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10 PM | 21 Abr

El nacionalismo y la izquierda

El nacionalismo y la izquierda

De un tiempo a esta parte nos hemos acostumbrado a discutir evidencias. ¿Cómo hemos podido olvidar que la izquierda es internacionalista?

No hay nada peor que olvidar lo evidente, así que de vez en cuando conviene recordarlo. Que lo haga esta vez la filósofa italiana Donatella di Cesare, quien no hace mucho declaró al semanario L’Espresso: “Toda la tradición de la izquierda ha analizado siempre los acontecimientos desde una óptica mundial, muy pocas veces nacional o, peor, nacionalista. La idea de que deba prevalecer el interés de un proletariado nacional, francés o italiano, no ha sido nunca de izquierda. La izquierda es internacionalista o no es”.

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12 AM | 20 Abr

LA BELLEZA PESE A TODO. jonas mekas

El director de cine Jonas Mekas
El director de cine Jonas Mekas JAIME VILLANUEVA

Los hermanos Mekas, Adolfus y Jonas, llegaron a Estados Unidos en 1949 en uno de los barcos que llevaban refugiados europeos que huían de la Segunda Guerra Mundial. Su país natal, Lituania, había sido invadido por los soviéticos en 1940 y un año después por los alemanes. Después de haberse unido a la resistencia en Lituania, los Mekas habían abandonado el país en 1944. En su periplo fueron detenidos y pasaron ocho meses en un campo de trabajo nazi en Hamburgo. Consiguieron escapar, pero fueron detenidos y estuvieron hasta 1946 en un campo para personas desplazadas. Cinco años después de haber dejado su casa consiguieron subirse a uno de los barcos de Naciones Unidas para refugiados.

El Estados Unidos al que llegaron se proyectaba como un país hegemónico y que, para bien y para mal, no se desentendía de lo que pasaba fuera de sus fronteras. La posguerra y el descubrimiento del horror habían despertado un sentimiento de solidaridad en Occidente. Aunque su plan inicial era ir a Chicago, los Mekas se instalaron en Williamsburg, Brooklyn, como muchos otros inmigrantes lituanos. Su historia acaba bien: juntos fundaron la revista Film Culture, centrada en el cine underground,Jonas escribía una columna de cine en The Village Voice y creó lo que acabaría siendo el Anthology Film Archives, uno de los archivos de cine de vanguardia más importantes del mundo. Fue también un habitual del paisaje de la contracultura neoyorquina.

Unos meses después de llegar a Estados Unidos, Jonas Mekas (1922-2019) compró su primera cámara y comenzó a grabarlo todo. Se empeñó en registrar la nueva vida que comenzaba, tal vez porque sabía lo que es quedarse sin nada. Rodaba y rodaba y lo almacenaba todo. Después volvía a ese material que editaba y del que nacían sus diarios filmados, con su característica voz en off,que acompaña imágenes cotidianas, a veces familiares, a veces íntimas. En ocasiones, esa voz explica por qué ha elegido una secuencia, otras solo transmite una idea, una reflexión en la que se dan la mano una comprensión profunda del ser humano y una cierta inocencia en la mirada necesaria para descubrir la belleza allí donde se posa.

Esa sensibilidad aparece también en sus libros de diarios, en los de cine, en los de entrevistas con otros cineastas y en su poesía. Además de mostrar la belleza de las cosas simples y de ser capaz de atraparla, transmitirla y conservarla, algunas de las películas de Mekas funcionan también como crónicas del exilio o retratos de la vida íntima del refugiado: cuentan cómo se construye la vida desde cero en otro lugar, qué pasa con lo que queda atrás, qué pasa cuando se ha perdido todo, qué pasa cuando el mundo que conoces cambia y se vuelve irreconocible.

Como sucede con otros relatos de refugiados, como La analfabeta, de Agota Kristof, los diarios filmados de Mekas son la historia de un hombre obligado a reinventarse a sí mismo. Se definió alguna vez como un historiador del exilio. El título de uno de sus diarios filmados no puede ser más contundente: Lost, lost, lost. “Yo estuve allí, el cronista, el diarista. Lo grabé todo. Y no sé, ¿estoy cantando o llorando?”, dice Mekas. Reminiscencias de un viaje a Lituania, un diario sobre la primera vez que volvió a Lituania, es un relato emocionante y contenido sobre el reencuentro, la emigración y la imposibilidad de volver a la situación anterior. Sus películas no tienen trama, rompen con el esquema formal y narrativo del cine convencional, tiene algo de collage de fragmentos de vídeos caseros. Jonas Mekas acabaría siendo uno de los cineastas underground más prolíficos e influyentes, una referencia obligada para cineastas que rompió con el lenguaje cinematográfico de artificio de Hollywood.

Puede que el secreto de su cine esté en su capacidad para capturar y transmitir siempre, incluso en las peores circunstancias, la alegría de vivir. Mekas decía que perdió su paraíso con la invasión soviética de Lituania. Hasta entonces, en el pueblo en el que vivía, Semeniškiai, no pasaba nada. Respondía a la definición de democracia atribuida a Churchill: en una democracia cuando llaman a la puerta a las seis de la mañana, sabes que es el lechero. Después del horror, al contrario de lo que decía Adorno sobre escribir poesía después de Auschwitz, Mekas trató de buscar la poesía en la vida cotidiana.

Lo que le interesaba a Mekas eran los momentos en los que la vida se revela y que son al mismo tiempo comunes e irrepetibles. Mekas siempre ha querido filmar las cosas que hacen que la vida valga la pena. Tal vez porque cuando las certezas desaparecen, la duda empuja a buscar una verdad que puede encontrarse en la belleza.

Aloma Rodríguez es escritora y miembro de la redacción de Letras Libres.

(tenemos que hacer un hueco en nuestras proyecciones,Félix)

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09 PM | 15 Abr

el aroma de los tilos

últimamente paseo de noche por Vilafranca: sí, soy aquella sombra nada amenazante que, a primera hora de la madrugada, recorre las calles de la ciudad con un libro de poesía en la mano. Hará tres semanas, durante mi trayecto, percibí una fragancia dulzona al pasar bajo unos árboles que parecen montar guardia ante el viejo instituto. La relacioné con el aroma empalagoso del jazmín, que, como es sabido, uno distingue más nítidamente cuando se pone el sol.

Ya en casa, aún con el recuerdo de ese aroma en mi memoria, busqué en mi biblioteca el libro de los poetas de Al-Ándalus, traducidos por Josep Piera, hace un porrón de años. Creía recordar que en uno de esos versos tan hermosos aparecía el jazmín, implicándonos en la sensualidad de su llamamiento. Pero nada encontré. ¿Acaso había confundido esa referencia con la del toronjil? Entonces se me ocurrió que Marià Manent debió de decir algo sobre el jazmín. Fue en vano. ¿Había cambiado su fragancia con la de los tilos?

Yo suponía que lo que había percibido era aroma de jazmín. Sin embargo, al cabo de unos días pregunté a mi amiga Isabel qué árboles eran aquellos que olían tan bien, los de delante del viejo instituto. “Son tilos –me respondió–. De flores amarillas. Su fragancia no es tan untuosa como la del jazmín”. Me vino a las mientes el poema de Manent que había releído recientemente, Sentint per primera vegada l’aroma dels til·lers florits, que empieza así (traduzco): “¡Aroma de tilos floridos, tan nueva y dulce / para mí! No despiertas ni un ápice de recuerdo. / El pasado no se filtra en esta sombra de oro: / solo vive tu sueño, dulce arboleda”.

Había confundido el perfume de los tilos con el del jazmín. Pero la poesía, astutamente, me había mandado una señal inequívoca. Como Manent, yo tampoco disponía de ningún recuerdo del perfume de los tilos, aunque una vez tuve una ramita en la mano. Hace diez años. Doña Paquita, que para entonces ya había perdido la memoria, dejó encima del parabrisas de cada uno de los coches de los que celebrábamos la verbena de San Juan, cerca de su casa, en plena naturaleza, una ramita de ese árbol, sombra de oro, cual firma de un fantasma. Cortada, no olía, a diferencia de las ramas floridas que penden sobre las calles de mi ciudad, tan odorantes, este año de abundante agua, que hacen llover miles de florecillas amarillas sobre el asfalto.

JORDI LLAVINA

Me recuerda la plaza de los tilos a la que voy habitualmente

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07 PM | 14 Abr

a nuestros amores

¿No cree que se pueda morir de amor? El otro día me dijo que había amado. ¿Pero qué es el mundo? Debe despreciar a las mujeres que le aceptan tal como es y despiden al último amante para atraerle a sus brazos con los besos de otro en los labios”.

La primera imagen de A nos amours nos muestra a Suzanne (deslumbrante debut cinematográfico de una Sandrine Bonnaire con exactamente la misma edad que el personaje que interpreta), leyendo un fragmento de la obra teatral que está ensayando durante las colonias de verano (Con el amor no se juega, tragicomedia romántica escrita en 1834 por Alfred de Musset). Un texto que vaticina el errático deambular de la adolescente protagonista en su precoz incursión en el siempre complejo mundo de las relaciones sentimentales y sexuales, agravado en este caso por el sentimiento de insatisfacción que le provoca su consciente incapacidad de amar (“¡Eres una orgullosa! ¡Ten cuidado! Tienes dieciseis años y no crees en el amor”, se diría que le recrimina en un momento su hermano Robert – Dominique Besnehard – recitando un párrafo del texto de Musset).

De pie, en la proa del barco de su hermano Robert, Suzanne parece buscar en el horizonte el verdadero sentido de aquello que es llamado ‘amor’ ( “la felicidad es una perla escasa en el océano de este mundo”, escribe Musset) pero muy pronto desiste de su empeño para girarse con una sonrisa hacia sus compañeros de travesía. Y así, después de distanciarse de su novio Luc (Cyr Boitard), la protagonista transitará de amante en amante, en una actitud entre fatalista y resignada que acabará convirtiéndose en una dramática huida hacia adelante (“No es muy agradable vivir sin querer a nadie”, le confiesa en un momento a uno de sus amantes; y más tarde, después del enésimo y violento enfrentamiento con su hermano Robert: “A veces estoy harta de vivir. Solo soy feliz cuando estoy con un tío”).

Hay, en la conducta de Suzanne, una reacción de respuesta al asfixiante ambiente familiar: madre frustrada (Evelyne Ker), víctima de cada vez más recurrentes ataques histéricos, hermano reprimido (en su evidente e inconfesada atracción por Suzanne) y padre exhausto (el propio Pialat) después de años de monótona convivencia, tal como le confesará a Suzanne en una de las mejores secuencias de la película (“Llega un día en que ya no puedes más. Creo que a mí me ha llegado”, se sincera el padre ante su hija poco antes de abandonar el hogar familiar ).

Con la ausencia del padre, único referente sentimental de la protagonista (“Cuando conozco a un tío pienso en mi padre. Me pregunto si le gustaría”), indefensa ante la actitud hostil de Robert y la madre, el desamparo de Suzanne es ya absoluto, y el personaje se verá abocado a un exilio (plasmado en la bella y tristísima imagen de la protagonista vagando sin rumbo bajo la lluvia) que únicamente podrá evitar en el último momento cediendo ante lo comúnmente establecido como correcto y aceptando un matrimonio que le ofrezca, sino amor ni felicidad, un estado de aparente y (únicamente transitorio) sosiego.

Según parece, el personaje del padre moría en el guion original. Sin embargo, durante el rodaje, Pialat cambio de opinión e hizo irrumpir a su personaje en la penúltima secuencia de la película (sin previo aviso y obligando a los actores a improvisar sus reacciones) para dinamitar la aparente normalidad familiar imperante ocho meses después de la boda de Suzanne. Un acto de rebelión con el que Pialat (padre y director) parece querer proporcionar a su protagonista una última y definitiva vía de escapatoria para proseguir su errática búsqueda de la felicidad.

David Vericat
© cinema esencial (enero 2016)

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