativa para pactar
JORGE URDÁNOZ GANUZA 16/02/2008
El sistema electoral español es infinitamente más original de lo que parece a primera vista, y es bastante maquiavélico». Quien así habla no es ni un desinformado ni un antisistema resentido, es Óscar Alzaga, uno de los padres del propio sistema. Los dos adjetivos que utiliza describen a la perfección la criatura que él y otros miembros de la UCD alumbraron durante la Transición y que todavía perdura.
Su originalidad es tal que los especialistas no acaban de catalogarlo. Aunque la Constitución habla de «representación proporcional», lo cierto es que las desproporciones en los resultados son de las mayores de la escena internacional. No sólo no se garantiza una proporción más o menos ajustada entre votos y escaños, es que ni siquiera se salvaguarda el mero orden en el que los votantes colocan a los partidos: una formación con menos votos que otra puede conseguir más escaños. Por eso muchos estudiosos del sistema no lo consideran proporcional sino mayoritario atenuado.
Pero un sistema mayoritario se caracteriza por sobrerrepresentar al partido ganador facilitando así que forme gobierno. Y nuestro sistema no siempre beneficia al primer partido: en 2004 las elecciones las ganó el PSOE, pero el más beneficiado fue el PP. Mientras los votantes socialistas recibieron un 3.3% de escaños por encima de lo que hubiera sido proporcional, los populares se vieron agraciados con un 3.7%. De hecho, con el actual empate técnico puede suceder que el PP quede segundo en votos pero primero en escaños, perdiendo y ganando a la vez las elecciones (¡!). Las más elementales leyes de la semántica impiden denominar «mayoritario» a un sistema que posibilita semejante resultado.
Entonces, ¿qué es? Bien, ya se ha dicho: es original. De hecho, lo es tanto que puede afirmarse que su esencia consiste en su inexistencia. El «sistema electoral español» es una construcción meramente verbal que carece de una realidad empírica a la que aplicarse con sentido. Lo que hay son 52 sistemas electorales (50 por provincia más Ceuta y Melilla). Los sistemas en los que se eligen muchos escaños son proporcionales. Los sistemas en los que se eligen 3, 4 o 5 escaños no. La ciencia política suele estimar que estos últimos tienen efectos «mayoritarios», algo que a mi juicio no merece el noble principio de mayoría. Por eso, si me permiten la licencia, yo les voy a denominar «distorsionantes». Porque lo que hacen esos sistemas es distorsionar, y por partida doble y superpuesta.
Pensemos en Teruel, con 3 escaños. Un sistema así distorsiona en primer lugar el propio voto de muchos ciudadanos. Un voto útil no es otra cosa que una emisión de preferencias distorsionada: «Yo prefiero A, pero he de votar por B». Y distorsiona, en segundo lugar, los resultados. Porque el reparto de escaños va a ser prácticamente siempre de 2 a 1 -aunque el partido vencedor lo sea sólo por un voto- y porque todos los votos a terceros partidos se quedan sin representación.
Conviene entonces no claudicar ante la magia de las palabras: no hay «un sistema electoral español», y es preferible hablar, como empiezan a hacer los especialistas, de «los sistemas electorales para el Congreso». La imagen mental adecuada no es la de una entidad más o menos unívoca, sino más bien la de una escala. Una escala en la que se sitúan 52 posibilidades y cuyos límites son por un lado la distorsión y por otro la proporcionalidad.
Soria, con 2 diputados, es un extremo de esa escala; Madrid, con 35, es el otro. Y cada provincia se sitúa de acuerdo a su número de escaños. El 62% de los españoles votan en circunscripciones de 10 escaños o menos, por lo que saben que si su primera preferencia no supera aproximadamente el 10% de los votos, su voto será electoralmente inútil. En ellas se impone a fuego el bipartidismo, ya que sólo el PP y el PSOE pueden en la práctica verse representados (o, en su caso, los nacionalistas). En las cinco provincias en las que habita el 38% de españoles restante serían a priori posibles nuevos partidos e iniciativas, pues la proporcionalidad es elevada. Pero recordemos a Alzaga: no sólo original, también maquiavélico.
Como en un taller de alquimia, la escala que acabamos de describir se encuentra salpicada con unas cuantas gotas de sufragio desigual. Las provincias más pequeñas eligen más escaños de los debidos, disfrutando así de un poder de voto mayor. En las últimas generales el precio del escaño basculó desde las 20.000 papeletas de Soria hasta las 100.000 de Madrid. Tenemos así dos escalas que corren paralelas pero en sentido contrario. La primera nos divide en 52 grupos de acuerdo a nuestra mayor o menor proporcionalidad (sistemas electorales diferentes). La segunda nos divide en otros tantos grupos de acuerdo a nuestro mayor o menor poder de voto (sufragio desigual).
Maquiavelo habría tomado apuntes: los electores cuyos votos son fuertes se hallan en los sistemas «distorsionantes» y por tanto presionados para votar útil o, lo que es lo mismo, a los dos grandes; los votantes eximidos de esa losa psicológica son libres, pero sus votos son débiles. En cifras: en Teruel bastan 25.000 votos para alcanzar un escaño, pero es que eso es un 33% de los votantes turolenses y por tanto sólo el PP y el PSOE pueden permitirse tales escaños de saldo. En Madrid un 3% de los votos suponen 3 escaños, pero es que eso equivale nada menos que a 300.000 votantes.
Aunque centrarse sólo en ellos es ya a mi juicio parte del problema, los efectos del entramado son obvios. Por un lado se impone el bipartidismo y se fomenta la polarización, siendo casi imposible que surja un partido de centro que pueda ejercer un factor moderador. Por otro, la única alternativa para pactar la ofrecen los nacionalistas.
¿Qué hacer? La decisión sobre el sistema electoral configura una situación en buena medida excepcional desde el punto de vista de la filosofía política. Nadie defiende, por ejemplo, que sean las empresas las que redacten las leyes anti-monopolio: esa labor ha de corresponder a instituciones que, situadas por encima de ellas, vayan más allá de sus intereses. Pero el sistema electoral lo deciden los partidos y, ¿qué hay por encima de ellos? «La ley y el Estado de Derecho», se dirá, pero es que la ley y por tanto el derecho son, empezando por la propia Constitución, creaciones suyas.
Si hay otro cuerpo en el Estado que comparte esa situación soberana de los partidos es el militar. El ejército no tiene por encima nada que pueda controlarlo, lo que explica el destacado papel que el honor y la obediencia han desempañado siempre en su código moral: son nuestra única garantía. De ahí que, de la misma manera que la democracia sólo germinó cuando las cúpulas militares interiorizaron de verdad su acatamiento al poder civil, compartieran o no sus designios, la regeneración de la democracia sólo será posible cuando las cúpulas partidistas asuman ciertos principios, convengan o no a sus intereses.
Por eso, a pesar de que de ellos no se escuche ya últimamente ni el más leve susurro, resulta fundamental volver a hablar de principios. Cuando uno lee a los viejos defensores del ideal de la proporcionalidad descubre los valores que la nutren: a los electores les garantiza libertad; a los resultados, justicia. Y cuando uno vuelve a los clásicos de la democracia, recuerda que hay un valor que bajo ningún concepto puede claudicarse: la igualdad del voto. Son las élites de los grandes partidos las que han impedido que esos tres valores sean hoy y ahora una realidad entre nosotros. Llevar los principios al centro del debate y recordar lo que significa «inalienable» es el primer paso para evitar que puedan seguir haciéndolo.
