03 PM | 12 Ene

ANTES DEL DILUVIO.-ALBERTO MANGUEL

Cada fin de año, como pequeños y enérgicos dioses, los editores de los suplementos literarios encargan, a ciertos modestos Noés, la construcción de arcas literarias para salvar del olvido unos cuantos libros recientes. Menos generosas que su ilustre modelo, las listas de elegidos son necesariamente fragmentarias: suben por la estrecha rampa algún ursino Vila-Matas, alguna Rosa Montero variopinta, un trío de Javier Marías, un Juan Goytisolo solitario y singular. Pocas veces las listas coinciden. “En la literatura como en el amor”, escribió el alguna vez ilustre y ahora nada recordado André Maurois, “suele sorprendernos lo que los otros eligen”.
Si, como dice el Eclesiastés, “no hay fin de hacer muchos libros y el mucho estudio aflicción es de la carne”, entonces para algo servirán esas listas que resumen catálogos y proponen atajos. Las primeras fueron establecidas en Alejandría donde, para guiar a los lectores por los infinitos anaqueles de la Biblioteca, los bibliotecarios propusieron selecciones comentadas de los libros que, en su opinión, eran los mejores en cada área. La autoridad de estos eruditos avalaba sus listas; en estos casos, como bien sabemos, es mejor conocer a la madre del borrego.
Agradezco al listero que me propone, como ficciones magistrales, Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos; La buena terrorista, de Doris Lessing, y la Historia universal de la infamia, de Jorge Luis Borges. Pero no es lo mismo que la propuesta venga de mi librero favorito o que la sugiera un cierto coronel Gaddafi. Los libros cambian con sus lectores.
Es que aquello que los lectores eligen no define la fauna literaria, define a sus lectores. Mejores, peores, más importantes, más divertidos, los libros de nuestras listas son el catálogo de nuestras propias calidades, defectos, inteligencia, emociones que cambian con la edad y con la experiencia.
Adolfo Bioy Casares cuenta que en su primer encuentro con Borges éste le preguntó a qué autores admiraba más “en este siglo o en cualquier otro”. “A Gabriel Miró, a Azorín, a James Joyce”, contestó el joven ecléctico.
Respuestas igualmente desconcertantes aparecen cada mes de diciembre en los suplementos literarios del mundo entero. “Éstos son los autores norteamericanos más importantes de todos los tiempos”, proclamó hace algunas navidades la revista francesa Lire: “Raymond Chandler, Faulkner, John Fante”. Hace unas semanas, Michel Tournier (que no tenía hasta ahora reputación de idiota) eligió como libro del año en The Times Literary Supplement la nueva novela de Amèlie Nothomb, Ni d’Eve ni d’Adam, que ya había propuesto, naturalmente sin éxito, para el Premio Goncourt. En cierto diario italiano, un célebre crítico de cuyo nombre no quiero acordarme, coronó como el mejor libro de 2007 la obra completa de Dario Fo, “el Shakespeare del siglo veinte”, juicio que, si exacto, haría de Shakespeare el Dario Fo del siglo diecisiete. “Sobre gustos no hay nada escrito”, escribió alguien que nunca abrió un suplemento literario.
Oscar Wilde arguyó que hacer listas de lo que hay que leer es una tarea inútil o perniciosa, puesto que un auténtico aprecio por la literatura es siempre cuestión de temperamento y no puede ser enseñado. Propuso en cambio listas de lo que no hay que leer: las obras teatrales de Voltaire, la Inglaterra de Hume, la Historia de la filosofía de Lewes… Siguiendo su ejemplo, Mark Twain opinó que la mejor forma de iniciar una biblioteca es evitar las novelas de Jane Austen. Prevenir, dicen, es mejor que curar. ¿Se atreverán nuestros suplementos literarios a tales osadas alternativas? –
Alberto Manguel es autor de La biblioteca de noche (Alianza).

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