10 PM | 05 Jun

WONG KAR WAI

WOng Kar Wai Reportaje Especial WONG KAR-WAI

Por Josefa Paredes

En busca (y captura) del tiempo perdido

Si los botes de piña en conserva no caducaran, el cine de Wong Kar Wai no existiría. Si supiéramos cómo congelar un momento, pudiéramos guardarlo eternamente en una lata y evitar así que el tiempo lo estropease, sus películas no nos harían falta. Pero no sabemos. Nadie diría que el cine de Wong Kar Wai es de aventuras. Excepto si consideramos que parar el tiempo es una.

 

Cuando rodó su primera película, a los 29 años, Kar Wai ya sabía lo que era ser un exiliado (en Hong Kong, desde los cinco años) y conocía bien el sentimiento de pérdida. También había visto varias veces Malas calles (Martin Scorsese) y  Extraños en el paraíso (Jim Jarmush), había escrito decenas de guiones y pasado las noches de varios años en garitos de dudosa reputación bebiendo con amigos cercanos al hampa y metiéndose en peleas. Por aquel entonces todavía creía que para contar una historia hay que hacerlo en el sentido de las agujas del reloj, pero ya empezaba a preguntarse cómo detenerlas.

Atrapado por su pasado (Wong’s way)

En As tears go by (1988) aparecen ya la mayor parte de de los elementos estéticos y temáticos que después desarrollará en todo su cine posterior. Su joven gangster —atrapado en una triada absurdamente violenta de la que no sabe salir— vive en callejones estrechos y mojados, bebe en tugurios iluminados con saturadas bombillas azules y rojas, fuma compulsivamente y mira el humo elevarse mientras pena sus desencuentros abrazado a una Jukebox. Normalmente, cuando un personaje huye nos importa saber si conseguirá escapar o no. Kar Wai y Andrew Lau (su primer director de fotografía) filman las carreras lentamente y después la estiran ralentizando la acción, difuminándola y acelerándola. Y así consiguen que lo que nos importe es saber quién es el hombre que corre, porque corremos con él mientras trata de escapar entre los transeúntes del barrio más poblado del mundo, sorteando el humo y los reflejos de neón en los charcos, sin llegar a alcanzar nunca el idílico cielo azul surcado de nubes que proyectan mil veces repetido los televisores de sus escaparates.

En el reverso del tiempo

La culpa de todo la tienen esos escritores sudamericanos. De ellos Wong Kar Wai aprendió a desestructurar una historia, congelar un instante (el de la muerte) y moldearlo de nuevo hasta formar con él una película entera en la que jamás deja de llover y a cuyos desamparados personajes volveremos a ver en In The Mood for Love (2000) y 2046 (2004). Days of Being Wild (1990) es la primera cinta de esa trilogía no planeada que empezó a rodarse (como es marca de la casa) con apenas 30 páginas de guión y la extraña tarea de averiguar cuál es el color de la melancolía. Después de probar decenas de filtros, gastar mucho dinero y convertir su primera colaboración en una pesadilla, Christopher Doyle —director de fotografía— y Kar Wai decidieron que el color era el verde tabaco y formaron un equipo que duró más de 15 años y sólo se rompió en My Blueberry Nights.

Yuddy (Leslie Cheung) seduce a Su Lizhen  (Maggie Cheung) con un hermoso truco para fijar el tiempo y darle así sentido, aunque transcurra lento en el bar gris de un estadio. Yuddy la abandona, pero no la olvida. Cuando ella consigue hacerlo y decide buscar al policía que sí la quiere, su llamada suena en una cabina vacía. Entonces, en el último minuto del metraje, se ve a un hombre que fuma sentado en la cama de una angosta habitación. Se levanta y se pone la chaqueta. Se peina. Mira su reloj y se va. No sabemos quién es. Sin embargo su imagen, mientras la chica telefonea, nos hace intuir que quizá sea en el reverso de ese tiempo que tratamos de asir donde esté la esperanza. Aunque en ese momento, mientras llama por teléfono sin que nadie responda, ni siquiera Su Lizhen pueda saber que hay un hombre preparándose para salir, quizá un periodista aficionado a escribir novelas de artes marciales, con quien vivirá pared con pared varios años después. Pero esa es otra historia.

 

57 horas después me enamoré de esa mujer

“Cuanto más tratas de olvidar algo, más se fija en tu memoria”. Lo dice el personaje de Maggie Cheung en Ashes of Time (1994), la inmensa historia de artes marciales cuyo rodaje se convirtió en una epopeya de proporciones tan dantescas que tuvo que interrumpirse muchas veces. Seguramente con el fin de olvidar esa película, el director utiliza una de esas pausas para rodar otra. Una vez más sin guión y a toda prisa, Chungking Express se terminó y estrenó en tres meses. La película cuenta sucesivamente las historias de dos policías: El 223 (Takeshi Kaneshiro) y el 663 (Tony Leung), cuyas vidas ofrecen tales paralelismos que bien pudieran  intercambiarse la una por la otra (o ser una de las dos un sueño de la otra) si el azar no hubiera aparecido en algún momento en forma de billete de avión o de mujer fatal. El 223, abandonado por su novia, colecciona latas de piña que caducan un mes después de que ella le dejara e intuye un futuro más feliz en la camarera de un puesto de comida rápida a la que aun ni siquiera conoce. Cuando al fin tropieza con ella (el momento más cercano de su intimidad) sus cuerpos quedan a 0,01 centímetros de distancia. Seis horas después ella se enamorará de otro hombre.

La estructura de la película y sus relaciones internas son tan sólidas, poéticas y prodigiosas que es difícil creer que no existiera un guión. Los hallazgos visuales de Andrew Lau (en la primera parte) y Christopher Doyle (en la segunda) pueden ralentizar la acción para aislar lo importante mientras la ciudad se mueve vertiginosa, y al tiempo ser de un lirismo capaz de mostrarnos el pasado y el futuro en una misma imagen: una camisa de azafata tendida mientras un avión la sobrevuela. Lau y Doyle expresan aquí mejor que nunca la obsesión de los personajes de Kar-wai por retener el mundo que se les escapa, viviendo en un tiempo interior construido a base de fechas de caducidad, sentimentales trapos de cocina o paraísos soñados en playas lejanas. California puede ser una cafetería, un soleado lugar, un sueño escapista dentro de una canción o un puro estado mental. Si no coincidimos en la respuesta, puede que no lleguemos a encontrarnos nunca.

Chungking Express se pensó no con dos, sino con tres historias, pero la última  se quedó fuera. Sus personajes, deformados en grande angulares, serán después los de Fallen Angels (1995): un asesino a sueldo, su agente —la mujer que busca su rastro en el taburete vacío de un bar, en el código de una canción y en sus bolsas de basura— y un ex presidiario (también el 223, de nuevo Takeshi Kaneshiro) que se quedó mudo a los cinco años (la edad a la que el director llegó a Hong Kong sin saber cantonés) al comer una lata de piña caducada.  El 223 abre de noche las tiendas cerradas de otros para vender su mercancía, y trata de conservar el recuerdo de su padre filmándole mientras cocina, como solía hacer el padre de Wong Kar Wai. El padre en Fallen Angels (como el del director) regenta un hotel, el Chungking Mansions. Sus huéspedes comen rápido en el Express café. Pero esa es otra película.

 

El lugar cuenta la historia

“Dejamos Hong Kong para volver a empezar”. Los protagonistas de Happy Together obligaron a Wong Kar Wai y su equipo a cruzar medio mundo para filmar una historia de amor de imposible futuro entre dos hombres. Tenían dos folios de sinopsis y sabían cómo eran ellos. Sólo necesitaban un lugar donde colocarlos y si su amor era un tango de Piazzola, la ciudad era Buenos Aires.  Allí pasaron seis meses de infierno, sin entender el idioma, agotados, hasta que consiguieron destilar la historia de sus amantes de entre los azulejos sucios de la cocina del Hotel Riviera y las desoladas calles de la decadente Boca, donde un taxi y un hombro pueden ser el único lugar el que refugiarse, una vez se ha renunciado al paraíso perdido.

Después de aquello, In the Mood for Love fue como volver a casa: Un piso cuyas habitaciones comparten los chinos exilados en Hong Kong que hablan en mandarín y mantienen sus costumbres, como aquel donde vivió el niño Wong cuando llegó a la colonia con sus padres en el 63. Un lugar en el que mantener un secreto es casi imposible. Allí habitan, puerta con puerta, Su Lizhen Chang (Maggie Cheung) y el señor Chow (Tony Leung) que un día, por culpa de un bolso y una corbata, descubren que sus parejas les engañan. El director encuentra la música de la película en una calle de Bangkok tan desolada que el sentimiento de pérdida se filtra entre los desconchones de sus paredes con esa lluvia que cae sin cesar. Y allí les deja deambular a cámara lenta, tratando de representar los papeles de la mujer adúltera y el marido infiel que nunca aparecen en la pantalla. Mientras intentan reproducir teatralmente el engaño, son a la vez sus parejas en el pasado y quizá ellos mismos en un hipotético futuro que jamás llegará. Ella se lleva esa posibilidad a Shanghai. Él la guarda como un secreto susurrando su historia en el hueco de un árbol de un templo camboyano.

Recuerdos del futuro

In the mood for love sólo iba a ser un episodio de media hora en una película de tres historias sobre la comida. Pero creció tanto que eliminó a las otras dos y se desdobló en 2046, una inmensa ópera a medias futurista, de rodaje enloquecido y, en parte, paralelo. 2046 es el número de la habitación de hotel donde Su Lizhen y su periodista escribían novelas de artes marciales. 2046 es también el último año en que, se supone, Hong Kong seguirá siendo lo que es hasta que China recupere, en el 47, el control sobre su sistema económico. Y es también la novela poblada de bellas androides de respuesta retardada que escribe un Chow bastante más cínico varios años después, tratando de recuperar sus recuerdos perdidos para descubrir sólo que algunos finales no se pueden reescribir.

 

En su intento de cambiar el pasado en el futuro, pudiera parecer que el director perdió alguna historia. Las otras dos tramas pensadas en principio para In the Mood for Love quedaron fuera. Una, cuenta Kar-wai, trataba de un secuestrador y su rehén. La otra, del dueño de un restaurante y su clienta, que posiblemente imaginó de ojos rasgados. Seguramente entonces no pensó en Jude Law y Norah Jones comiendo un pastel de arándanos. Postre oportuno porque, olvidé decirlo, Wong Kar Wai odia la piña. Pero eso es My blueberry nights.

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