ÚLTIMOS ARTÍCULOS

10 PM | 27 Nov

EL CONFORMISTA

Marcello Clerici cena en la casa de Giulia, su novia. Pero en la velada hay tensión. La madre de la joven recibe un mensaje anónimo que la preocupa: le dicen que no permita que su hija se case con él, que el padre de Clerici sufre una complicación neurosiquiátrica de origen sifilítico y que es posible que el hijo la haya adquirido de manera congénita. El hombre calma a ambas mujeres, les asegura que la enfermedad de su padre tiene otro origen, y para que estén aún más tranquilas afirma que se someterá a exámenes. La madre de Giulia respira aliviada y le cuenta a manera de confidencia ingenua que en la infancia su hija sufrió de paperas, escarlatina… “enfermedades profundamente morales”, como anota él, para dar por terminada la perorata de su futura suegra.

Puede que este filósofo de 34 años no tenga una sífilis, pero tiene una enfermedad que lo corroe a él y a una parte de la sociedad italiana de esos tiempos fascistas en los que se sitúa este filme. Una enfermedad del espíritu que lo hace obsecuente con el poder, para así salvar su pellejo a cualquier costo. Una enfermedad que convirtió a muchos italianos en ciegos, sordos, mudos y sobre todo en indiferentes. Una dolencia que Bernardo Bertolucci describe magistralmente –y no exento de dolor- en El conformista (Il Conformista, 1970), según la novela homónima de Alberto Moravia publicada en 1951 y que el director italiano transforma en una obra de grandes pretensiones estéticas y narrativas, las que a cabalidad satisface.

El conformista (Il Conformista, 1970)

Stefania Sandrelli en El conformista (Il Conformista, 1970)

El filme es la historia de un hombre pusilánime, hijo de una madre morfinómana y un padre con enfermedad mental y por ello criado en un ambiente donde -según él- no era posible ser normal. Además en su adolescencia tuvo un encuentro ambiguo y violento con un hombre, lo que le dejó un complejo de culpa que lo hace sentir distinto. Y ser distinto en esos tiempos no era bueno. Para remediarlo, Clerici (un magnífico Jean-Louis Trintignant) quiere casarse con una mujer del común y quiere ser fascista; es más, quiere ser de la policía secreta y perseguir a los antifascistas. ¿Una súbita convicción? Esa palabra no cabe en su vocabulario. Es sólo miedo a ser señalado o juzgado como diferente. Quiere perderse en la masa anónima, quiere encajar. Ese es su sueño.

Stefania Sandrelli en El conformista (Il Conformista, 1970)

Stefania Sandrelli en El conformista (Il Conformista, 1970)

Para contarnos sus avatares, Bertolucci recurre a una estructura narrativa de continuos y a veces inesperados flashbacks que se desprenden a lo largo de una larga ruta terrestre que Clerici hace una mañana de invierno en un auto. Su desplazamiento lineal lo lleva, sin embargo, hacia atrás en el tiempo, cuando mueve sus contactos para ser aceptado en el Partido, cuando ultimando los detalles de su boda con Giulia ha de confesarse ante un sacerdote y allí describe lo que le pasó con Lino, un chofer pedófilo que quiso seducirlo. Seguimos junto a él en el momento que viaja a París de luna de miel, pero encubierto lleva una misión: liquidar a un exiliado antifascista, antiguo profesor universitario suyo. A medida que el viaje avanza -y sus planes pasan de presunto rescatador heroico a testigo impotente- vamos atando todos los cabos de una historia que se torna repentinamente compleja por la aparición de un personaje tan enigmático y resuelto, que para el reprimido Clerici –anhelante de tener una personalidad tan contundente- resulta irresistible: se trata de Anna, la joven esposa francesa de Quadri, el catedrático que nuestro dubitativo protagonista debe asesinar.

Jean-Louis Trintignant en El conformista (Il Conformista, 1970)

Jean-Louis Trintignant en El conformista (Il Conformista, 1970)

La aparición de Anna (interpretada con un inocultable y andrógino dejo a Marlene Dietrich por la francesa Dominique Sanda) rompe el esquema mental que nos habíamos trazado con los eventos que el filme relataba hasta entonces y que apuntaban al fracaso de una prueba de fuego que los miembros del Partido le habían dado a nuestro protagonista para probar su valor y compromiso, y que dadas su cobardía y falta de claridad ideológica no era difícil pensar que estaba condenado a fallar para ser, a su vez, liquidado por Manganiello, un agente encubierto que le han asignado para velar por que cumpla su misión (personaje que podría ser una proyección mental de Clerici, pues no lo vemos u oímos en relación con nadie más en el filme). Pero este hombre se siente muy afectado por esta hermosa mujer que de antemano descubre sus planes, trata de convencerlo –entregándosele- de que no le haga daño a su esposo e incluso seduce a Giulia (la bella Stefania Sandrelli), como muestra de su naturaleza inaferrable. ¿Cambiará Anna los planes del asesinato? ¿Lo que siente por ella logrará estremecer a Clerici y –por primera vez- dejará de cumplir las órdenes de los demás? ¿Se sacudirá de años de represión, indecisión y temor? ¿Traicionará su naturaleza cobarde? El filme está ahí, deseoso de resolver cada una de estas preguntas.

Sin embargo no deben esperarse milagros. En un momento dado del filme Clerici y Quadri hablan del mito de la caverna de Platón y entendemos que los personajes de este filme son como los prisioneros de esa caverna, gente que sólo ve sombras y reflejos y no la realidad. Tan confusos como convencidos de estar disfrutando de comodidad, seguridad y ventajas, ven sólo lo que les ponen frente a sus ojos, incapaces de entender que hay otra realidad, más completa, más compleja, donde es posible pensar, opinar, disentir. Donde, a lo mejor, es posible correr el riesgo de ser libres. El componente de inseguridad, temor y pasiva ignorancia que nutrió al fascismo, contado a través de una metáfora milenaria que la película resuelve con unas imágenes que lo dicen todo.

El conformista (Il Conformsita, 1970)

Jean-Louis Trintignant y Dominique Sanda en El conformista (Il Conformista, 1970)

La descripción de todos estos hechos, brillantemente ejecutada por un Bertolucci que aún no cumplía treinta años de edad, dio lugar a un filme asombroso no sólo por su sofisticada estructura narrativa, sino además por su belleza y riesgo estéticos, obra del dotado cinematografista Vittorio Storaro y de la labor de paciente artesano del director de arte Ferdinando Scarfiotti, que juntos logran un largometraje que es cúmulo de sorpresas visuales, donde la cámara –convertida en uno más de los personajes- se toma unas libertades que parecen a veces desafiar los límites espaciales y físicos, mientras llena los espacios de luz, sombra y colores, en un juego que se complace en su propia belleza de ángulos expresionistas, largas sombras y atrevidas composiciones. Una intensa y simbólica descarga cromática de azules, rojos, verdes y amarillos se vive aquí, en medio de impresionantes locaciones romanas de corte fascista que contrastan con ambientaciones parisinas de gran lujo y festiva alegría. Un disfrute formal que a más de cuatro décadas de su estreno todavía luce moderno, desafiando los años gracias al cuidado puesto a sus esmerados valores de producción, alineados todos al servicio de un relato que se funda y se apoya –curiosamente- en un personaje ambiguo, vacío y falso como Clerici.

El conformista (Il Conformista, 1970)

El conformista (Il Conformista, 1970)

Falso, esa es la palabra exacta. Cuando el filme empieza lo vemos acostado en el lado de una cama e iluminado por una luz roja intermitente, cual personaje de film noir esperando una llamada que lo mueva a la acción. A su lado duerme una sensual mujer desnuda a la que ni siquiera mira. Parece uno de esos detectives hard boiled de las novelas de Raymond Chandler, pero en realidad es un cobarde que no provoca sino desprecio. Bertoluccci -que siempre lo ve desde fuera y desde una enorme distancia- no siente cariño por él (cómo realmente no lo siente por ninguno de los personajes: se nota que no quería que viéramos a alguien como víctima en ninguno de los bandos). Este director -en esa época un hombre de ideas marxistas, de radicalismo de izquierda y seguidor del análisis freudiano- quiere a través del personaje mostrarnos lo que el marxismo pensaba de la naturaleza del fascismo.

Los dogmas tradicionales veían al fascismo como la forma más extrema del capitalismo, donde por medio de un estado totalitario las clases superiores mantenían oprimido al pueblo; las nuevas ideas marxistas, basadas en el pensamiento de Wilhelm Reich, explicaban el fascismo mediante la represión sexual. Como vemos, el filme muestra ambas tendencias: los políticos y dirigentes fascistas italianos son de clase alta y trabajan en edificios de suntuosa y hasta tenebrosa arquitectura; mientras Clerici desea ser fascista para reprimir del todo sus impulsos sexuales latentemente homosexuales y de los cuales parece sentir culpa. Bertolucci, sin embargo, no se queda en esta idea casi cliché, sino que la extiende para cubrir las enormes contradicciones de los seguidores del fascismo: “el caos, las distorsiones grotescas, la histeria de la personalidad y sus confusiones políticas” (1).

El conformista (Il Conformista, 1970)

Jean-Louis Trintignant y Stefania Sandrelli en El conformista (Il Conformista, 1970)

Las ideas de Bertolucci también van en consonancia con las de uno de sus ídolos y mentores, Jean-Luc Godard, de alguna forma inspirador político y hasta estético del filme, y quien fue extrañamente homenajeado por Bertolucci, tal como él director italiano lo recuerda: “Por encima de todo, El conformista es una historia acerca de Godard y yo. Cuando le di al personaje del profesor [Quadri] el número de teléfono y la dirección de Godard lo hice como una broma, pero después de eso me dije, ‘Bien, quizá todo tenga algún significado… yo soy Marcello [Clerici] y hago películas fascistas y quiero matar a Godard que es un revolucionario, hace películas revolucionarias y fue mi maestro’…” (2). Es probable que la broma haya ido demasiado lejos y que Godard se haya molestado por ello, tal como recuerda anecdóticamente Bertolucci en una entrevista con Stuart Jeffries publicada en el periódico inglés The Guardian (22 de febrero de 2008) y en la que describe como la noche del estreno del filme en París en 1970 esperaba a que Godard saliera de la función y le diera su opinión. La cita era en las afueras de la farmacia Saint Germain y hasta allá llegó Godard a la medianoche: “Él no me dijo nada. Me dio una nota y luego se fue. Veo que era un retrato de Mao con algo escrito con el puño y letra de Godard. La nota decía: ‘Tienes que luchar contra el individualismo y el capitalismo’. Esa fue su reacción a mi película” (3). No era de extrañarse tal respuesta, pues ese momento corresponde a un periodo particularmente radical de Godard en lo político y El conformista con su complejidad formal está lejos del cine que el director francés hacía en ese momento y que era el único que interpretaba como válido. “Yo ya había concluido el período en el que ser capaz de comunicarse sería considerado un pecado mortal. Él no” (4), se lamentaba Bertolucci que sentía una admiración reverencial por el realizador francés.

El conformista (Il Conformista, 1970)

Dominique Sanda y Stefania Sandrelli en El conformista (Il Conformista, 1970)

Puede estar tranquilo, a diferencia de algunas obras de Godard realizadas en esos años, estrechamente ancladas a un tiempo y a un lugar, y que por ende han envejecido mal, El conformista continúa maravillando. Crónica de un desasosiego espiritual que devino en una tragedia moral que afectó el destino de muchos seres, fue para Bertoluccci constatación de sus enormes capacidades como artista y expresión de un momento particularmente brillante de su incipiente obra, que continuaría manifestándose en filmes posteriores como Último tango en París (Ultimo tango a Parigi, 1972), Novecento(1976), La luna (1979) y El último emperador (The Last Emperor, 1987). Ante semejantes alturas el declive que ha experimentado su filmografía en los últimos años se antoja aún más incomprensible y doloroso. Pase lo que pase y cuando el juicio de la historia llegue, hemos de recordar que Bertolucci nos legó con El conformista una película fundamental, desproporcionada en su exquisita belleza y en su capacidad inaudita de lacerar nuestras conformes y amodorradas conciencias.

Referencias:

1. Robert Philip Kolker, Bernardo Bertolucci, Nueva York, Oxford University Press, 1985, p. 94

2. Marilyn Goldin, “Bertolucci on The Conformist”, en: T. Jefferson Kline, Bruce Sklarew, Fabien S. Gerard, eds., Bernardo Bertolucci: Interviews, Jackson, University Press of Mississippi, 2000, p.67

3. Stuart Jeffries, “Films are a way to kill my father”, sitio web: The Guardian, disponible en: http://www.guardian.co.uk/film/2008/feb/22/1, consulta: noviembre 29 de 2012

4. Ibíd.

Publicado originalmente en la revista Kinetoscopio No. 91 (Medellín, vol. 20, 2010). Págs. 116-120
©Centro Colombo Americano de Medellín, 2010

©Todos los textos de www.tiempodecine.co son de la autoría de Juan Carlos González A.

Compártelo:
05 PM | 20 Nov

Secretos y mentiras

Secretos y mentiras (Secrets & Lies, 1996), de Mike Leigh.

“Secretos y mentiras. Todos sufrimos. ¿Por qué no podemos compartir el dolor?”

1996_enfilme_7s773

Tras la muerte de su madre adoptiva, Hortense Cumberbatch (Marianne Jean-Baptiste), una joven optometrista negra, decide emprender la búsqueda de su madre biológica, que resulta ser Cynthia Rose Purley (Brenda Blethyn), una mujer blanca de clase obrera.

Mike Leigh, soberbio escultor en celuloide de personajes hechos de carne, piel y huesos, erigió con Secrets & Lies un magistral monumento al drama contemporáneo. Una historia en la que los secretos de unos y otros acarrean mentiras y un sinfín de dolorosas emociones inherentes a la tragicómica naturaleza del ser humano. Siguiendo el singular “método Leigh”, buena parte del guión, firmado por él mismo, se construyó de manera improvisada a partir del contacto de los distintos miembros del reparto con los rasgos personales y circunstanciales de sus personajes. La película se alzó con la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 1996.

Encontramos al comienzo de Secretos y mentiras dos segmentos de trama que terminan por confluir con el transcurso de los minutos. Por un lado está la línea narrativa que sigue a los personajes de Maurice (Timothy Spall) y su mujer Monica (Phyllis Logan); y a los de Cynthia y su hija Roxanne (Claire Rushbrook). Maurice, exitoso fotógrafo de eventos sociales y escenas familiares con estudio propio, y Cynthia, la histérica trabajadora de una fábrica de cartones, son hermanos, pero últimamente andan algo distanciados. El inminente veintiún cumpleaños de Roxanne, barrendera del ayuntamiento de personalidad aún más ordinaria que la de su progenitora, por la que Maurice y su esposa Monica siempre han sentido un cariño especial dada la imposibilidad de ambos de tener hijos, supone una excelente oportunidad para reactivar las desgastadas relaciones de la familia. Por otro lado está la línea argumental que sigue a Hortense, la joven negra que después de la muerte de sus padres adoptivos, inicia la búsqueda de su madre biológica, que, como ya hemos dicho, no es otra que Cynthia.

Con una puesta en escena sobria y realista, intencionadamente feúcha si se quiere, en la que predominan los tonos grisáceos y pálidos de la fotografía de Dick Pope, Leigh opta por una narración esencialmente de interiores, en la que destacan secuencias como aquella de la cafetería en la que Cynthia se da cuenta de que es en verdad la madre de Hortense, filmada por el director británico mediante un plano medio corto ininterrumpido de unos ocho minutos de duración, o aquella otra durante la celebración de la fiesta de cumpleaños de Roxanne en la casa de Maurice, tras el larguísimo plano del almuerzo familiar en el patio, en la que los personajes exorcizan parte de sus secretos alcanzándose unas cotas de intensidad dramática pocas veces vistas en una pantalla de cine.

ed8f353c-d62a-438a-984b-a127184812f2

Más allá del mayor o menor talento que puedan tener sus intérpretes (Leigh siempre ha sabido rodearse muy bien al respecto), el autor de Another year es uno de los mejores directores de actores del mundo, lo que da lugar en cada uno de sus trabajos a interpretaciones brillantísimas: la de David Thewlis en Indefenso (Naked, 1993), la de Imelda Staunton en El secreto de Vera Drake (Vera Drake, 2004), la de Lesley Manville en Another year (2010), la de Timothy Spall en Mr. Turner (2014), o la de Brenda Blethyn aquí; tragicómica en el sentido más pleno de la palabra, ya que lo mismo te hace reír que llorar.

Cinta clave en la cinematografía de los noventa, Secrets & Lies constituye una de las tres obras maestras que jalonan la trayectoria de uno de los realizadores vivos más importantes.

del BLOG esculpiendo el tiempo RICARDO PEREZ QUIÑONES

Compártelo:
04 PM | 13 Nov

Lola montes

Lola Montes

Photobucket
Ophuls construye la narración de ‘Lola Montes’ (1955) haciendo visible que estamos en el terreno de la representación, como evidencia de que la vida de Lola (Martine Carol) se ha convertido, para los demás, en un mero escenario, donde sus emociones quedan desdibujadas. Presentada, en la primera secuencia, por el director de pista del circo (Peter Ustinov) como la próxima ‘atracción’, la narración, fragmentada y sin orden temporal, de su pasado (de la selección que se realiza del mismo), se alterna con la progresión del número circense. El relato de su vida, guiado por el director de pista, es parte de esa representación, y pasajes de su vida son visualizados mientras que otros son escenificados en la arena del circo. Una vida que se ha convertido en ficción, en relato, interpuesta y mediatizada por el interés del narrador y las expectativas de los interrogantes espectadores. Y Lola Montes, la mujer que siente, ya no es más que una figura, o personaje, cual mariposa clavada con un alfiler. La vida de Lola es presentada por el director como una ‘serie de escándalos de una femme fatale’. Ese es su estigma, por su condición de ‘diferente’ por que la mujer real, como su exuberante y visceral danza, es alguien que vivía sin cortapisas, de modo espontáneo, sus deseos y emociones, sin, por ejemplo, hacer discriminación de la posición del hombre que deseaba. No buscaba escándalo alguno sino que actuaba de acuerdo a su apetencia ( el escándalo está en la rígida mirada de la sociedad).
Photobucket
Una mujer indómita, por ello, que se salía del papel adjudicado a la mujer en aquella época (estamos entre 1830 y 1850), ya que daba rienda suelta a su deseo sin rubor y sin plegarlo a las conveniencias de imagen social (y por ello vulnerable a las insidiosas especulaciones, como hacen los periodistas, sobre su número de amantes, de nuevo reflejando que no importa la cualidad o calidad de la vivencia sino su representación o número; o cómo señala uno, cualquier hombre que había estado con ella cinco minutos ya hacía ostentación de haber sido su amante: estigma y ostentación parecen ir unidas como reflejo de una hipocresía). Lola ha sido fiel ante todo a su deseo, sin querer plegarse a voluntades ajenas (como sufrió con su posesivo y agresivo primer marido). Ni impone, ni se deja imponer. Y es capaz de rasgarse el corsé delante de un rey, como desgarra cualquier corsé social que quiera someterla.Lola procuraba vivir sus emociones. Por eso, se la anula, cual ejemplo de elemento perturbador (aun, de nuevo, envidiado) convirtiendo su vida en una escenificación deshabitada cual mero número circense ( y qué más preclaro ejemplo que aquel que, a través de la ascensión en una escala de acróbatas, va narrando la sucesión de amantes según su ascensión en la posición social que detentaba el amante). Lola Montes, la mujer que amaba libremente, se convierte en una mera acróbata del amor en los ojos de los demás.
Photobucket
En ‘Lola Montes’ (1955), encontramos, como en otras obras de Max Ophuls, superficies, cortinajes, cristales adornados o emborronados por el vaho, u objetos que se interponen en la visión, reveladores ya sea de la ofuscación de la mirada de quien proyecta como del condicionamiento de unas reglas o hábitos sociales de carácter escénico, cuyo cristal ahoga o desvitaliza la emoción (sino la desgarra y la mata). Incluso, como en ‘Lola Montes’ pueden ser cuerdas que penden, y oscilan, entre la cámara y los personajes, como las conversaciones de Lola con el rey Ludwig (en un escenario tras una de sus representaciones de danza española) o el tubo de la estufe que se interpone en el encuadre en la posterior con el estudiante (dentro del carruaje), tras que tenga que abandonar el país por la insurrección. Una cuerda que nos recuerda que estamos en una vida escenificada, y hecha escenario, y que condiciona la vivencia de sus emociones, pues la vida misma es representación. E interposiciones que unen la vivencia con dos personajes tan contrapuestos, ya que había sido fugaz amante del estudiante ( al recogerle en la carretera con su carruaje) antes de serlo del mismo rey. Y los espejos. En especial queda evidenciado ese desdoblamiento o escisión en la secuencia en la que el director de pista la visita para proponerle que se convierta en ‘fenómeno’ de circo. Y, por supuesto, como destacado rasgo de estilo, sus incomparables movimientos de cámara, pura musicalidad.
DEL BLG EL CINE DE  SOLARIS
Compártelo: