03 PM | 10 Abr

EN PRIMERA PERSONA

UN ARTÍCULO DEL AMIGO POETA “JUAN TORRES”, QUE HA SUFRIDO LA ENFERMEDAD

El pasado 20 de marzo ingresé en el Hospital Clínico de Madrid con síntomas de coronavirus tras una semana de intentos inútiles por conseguir atención médica a través de los protocolos oficiales. Ingresé en estado grave, con un cuadro de neumonía muy desarrollado. De urgencias me subieron a la planta de neumología y en ella he permanecido casi tres semanas sometido a un tratamiento cuyos detalles no sería capaz de detallar con una mínima solvencia.

El martes 31 la doctora que ha dirigido mi proceso me manifestó por primera vez que “tenía razones para ser optimista”. En 48 horas se operó el prodigio y la recuperación fue exponencial: el tratamiento había funcionado. Ahora es cuestión de semanas, de paciencia, pero ya está: he salido adelante.
La imagen de la esperanza la dan las salas de Urgencias de los hospitales sin apenas gente o las zonas de asistencia improvisadas que empiezan a desmantelarse
Todo esto no es más que una anécdota y no contiene en lo que a mí se refiere ningún elemento de heroicidad. No he combatido contra nadie ni soy un soldado movilizado en ninguna guerra. Solo soy un enfermo, eso sí, cabezota y pertinaz, que desde el primer día se mostró dispuesto a colaborar con los profesionales que le tocaran (y nunca mejor dicho) en suerte.
Así que este artículo no tendría ninguna importancia si no fuera porque durante estos días duros, angustiosos, críticos, el enfermo se ha hecho algunas preguntas. Las personales (por qué a mí y cosas de esta índole) son irrelevantes. Importan, en cambio, creo, las que nos atañen a todos, las que nos interpelan, las que nos obligan a pensar.
Preguntas que nos atañen
Acotemos, primero. Hablamos de España. Esto es una pandemia, y es el mundo entero el que está implicado. Pero el enfermo está enfermo, y débil, y la cabeza no le da para grandes análisis. El enfermo se fija en su entorno, en su red de afectos, en el tejido social y profesional que forma el andamiaje de su vida cotidiana.
Y en esa acotación territorial y social que, para entendernos, llamamos España, el enfermo percibe que en el origen de esta pandemia ha habido tres tipos de personas: las víctimas, los culpables y todos los demás.
Las víctimas son -somos- las más fáciles de retratar: enfermos, muertos, sus familias, sus afectos. La foto resultante es borrosa, movida, incompleta, pero hay foto.
En tercer lugar -luego volveremos al segundo: el ‘flash back’ fue un buen invento que ya utilizó Homero- figura una inmensa masa de personas que, sin ser víctimas directas, están en este lío irremediablemente y algún rol juegan en él. Gente anónima, ciudadanos de a pie, personas normales y corrientes que en enero empezaron a oír hablar de este extraño asunto y tres meses después han visto transformadas sus vidas en muchos casos para siempre. Dentro de este colectivo de millones de ciudadanos anónimos hay un grupo muy especial: el que está en primera línea enfrentándose a la situación como puede y cuanto puede.
Es imposible detallarlos: desde científicos y profesionales de la salud a proveedores de servicios y alimentos, desde reponedores a transportistas, desde empresarios que intentan aportar soluciones a curritos que intentan ejecutarlas, desde ingenieros que se quiebran la cabeza por hallar soluciones a la gestión de residuos o a la instalación de infraestructuras, hasta los técnicos que las implementan, en unas condiciones y con unas retribuciones en muchos casos ridículas; desde los voluntarios hasta los militares. Profesionales públicos, privados y mediopensionistas. Tantos y tantos.

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