08 PM | 28 Ene

EL SOCIOESCALÎMETRO

El socioescalímetro

Alfonso Peláez.

28/01/2021

 

Los fenómenos sociales son la suma distorsionada de todos los comportamientos individuales intervinientes. Esta ley, de un carácter similar a las leyes físicas, es el fundamento metodológico de la Sociología, en tanto que ciencia, desde hace dos siglos largos. La distorsión que desvía mi voluntad, la planificación y la ejecución de mis actos del resultado que finalmente obtendré Durckheim la llamó anomía; Marx, alienación. Entre ambos autores hay un diagnóstico y una definición bastante distintos a tenor de causas y consecuencias. Pero su etiquetamiento pone de manifiesto la temprana identificación de ese desgajamiento entre las aspiraciones vitales de cada hombre y su destino. ¡No digamos ya, de la mujer!

Un ser humano, en un entorno más o menos controlado por él, bajo mínimas interferencias externas, no solo es capaz de aproximar sus logros a unos objetivos racionales previos, a partir de unos medios dados, en un porcentaje muy considerable, sino que, también, esos logros pueden llegar a desafiar la credulidad. El porcentaje de éxito disminuirá sin remisión cuando ampliamos el ámbito y, además, diseminemos alrededor un buen número de semejantes que, en principio, no tienen por qué poseer una voluntad entorpecedora hacia nuestro actor inicial. Ampliemos aún más el teatro de operaciones y poblémoslo de muchas más gentes atendiendo a sus propias vidas. A partir de un cierto número, los vectores sociales resultantes de esa multitud ya serán, sin remisión, imponderables de trayectoria incierta, pero, con mucha probabilidad, insatisfactorios para la inmensa mayoría. Si no, para la totalidad.

Todo lo anterior no es más que el prólogo de cualquier libro de introducción a la Sociología. Aún así permítaseme un ejemplo que ponga más en evidencia mi enunciado: Yo, que vivo en la España despoblada, pretendo llegarme a ver mis vacas camperas, trashumantes, que tengo, a 100 km de distancia, pastando en las praderas montañesas. Sé, que, por la carretera comarcal, no me voy a encontrar más de cinco pastores como yo, haciendo las mismas tareas. De todos modos madrugo porque tardaré entre 90 y 100 minutos. Y eso es lo que voy a tardar, efectivamente, a menos que haya sucedido un cataclismo o se me averíe el coche. La desviación entre mi voluntad, mis actos y mis resultados siempre será tan insignificante que no me causa ningún disgusto.

Vayamos ahora al grado 2 de densidad social. Entre mi domicilio y mis vacas se interpone la capital de la provincia con una red periférica de autovías, su hora punta y el resto del catálogo de las eventualidades del tráfico rodado. Sobre la misma red, además de mí, confluirán, al tiempo, otros 15000 conductores con sus legítimos afanes del día. ¿Puedo continuar asegurando que estaré con mis vacas en 90 o 100 minutos? Difícil. La experiencia me dice que, cuando no es por A es por B, siempre hay un contratiempo que me retrasa. Sin embargo, como el contratiempo es variado e imprevisible, tampoco puedo hacer una estimación de recambio que me sirva para siempre. La sensación de descontrol no es dramática pero sí muy palpable. Normalmente, yo, y el resto, nos resignaremos de mala gana e iremos tirando para adelante. Por supuesto, siempre habrá algún inadaptado que pretenda buscar atajos ilegítimos. A estos, la sociología americana de posguerra, muy tributaria de Durkheim, los llamará outsiders.

Grado máximo de complejidad social: La Agencia Tributaria Española (Hacienda, para entendernos) me ha dado un plazo de 15 días para aportar documentación complementaria que acredite la veracidad de mi última declaración IRPF. Estoy en el último día del plazo. No por mi culpa, sino por ser hoy cuando he conseguido cita por teléfono (debe de haber miles de contribuyentes dudosos como yo). Dada la hora a que me han citado no tengo más remedio que entrar en la ciudad, aparcar en zona vigilada o parking público, presentar la documentación en las oficinas de Hacienda, confiar en que la cosa sea breve y salir zumbando de nuevo camino de las verdes praderas. ¿Seré capaz de estar con mis vaquitas en dos horas? Cada cual puede crear su propia casuística aportando al ejemplo el cúmulo de tropiezos cotidianos que quiera según su gusto y particular propensión personal al imprevisto. Lo que sí es irrecusable es que hoy yo desconozco cuándo llegaré por fin a mi deber con los animales. ¿Por voluntad propia? De ningún modo. Al contrario: por una cadena de circunstancias ajenas concatenadas, más fuertes que mi capacidad funcional de individuo único. He ahí la dictadura social a la que todos, en magnitud variable, pero todos al fin, estamos sometidos. He aquí el origen de la sensación subjetiva de carecer de control sobre la propia existencia: la anomía.

Lo anterior viene a propósito de mi interés por comprender dónde se halla el punto (cuantificable en relación al grado de satisfacción material deseada) a partir del cual mi vida discurrirá al margen de mi voluntad. Al albur de vientos provocados por el batir de alas de alguna mariposa ignota, ubicada en algún lugar remotísimo del globo (teoría del caos). Y sobre todo, me gustaría adivinar por qué este empeño, o esta conformidad, vaya usted a saber, de la mayoría en avanzar continuamente hacia escalas de dimensión planetaria, cuando se trata de resolver los problemas sociales que afectan a las personas contadas de una en una. Es decir, problemas de convivencia y de supervivencia. Problemas cuya solución suele encomendarse a actores monopolísticos que ineludiblemente, por la simple desproporción entre platillos y por la naturaleza de los monopolios, siempre inclinan la balanza a su favor, en perjuicio de usted y de mí. Del individuo, único en su existencia.

Dadas las circunstancias llevaré la cuestión a un caso específico: la vacuna, las vacunas, o la vacunación contra el COVID-19. Llamémoslo como queramos.

Un matrimonio, ambos hijos de inmigrantes, en Alemania, trabajando con su equipo en un pequeño laboratorio, readapta una estrategia curativa, inicialmente orientada al tratamiento del cáncer, para intentar la creación de una vacuna que combata la mayor amenaza reciente a la salud de la especie humana. Lo hacen rápido y bien. Sin alharacas. Me refiero a BioNtech. La brillantez del hallazgo deslumbra a cualquiera. Más aún, cuando se considera que hace un siglo, como quien dice ayer en términos de Historia, pues ayer, en la pandemia de 1918, ni siquiera se conocían los virus. Se los intuía. Algún doctor los llamó “entes de razón”. Pero todavía no se habían conceptualizado e identificado como agentes patógenos de la gripe española porque ni siquiera los científicos contaban con microscopios capaces de hacerlos visibles. A efectos de mi indagación subjetiva, aquí tenemos un grupo humano reducidísimo (la pareja y unos pocos técnicos más) consiguiendo lo que pretendían. Y lo han hecho, precisamente, en un ámbito de exigencia máxima en lo referente a preparación y audacia científica. Tal vez cabría decir que la clave de su éxito está en que eran pocos, trabajando bajo su propio criterio con plena autonomía.

Abramos foco y avancemos ligeramente en los meses. Hablemos de la experimentación fuera de laboratorio. En el mundo real. El matrimonio de científicos enseguida fue consciente de su incapacidad para el desarrollo total del proyecto. En consecuencia llamaron a Pfizer (imagino que a otras farmacéuticas de las grandes también) para ofrecer la vacuna y asociarse en el complejo proceso previo a la aplicación general. Ante la evidente oportunidad de negocio la farmacéutica, un gigante dentro de un reducido club de gigantes, puso su músculo monetario y logístico al servicio de la vacuna de BioNtech a fin de realizar las distintas fases de prueba sobre una muestra de humanos lo suficientemente representativa, cuyos resultados pudieran garantizar un porcentaje suficiente de eficacia y la exigible seguridad, en cuanto a efectos adversos. Aquí ya estamos hablando de varias decenas de miles de personas, repartidas por varios países, a quienes inyectar.

El programa de prueba, imprescindible desde la ética deontológica y exigido por las autoridades sanitarias nacionales e internacionales se llevó a cabo dentro de un plazo suficiente pero inusual por lo rápido. Además hubo de cubrir áreas geográficas y demográficas significativas hasta obtener la autorización oportuna. Hay que insistir en que este esfuerzo ya comprometía el suministro de decenas de miles de dosis. Pero se hizo. Rápido y bien. En tiempo y forma. Con éxito. Al margen de los resultados (95% de eficacia) la operación dejó claro que, por el momento, los actores con sus competencias, motivaciones y habilidades se movieron bajo el umbral máximo de lo que podemos considerar como escala humana. Dentro de lo manejable por el ser humano.

Y por fin llegamos al verdadero meollo de la cuestión: la aplicación de la vacuna a quienes la necesitamos, la especie humana al completo. Veremos qué va a pasar finalmente. Por ahora, bolsas inmensas de población no tienen, ni siquiera, aspiraciones de conseguir la vacunación masiva a corto plazo. Ahí están los países más pobres del globo para atestiguarlo. Donde la aspiración sí tiene fundamento, vemos individuos, cuya situación, orgánica o profesional, les privilegia y se aprovechan de ello para saltarse la cola dictaminada por los diversos protocolos de actuación, llenos de cinismo y desvergüenza. Esto está sucediendo incluso en países donde la responsabilidad ciudadana se ha dado siempre por supuesta: el nuestro, para empezar. Pero también en Francia o Bélgica. En esta misma área rica del planeta los ritmos de aplicación han comenzado tan lentos que hacen sonrojar, aun en países adalides de la eficiencia como pueden ser USA o Alemania.

Y por si faltaba algún factor de desconcierto ha terminado por hacer su aparición, con toda crudeza, la inmisericorde y bendecida ley de la oferta y la demanda. Alguna multinacional farmacéutica ya está amenazando con incumplir los volúmenes y plazos de entrega comprometidos con la Unión Europea. Las razones que esgrime son difusas y nada convincentes, puesto que es fácil de adivinar que tras del incumplimiento no subyace otra lógica que la del máximo precio posible. En definitiva la prevalencia de la rentabilidad de unos cuantos accionistas sobre la salud de toda la especie. Sí, sí. No nos engañemos, de toda la especie. La lista de fallecidos por Covid-19 incluye, entre otras celebridades, a un ex-presentador mítico de la televisión americana, a un marqués vinatero acaudalado, a un ex-presidente del club de fútbol más notorio de la historia, y a otros cuantos que en este momento se me escapan de la memoria. Quiero decir que nadie está a salvo. Ni la gente con posibles y relaciones.

Pero claro, y aquí viene la anomía de Durkheim, ¿quién le niega el derecho a Boris Jonhsom de convertirse en cliente preferente de AstraZeneca si puede pagar un mejor precio por la vacuna? Y ¿quién puede decir que el Primer Ministro británico no está en la obligación de utilizar todos los recursos a su alcance para mejorar las condiciones de salud de sus ciudadanos? Tiro de Jonhsom por la simpatía que me produce un personaje tan pintoresco, pero lo mismo podríamos utilizar al circunspecto Biden, o al turbio Netanyahu.

Mi conclusión es que las fases iniciales, es decir, investigación, creación y testeo, similares por lo demás al del resto de las demás vacunas en liza por el mercado (vamos a decir) occidental, (China y Rusia de momento juegan otra liga) han estado tan dentro de la escala humana que además de una realización eficaz han dado lugar hasta a las grandes palabras: colaboración, solidaridad, universalidad, etc.  Solo cuando hemos llegado a lo que podríamos llamar la hora de la verdad, cuando ha llegado la lancha de rescate y nos hemos dado cuenta que hay más gente en el agua que hueco en el barco, ha sido cuando las legítimas ansias de supervivencia de cada cual han desatado la letal distorsión de la suma de los comportamientos individuales. Cuando se han multiplicado los outsiders.

Al parecer, ya se trate de vacas trashumantes ya de vacunas escasas, en las comunidades humanas siempre surgirá una especie de ley de hierro para determinar que, antes o después, sobrepasaremos el nivel de la escala a partir del cual, ineludiblemente, los resultados ya estarán fuera de nuestro control.

¿Habría modo de crear un socioescalímetro al que atenerse de modo general?

 

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4 comentarios

  • Colectivo Rousseau

    Las especies tienen un comportamiento predominante similar tanto a nivel de individuo como de grupo :
    SOBREVIVIR
    Y para ello, dependiendo de su origen, formación y evolución en el medio, decide/n cuál es la mejor forma de conseguirlo.
    De ahí que la educación sea tan importante que pueda hacer que el individuo / grupo / pais , tomen decisiones , se relacionen y afronten su existencia en una dirección favorable a la naturaleza de la que han salido o lo hagan siguiendo el egoísmo de los idiotas que no ven más que su propio interés. lUIS RODRIGO

    ↶Reply29 enero, 202119:30
    • Colectivo Rousseau

      Pero la educación – los sistemas, programas educativos- se disenan con arreglo a los valores que guían a las farnacéuticas, los mismos que nos proporcionan “nuestras redes” democráticas proponiéndonos sus candidatos a los gobiernos que rigen unos ” indisiders”, dejándonos a una mayoría considerable como “outsiders”. Unos valores que han dejado de serlo para convertirse en intereses. El reducto de unos pocos privilegiados que tienen acceso al pensamiento no es suficiente para salvar a nuestra especie de su original estulticia – el verdadero pecado que sólo puede corregirse, precisamente, por una educación que de verdad tuviera la voluntad de acabar con ella. M.S del Rio

      ↶Reply30 enero, 202122:41
  • Colectivo Rousseau

    Muy interesante y novedoso el análisis. Lo de crear un socioescalímetro lo veo complicado. Y más a unos niveles donde la ley del máximo beneficio sigue rigiendo nuestros destinos. Juanjo Ordoñez

    ↶Reply31 enero, 202113:34
  • Colectivo Rousseau

    Confieso que no me gustan los conceptos de anomia y alienación para identificar la sociologia de lo que pasa en una sociedad. Máxime, cuando el primero ha sido explotado por el funcionalismo americano de Merton y otros, y, el segundo por la psicología esencialista y por los hegelianos de izquierda ( no por el Marx del Capital). Para la anomia, me resulta mas acertada la visión de Talcott Parsons, que después de decir que era un concepto fundamental de la sociologia contemporánea, añadia : ” En este marco interactivo la anomia puede considerarse como aquel estado de un sistema social que hace que una determinada clase de miembros considera que el esfuerzo para conseguir el éxito carece de sentido, no porque le falten facultades u oportunidades para alcanzar lo que desea, sino porque no tienen una definición clara de que es deseable”. Diferentes, pero aún no satisfactoria, mirando la sociedad neoliberal de hoy. EUGENIO

    ↶Reply2 febrero, 202112:50