No tengo la habilidad que se requiere para hacer justicia a esta película. Dos días, una noche, es mucho más que cine, mucho más que gran cine, mucho más que una historia oportuna contada estupendamente con una muy consecuente sencillez de medios y con la impresionante naturalidad de Marion Cotillard, que apenas abandona la pantalla un segundo. Es también más que una detallada y tremenda crónica de nuestro tiempo lograda sin pasar del dintel de las puertas, y más que el aldabonazo que dilata las pupilas según explica Gregorio Morán en el artículo de La Vanguardia que sigue, un texto estupendo que, sin embargo olvida lo que para mí hace única e inmensa esa película: el luminoso y certero final que libera lo que se ha ido fraguando más o menos conscientemente en el espectador, la brillante, auténticamente revolucionaria y positiva respuesta a un dilema insoluble, que me hace discrepar del final de ese artículo. Porque, lo que se aprende con Dos días, una noche, le hace a cualquiera más humano y más sensible. E incluso más optimista. Porque, a pesar de todo, además de chorizos, fantasmas y mesías, sigue habiendo gente muy lista. Como los hermanos belgas que la han rodado.