Documentación

12 PM | 24 May

‘Recordações da Casa Amarela’ (João César Monteiro, 1989)

 Los caminos fantasiosos de João César Monteiro sobre una memoria de la realidad portuguesa

Dentro de las diferencias estéticas y temáticas del cine portugués ya descritas en este dossier, un ojo más atento encontrará seguramente puntos de contacto y simpatías entre autores. Pero existen obras, como en los cines de todo territorio (por otro lado, siempre influenciados por el imaginario cinéfilo universal), que superan los mecanismos de respuesta o reacción entre artistas y sensibilidades, películas que crecen en el tiempo para vivir como un punto neurálgico de un país, de su arte y del sentimiento de los que viven en sus casas. En ese sentido, Recordações da Casa Amarela de João César Monteiro es, seguramente, una película que se ancló en el imaginario portugués para vivir por sí misma.

La “casa amarilla” de João César Monteiro es el punto de llegada de un personaje perdido en las calles de una Lisboa sucia pero verdadera, sin su embellecida luz blanca. Una casa destinada a los últimos de la vida, refugiados en la imaginación y fantasía de su universo, que los protege de la insensibilidad anónima de la vida rutinaria de la ciudad. Una “casa amarilla”, por supuesto, que es un manicomio, pero también el pasaje definitivo de la pobre realidad de la vida de João de Deus, el alter ego de Monteiro, al universo sombrío e infinito de un nuevo Nosferatu, su resurrección final después del rechazo social que vive en Lisboa.

El personaje de João de Deus nace en Recordações da Casa Amarela, la primera parte de una trilogía que se completa con A Comédia de Deus (1995) y As Bodas de Deus (1999) –y con un maravilloso “epílogo” de despedida en Vai e Vem (2003)–, pero sus orígenes pueden encontrarse en el primer largometraje de César Monteiro: Fragmentos de um Filme Esmola, realizado en 1972 (Monteiro tenía 34 años). Con trazos que nos recuerdan Le Père Nöel a les yeux bleus (1969) de Jean Eustache, encontramos a Lívio, personaje misterioso que busca su supervivencia entre un paisaje urbano asfixiante y un experimentalismo estético inspirado en la fantasía de su pensamiento. Lívio será también, más tarde, habitante de la “casa amarilla”, el manicomio lisboeta que recibe a João de Deus en la conclusión de Recordaçoes da Casa Amarela. João de Deus sigue el camino ya tomado por Lívio, pero con el peso de su vejez. Interpretado por el propio João César Monteiro, João de Deus vive en la pensión lisboeta de Dona Violeta (Manuela de Freitas, actriz recurrente en el cine de Monteiro), presencia autoritaria, represiva y representante de un fatalismo portugués conservador en el estilo de vida.

João de Deus lucha por una independencia que la indignidad social estructurada por los otros no le reconoce. Sus días se dividen entre la tímida cohabitación con otros perdidos habitantes de la vida lisboeta, perforando los laberintos de una Lisboa medieval y pobre, y sus deseos por una joven ninfa, Julieta, una imagen de pureza y música dentro de la decadencia de su ciclo de vida, reflejada en el propio estado físico de João de Deus. Su despertar se produce en momentos iluminados que lo distancian de una humillación física cotidiana, creando una deificación del cuerpo, de los gestos y de los sentidos de la mozartiana Julieta, ofreciéndole la oportunidad de escapar de una triste realidad para aventurarse en el placer de los sentidos de su mirada sobre una Julieta inspirada en la más pura pintura renacentista o flamenca. Pero el último rechazo –el del placer físico que rompe las rígidas normas morales de sus relaciones sociales (Julieta es la hija de Dona Violeta)– lo dejará sin espacio para vivir en el pobre escenario de los comunes mortales. Su lugar estará entre los inadaptados, miembros alienados de una sociedad que vive por el juicio de sus criaturas y por la reproducción terrena del infierno que tanto refieren en sus desesperados lamentos.

Pero la riqueza de la experiencia del universo del alter ego de César Monteiro está en la tensión entre la triste pero cómica realidad de sus personajes y un puente hacia la fantasía de las palabras, gestos y narrativas conducidos por João de Deus (y malinterpretados por las figuras de autoridad). Como un cierto ovni en una ciudad sin tiempo, la revolución de João de Deus (y de César Monteiro en su cine) es una mirada entre la tensión de un retrato lisboeta realista y decadente y una fábula puramente cinematográfica – juegos de palabras, referencias luminosas, musicales y poéticas de sus espacios, un escenario para la extraña forma de vida de un incomprendido en su forma y discurso, pero que nunca busca la comprensión del mundo exterior a sus impulsos.

La vida de João de Deus, pues, existe a nuestros ojos exclusivamente por la capacidad de expresión del cine, su propio paraíso en la tierra: un monumento a su idioma y un reconocimiento de la capacidad del espectador de seguir y fantasear en los caminos reales y ficticios del propio artista –João César Monteiro o João de Deus– en su propia pantalla. La posición de Monteiro en el cine portugués y su puesta en escena, pues, son de una libertad individual total: un encuentro entre la realidad de las asfixiantes calles lisboetas y un mundo de fantasía sugerido por sus actos y mirada. El renacimiento de João de Deus por la vampírica presencia de Nosferatu nos dice que, al final, solo nos queda el cine como la posibilidad más próxima de una felicidad individual, sin compromisos con ninguna otra realidad de autoridad y censura moral.

Recordações da Casa Amarela funciona hoy, también, como pieza de memoria (“recordações” como “recuerdos”, luego, imágenes de cine) sobre un artista que ha hecho siempre su camino solo, distanciado de las formalidades de vida y trabajo, pero con una visión única sobre cierto sentimiento de la vida lisboeta (como en la presentación de “una película lusitana” en sus créditos y su magistral plano de introducción sobre Lisboa, con un discurso sobre su sufrida vida cotidiana). Y César Monteiro es, en nuestra época, un cineasta que ejerce una tremenda influencia sobre el espíritu de creación contemporánea del cine portugués: autores como João Nicolau o Miguel Gomes hablan de Recordações da Casa Amarela como la mejor película hecha en Portugal, señal de reconocimiento a la creación de un universo fantasioso anclado en la realidad física de un barrio, una ciudad o un país. Pero César Monteiro ha superado cualquier figura canónica de inspiración: su presencia se ha instalado, como para todos los grandes artistas, en el movimiento eterno del imaginario cinematográfico.

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12 PM | 10 May

GESTO Y REPRESENTACIÓN: francisca, de oliveira

manuel de oliveira 2

Héctor Pandiella

Los tableux vivants que presenta Francisca (Manoel de Oliveira, 1981) constituyen una prueba de la consistencia artística de apuestas representativas atípicas pero genuinamente cinematográficas. Cada plano de la película responde al plan de un riguroso pictoricismo que reivindica la fuente del imaginario artístico sobre el lienzo. Caracterizados la mayoría de los espacios interiores por una iluminación bajo mínimos, excelente trabajo del director de fotografía Elso Roque, la cámara recorre con movimientos puntuales (gestos de cámara) el espacio para disponer el cuadro de la manera que resulte pertinente. El espacio queda fragmentado por los zooms o los travellings (aunque el efecto resulta distinto del que produce el corte sobre todo en lo que respecta al distanciamiento entre formas de representación con el que juega la película: la cámara parece reivindicar siempre una posición exterior respecto de las acciones de la escena, reforzando con ello el carácter de plano pictórico o de otro-lado-del-telón de la representación)  que acomodan los límites del cuadro a la disposición y a la pose nuevas de los personajes, pero el movimiento de cámara no coincide con la acción. Es el instante del silencio (bajada del telón, paso al siguiente cuadro de la exposición o cambio de plano por corte) de la elipsis lo que está siendo suplido por la propia posibilidad de la cámara. Y la fragmentación resultante no pretende dominar (esto es, reconstruir “naturalmente”) el espacio representado, sino que indica que el carácter de la representación implica siempre una toma material e ideológica de postura. El espacio exterior, cuando es pertinente, no se inserta en el discurso mediante el plano / contraplano sino a través del sonido (otro elemento primordial de la película, siempre puntual, puntuando) o del espejo, ésta última una figura espacial fundamental que merecería un delicado estudio y que adquiere una importancia clave en la otra película de Oliveira inspirada en un texto de la literata portuguesa Agustina Bessa-Luis, a saber Espelho Mágico. La mayor excepción a esta actitud constituye una excepción a sí misma: la secuencia en que José Augusto vela la urna que contiene el corazón de Francisca. Una imagen de la urna es seguida por corte de un plano general del hombre y el altar. El amante atormentado es interrumpido por una criada, presumiblemente aquella que le amaba, quien se siente acongojada ante el altar. Tras describir el orden que reina en el corazón muerto, la criada le pide que le deje marchar, pero él la retiene, le acusa de ser incapaz de amar y habla de la desesperación del corazón. La criada abandona corriendo la sala y él tira la urna al suelo. Todo esto acontece en un plano secuencia: el movimiento se limita a un ligero cambio de posición del personaje masculino. La criada permanece fuera de campo. Acto seguido, se pasa al contraplano. La acción entera se repite, pero ahora José Augusto permanece fuera de campo. Este recurso de la repetición (sobre todo cuando corresponde el plano a quien habla y el contraplano a quien escuche) es famoso gracias a Persona, de Bergman (y reivindicado por el otro gran cineasta portugués, Monteiro, en O Ultimo Mergulho, como plano sonoro / contraplano mudo). En el caso de la película de Oliveira, su empleo engarza no sólo con la necesidad de representar la actitud completa de la escucha sino también con la fisura que todo el filme establece entre dos mundos: el de los burgueses y el del pueblo llano. El pueblo llano, que es capaz de tocarse, de moverse con naturalidad. Y la élite sofisticada, protagonista de cada tableau vivant, que se fragmenta y se desborda en la figura de José Augusto, el único personaje de ese estamento que presenta dos acciones patéticas: el bofetón que le arrea a Francisca (acompañado por un excelente movimiento de cámara) y el acto mismo de arrojar el corazón de ella al suelo. No es baladí el hecho de que este juego de plano / contraplano se complete con la vuelta al plano que aparece ahora como el único en escorzo del filme: un evidente contrapicado de José Augusto ante el altar. Quizás una tercera acción confirme la disposición hacia el afuera de José Augusto, presupuesta en el romanticismo del personaje (romanticismo con todas sus paradojas: a veces institucionalizado, a veces revolucionario): la posibilidad de su suicidio.

En esta coyuntura representativa adquiere un carácter fundamental un tratamiento no naturalista de la interpretación. Oliveira contiene al máximo la exaltación romántica de los personajes para adecuarles a una poética en la que el gesto adquiere el papel protagonista. No se trata ya de presuponer un contenido psicológico a los personajes sino de eliminar ese componente trascendente para introducirlos en tanto que elementos dramáticos en el seno del discurso. Los personajes dejan de referir (imitar) a modelos de “la realidad” para comportarse de acuerdo con la disposición del cuadro. En ese contexto el gesto aparece como la instancia textual que dibuja o traza la acción. Es en este sentido que la película se aproxima a la concepción dramática de directores como Bresson y Ozu. En la secuencia en la que José Augusto abofetea a Francisca se puede observar con claridad un tratamiento de la expresividad de las manos que encontramos, por ejemplo, en Proceso de Juana de Arco. En un cuadro ambos personajes se encuentran agachados; cuando José Augusto se levanta la cámara no le sigue (rompiendo así con convenciones de la representación pictórica o escénica y mostrando el carácter genuinamente cinematográfico del cine de Oliveira) pero sus piernas permanecen en el campo.Sus manos, reposadas a lo largo del cuerpo (hay una referencia a este respecto en otra película límite con la que también tiene puntos en común, a saber El año pasado en Marienbad), bien podrían estar en otra parte. La posición que se presenta es antinaturalista. Pero no porque no sea natural esa postura, sino porque atenta a las convenciones de la expresividad naturalista que presuponen una significación a cada gesto neutralizándolo.Contrastándolo con un plano análogo del filme de Bresson y confiando en que esto incite a la reflexión, me limito a señalar de pasada hacia el ámbito de las consecuencias que de esto se deriva para la construcción de un estilo cinematográfico puro.

Muchos otros aspectos merecen ser observados con delicadeza en una película tan compleja como esta: el papel que la música adquiere, el tratamiento de las elipsis temporales mediante rótulos o la cuestión de la repetición de las acciones. La riqueza del conjunto anima no sólo a pensar algunos elementos (pensamiento que ejerce tensión hacia nuevas formas de escribir/leer el cine) sino a disfrutar a cada instante, con mirada voraz y absoluta entrega, de esta obra maestra de Manoel de Oliveira. Puesta ya toda la emoción en la espera de Belle Toujours, con la seguridad de estar ante uno de los mayores cineastas de nuestro tiempo.

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02 PM | 25 Abr

El malentendido sobre HANNAH ARENDT

Cuando en 1961 se celebró en Jerusalén el juicio del líder nazi Adolf Eichmann, la revista The New Yorker escogió como enviada especial a Hannah Arendt, una filósofa judía de origen alemán exiliada en Estados Unidos. Arendt, que se había dado a conocer con su libro Los orígenes del totalitarismo,era una de las personas más adecuadas para escribir un reportaje sobre el juicio al miembro de las SS responsable de la solución final. Los artículos que la filósofa redactó acerca del juicio despertaron admiración en algunos (tanto el poeta estadounidense Robert Lowell como el filósofo alemán Karl Jaspers afirmaron que eran una obra maestra), mientras que en muchos más provocaron animadversión e ira. Cuando Arendt publicó esos reportajes en forma de libro con el título Eichmann en Jerusalén y lo subtituló Sobre la banalidad del mal, el resentimiento no tardó en desatar una caza de brujas, organizada por varias asociaciones judías estadounidenses e israelíes.

Tres fueron los temas de su ensayo que indignaron a los lectores. El primero, el concepto de la “banalidad del mal”. Mientras que el fiscal en Jerusalén, de acuerdo con la opinión pública, retrató a Eichmann como a un monstruo al servicio de un régimen criminal, como a un hombre que odiaba a los judíos de forma patológica y que fríamente organizó su aniquilación, para Arendt Eichmann no era un demonio, sino un hombre normal con un desarrollado sentido del orden que había hecho suya la ideología nazi, que no se entendía sin el antisemitismo, y, orgulloso, la puso en práctica. Arendt insinuó que Eichmann era un hombre como tantos, un disciplinado, aplicado y ambicioso burócrata: no un Satanás, sino una persona “terriblemente y temiblemente normal”; un producto de su tiempo y del régimen que le tocó vivir.

Lo que dio aun más motivos de indignación fue la crítica que Arendt dispensó a los líderes de algunas asociaciones judías. Según las investigaciones de la filósofa, habrían muerto considerablemente menos judíos en la guerra si no fuera por la pusilanimidad de los encargados de dichas asociaciones que, para salvar su propia piel, entregaron a los nazis inventarios de sus congregaciones y colaboraron de esta forma en la deportación masiva. El tercer motivo de reproches fueron las dudas que la filósofa planteó acerca de la legalidad jurídica de Israel a la hora de juzgar a Eichmann.

De modo que lo que esencialmente provocó las críticas fue la insumisión: en vez de defender como buena judía la causa de su pueblo de manera incondicional, Arendt se puso a reflexionar, investigar y debatir. Sus lectores habían esperado de ella un apoyo surgido del sentimiento de la identidad nacional judía y de la adhesión a una causa común, y lo que recibieron fue una respuesta racional de alguien que no da nada por sentado. En palabras de Aristóteles, en vez de limitarse a ser una “historiadora”, Arendt se convirtió en “poeta”.

Sus adversarios llegaron a ser muchos; el filósofo Isaiah Berlin no quería ni oír hablar de ella, y el novelista judío Saul Bellow afirmó que Arendt era “una mujer vanidosa, rígida y dura, cuya comprensión de lo humano resulta limitadísima”, aunque otra conocida escritora, Mary McCarthy, publicó en Partisan Review un largo ensayo en apoyo de Eichmann en Jerusalén. Así, el libro de Arendt generó en los sesenta toda una guerra civil entre la intelectualidad neoyorkina y europea.

En vez de defender incondicionalmente, como buena judía, la causa de su pueblo, debatió, investigó, reflexionó

Ahora, medio siglo después de la primera polémica, la realizadora alemana Margarethe von Trotta ha ofrecido al público su películaHannah Arendt, que ha despertado una nueva ola de reacciones contra el tratado de la filósofa. Lejos de ser un documental sobre Arendt, esta “película de ideas”, que se estrenó en mayo en Estados Unidos y en junio en España, enfoca el caso Eichmann sirviéndose de escenas de su juicio en Jerusalén, extraídas de los archivos. Otra vez en Estados Unidos y en Europa se ha despertado una polémica, aunque más respetuosa con la filósofa, la cual, a lo largo de las décadas, ha ido cobrando peso.

La mayoría de los participantes en el debate actual sostienen que, en la “banalidad del mal”, Arendt descubrió un concepto importante: muchos malhechores son personas normales. En cambio, según ellos, Arendt no supo aplicar adecuadamente ese concepto. Según lo expresó Christopher Browning en New York Review of Books: “Arendt encontró un concepto importante pero no un ejemplo válido”. Elke Schmitter argumenta en el semanario alemán Der Spiegel que “la actuación en Jerusalén fue un exitoso engaño”, y que Arendt no llegó a entender al verdadero Eichmann, un fanático antisemita. Alfred Kaplan ha escrito en The New York Times que “Arendt malinterpretó a Eichmann, aunque sí descubrió un gran tema: cómo las personas comunes se convierten en brutales asesinos”. Todos los críticos —y hay muchos más que los citados— invocan los documentos hallados sobre Eichmann tras la publicación de Eichmann en Jerusalén y las investigaciones posteriores, y afirman que Arendt en su época los ignoraba y debido a ello malinterpretó a Eichmann.

El problema es que —y aquí subyace el primer malentendido— Arendt sí conocía, al menos parcialmente, esos materiales, y su tratado los tuvo muy en cuenta. Dichos documentos provienen de la estancia del jerarca nazi en Argentina, antes de que allí le capturaran los servicios secretos israelíes: se trata de sus memorias y apuntes, además de una entrevista. A partir de esos materiales, diversos estudiosos han publicado en los últimos años nuevos ensayos sobre Eichmann y, por lo general, le dan la razón a Arendt en el hecho de que Eichmann no era un maniático que odiaba a los judíos, sino un hombre común. En cambio, esos historiadores le echan en cara a Arendt su idea de que Eichmann meramente obedecía órdenes.

Logró poner de manifiesto que el mal puede ser obra de gente corriente, de las personas que renuncian a pensar

Y aquí está el segundo malentendido: la filósofa nunca sostuvo que Eichmann se limitara a obedecer órdenes. En su libro, Arendt resaltó la rebelión de Eichmann contra las órdenes de Himmler quien, al aproximarse la derrota, recomendó un mejor trato a los judíos, mientras que Eichmann “se esforzó por hacer que la solución final lo fuera realmente”, escribió Arendt. La filósofa dibujó un minucioso retrato de Eichmann como un burgués solitario cuya vida estaba desprovista del sentido de la trascendencia, y cuya tendencia a refugiarse en las ideologías le llevó a preferir la ideología nacionalsocialista y a aplicarla hasta el final. “Lo que quedó en las mentes de personas como Eichmann”, dice Arendt, “no era una ideología racional o coherente, sino simplemente la noción de participar en algo histórico, grandioso, único”. El Eichmann de Arendt es un hombre que, engañándose y convenciéndose a sí mismo, está persuadido de que sus sangrientas acciones manifiestan su virtud.

Muchos ensayistas y comentaristas no han entendido y siguen sin entender las ideas de Arendt porque no han leído su libro, o lo han leído bajo la influencia de los comentarios anteriores. Por eso el malentendido sobre Eichmann en Jerusalén no acaba de disiparse y Hannah Arendt se ha convertido en una autora de la que se habla mucho, pero a quien leen pocos.

Sus ideas siguen molestando hoy como lo hicieron hace cincuenta años. Nada en la historia es blanco y negro, y los análisis de Arendt despiertan la animadversión de los que prefieren explicárselo todo con esquemas simples que no permitan la duda ni obliguen a reflexionar sin fin. Por ello es más preciso que nunca ir a la fuente y leer a Hannah Arendt, porque ella puso de manifiesto que el mal puede ser obra de la gente común, de aquellas personas que renuncian a pensar para abandonarse a la corriente de su tiempo. Y eso es válido también para los tiempos que vivimos.

Monika Zgustova es escritora. Su última novela es La noche de Valia (Destino).HANNA AREND

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12 AM | 18 Abr

ALEMANIA EN OTOÑO O CUANDO EL CINE ALEMÁN SE REBELÓ

11. Alemania en otoño o cuando el Nuevo Cine Alemán se rebeló

“¿Qué será de nuestros sueños en este país desgarrado…?” Wolf Biermann en Deutschland im Herbst

Alemania en otoño reabre el diálogo fílmico entre la audiencia y la imagen, entre la imagen y su referente histórico, entre la plasticidad de los bastidores y su significación.” Timoty Corrigan enNew German Film, The displaced image

Un estudio dedicado al Nuevo Cine Alemán no podía concluir sin hacer referencia a una de sus obras de bandera: Alemania en otoño (Deutschland im Herbst, 1978), surgida como respuesta a una de las más graves crisis políticas que vivió Alemania en 1977 y que tenía que ver con una serie de hechos relacionados con la banda terrorista de tendencia marxista-leninista-maoísta RAF, creada por Andreas Baader y Ulrike Meinhoff con el fin de demostrar,mediante todo tipo de actos terroristas dirigidos contra la oligarquía de la Alemania occidental y contra los intereses militares de EEUU en Europa, la auténtica naturaleza represiva del Estado germano. Una vez encarcelados los principales miembros en la prisión de seguridad de Stammhein, aquéllos morirían poco después en extrañas circunstancias: Ulrike Meinhoff falleció en 1976, y un año más tarde lo hicieron los dirigentes Andreas Baader, Gudrun Ensslin y Jens Carl Raspe. Mientras que el gobierno alemán presentó un cúmulo de pruebas para fundamentar la tesis del suicidio colectivo, cada vez cobraba mayor fuerza la idea de que fue el Estado el que había ejecutado a Baader y sus camaradas. Poco antes de estas muertes, la banda -reestructurada en 1977- exigió la liberación de los terroristas presionando al Estado mediante la puesta en marcha de acciones sangrientas y espectaculares, entre ellas el secuestro realizado por simpatizantes palestinos de un avión de la compañía Lufthansa con destino a Mogadiscio (Somalia) en el que viajaban 91 personas que fueron liberadas por un escuadrón antiterrorista de la policía alemana no sin antes matar al cabecilla de los piratas aéreos y a dos de sus secuaces, liberación que a su vez provocó que los terroristas de la RAF asesinaran al dirigente de la patronal Hans-Martin Schleyer que tenían secuestrado, a su chofer y a tres de sus guardaespaldas.

Todos estos hechos provocaron la proclamación del estado de excepción, surgiendo entonces la idea de realizar una película dirigida a la democracia del país alemán que reflejara a través de una serie de episodios las emociones y los distintos puntos de vista acumulados sobre tales hechos. Theo Hinz, de la Filmverlag der Autorem, afirmó que era necesario acometer una obra de esas características porque “todos teníamos la impresión de vivir bajo un histerismo general contra los terroristas, bajo una indiscriminada persecución de sus simpatizantes, bajo una amenazadora criminalización de toda crítica en torno a las circunstancias, bajo un recelo y un temor general de la censura que estaba imponiéndose, pero sobre todo bajo el miedo de ver convertida en realidad una nefasta alianza entre el terrorismo y el fascismo”. Los ocho directores elegidos fueron Alf Brustellin, Rainer Werner Fassbinder, Alexander Kluge, Maximiliane Mainka, Edgar Reitz, Katja Rupé / Hans Peter Cloos, Volker Schlöndorff y Bernhard Sinkel.

Los diferentes episodios estuvieron unidos por un leit-motiv musical: el Himno del Kaiser de Haydn, y el film comienza y termina con las imágenes documentales de dos entierros: el del industrial Hans Martin Schleyer (mientras en off escuchamos una carta suya dirigida a su hijo Eberhard en la que advierte sobre la escalada de la violencia terrorista) y el de los terroristas suicidados en la prisión de Stammheim (tras el cual aparece una frase de Alexander Kluge: “Llegado un cierto grado de violencia, ya no importa quién la ha cometido: simplemente tiene que acabar”). Y entretanto, se suceden los distintos episodios:

Rainer Werner Fassbinder dio lugar al fragmento más intimista y celebrado de Deutschland im Herbst, haciendo una transposición clara y exhibicionista entre la situación vivida en el país y la suya personal en su mismísimo apartamento con su madre y con Armin Meier, su amante. Así, podemos ver a Rainer trabajando en el guión de la serie Berlin Alexanderplatz; respondiendo a constantes llamadas telefónicas que le informan de la evolución de los sucesos; solicitando droga a un proveedor y arrojándola después al inodoro por miedo a que la policía irrumpa en el piso; discutiendo verbal y físicamente con Armin en torno a la crisis política desatada; y polemizando de forma exaltada con Lilo, su madre, haciéndole ver lo equivocado de sus razonamientos burgueses en torno a los actos terroristas. En su apasionante y revelador episodio, Fassbinder expuso con una sinceridad sobrecogedora su impotencia, su temor y su desesperación ante la situación política del país. Del mismo modo, la contribución de Rainer a esta obra colectiva se tornó en un impactante autorretrato donde no existía la menor línea divisoria entre el artista y su obra. El diario vienés Die Presse lo describió perfectamente: “En el contexto de este episodio escenificado por Fassbinder con una sinceridad rayana en lo intolerable, con un exhibicionismo implacable de la propia persona, su implorante súplica en favor de la subsistencia de la democracia y el estado de derecho resulta, no obstante, desgarradora”.

Alexander Kluge se sirvió de la profesora de Historia Gabi Teichert para reflexionar sobre la búsqueda de las bases de la historia alemana. Así, en determinado momento, podemos escuchar el siguiente comentario ligado a una serie de imágenes documentales: “desde otoño de 1977 ella duda sobre lo que tiene que enseñar (…) y no sabe bien si excavar un refugio para la tercera guerra mundial o excavar en los fundamentos de la prehistoria”. Después, asistimos a una entrevista con Horst Mahler, un militante de la RAF en sus primeros años: “Estamos intentando hacer un film sobre el clima político actual en la República Federal… ¿Crisis de la izquierda? ¿Qué es eso?… se pregunta Mahler”.

Los episodios de Edgar Reitz (sobre un incidente en la frontera de las dos Alemanias) y de Katja Rupé / H.P. Cloos (sobre el encuentro casual de una mujer con un terrorista perseguido) despertaron gran controversia dentro del colectivo de directores de Deutschland im Herbst al incluir en un inserto documental sobre los años veinte la siguiente frase de Rosa Luxemburgo: “Sólo hay una alternativa para Alemania: el socialismo o la barbarie”.

La penúltima escena la escribió Heinrich Böll para el episodio deSchlöndorff, poniendo de manifiesto los problemas para la reposición de laAntígona de Sófocles en televisión: los realizadores se ven confrontados ante el miedo de tocar el tema de la violencia y el programa es interrumpido.

La acogida de Alemania en otoño osciló entre la alabanza y el recelo. Lotte Eisner vio en ella la ratificación de su teoría de que el cineasta alemán se vuelve realmente creativo en situaciones de desesperación y exaltación “sea contra la burocracia reaccionaria o para demostrar su profunda repulsión contra el nazismo inextirpable”. Uno de los logros del film que más ha llamado la atención es su propia estructura, al contraponer el funeral del principio (el del industrial asesinado) con el funeral del final (el de los terroristas). La seguridad geométrica del funeral del industrial desentona marcadamente con la confusión que envuelve el entierro al aire libre de los terroristas (“aquello no fue un entierro, sino más bien una trampa de la policía”, llega a decirse), siendo la ironía más grande del film la de situar al espectador en medio de una batalla de tomas de cámara: la de la policía filmando el funeral y la del equipo deAlemania en otoño filmando a la policía, de modo que el espectador se convierte en el tercer significado de la historia… todo un conflicto de puntos de vista que convierte a esta obra en el epicentro de la historia del Nuevo Cine Alemán.

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