Documentación

10 PM | 12 Ene

GERTRUD

A las puertas del abismo

DIEZ años habían transcurrido desde el estreno de Ordet. Diez años en los que Dreyer, que siempre tuvo problemas a la hora de buscar financiación para sus films [1], pareció haber meditado con profundidad todos los elementos relacionados con su cine. No sólo sus intencionalidades temáticas, sino también sus rasgos formales. Su visión sobre el ser humano y sobre el concepto divino. Dreyer pareció intuir que Gertrud sería su testamento fílmico y que, junto a Ordet, significaría el resumen de una trayectoria profundamente heterodoxa y, sobre todo, obsesivamente introspectiva. Si Ordet era la humanización de los rasgos religiosos, la transmutación carnal de lo incorpóreo, Gertrud compone la sublimación de lo humano, la exposición sincera y diáfana de la insondable profundidad del individuo. Dreyer compone, por ello, la síntesis perfecta de un estilo sin parangón posible, una aseveración esencial de sus principios cinematográficos en el marco de una historia de turbadora sencillez y una puesta en escena de inabarcable complejidad. Dos de los rasgos que mejor definen las maneras fílmicas del cineasta. Gertrud, por consiguiente, se revela como una pieza culminante, no sólo por poseer los últimos estertores de un artista, sino por su condición de obra plena, absoluta, de marcar un estremecedor punto y aparte dentro de la Historia del Cine. Escisión carente de seguimiento, debido a la inexistencia de otro talento de las dimensiones del danés. Aún así, las bases sobre las que se sustenta esta impresionante reinvención de la sintaxis cinematográfica son más que evidentes en el propio film.

Gertrud es una reflexión profunda sobre el tiempo y el espacio, no únicamente cinematográficos, sino también vitales. La composición de los planos en el film se enfrenta cara a cara con la misma disposición de los personajes, mostrados, casi siempre, en amplios planos generales. Gertrud es un film que se desvincula de la exploración de los primeros planos, habitual en Dreyer desde sus primeras piezas silentes (y que alcanzaría el cenit con La pasión de Juana de Arco). Por el contrario, el hecho de que los actores no se miren a la cara durante las largas conversaciones que mantienen, es prueba evidente de que Dreyer opta por la escenificación más radicalizada de la incomunicación. No hay una investigación que verse sobre la interdependencia humana (o su vertiente mística) como sí existía en la citadaLa pasión de Juana de Arco Dies Irae, en la que todos los personajes buscan algún tipo de explicación o significado a actos concretos (casi siempre vinculados a la intolerancia) escrutando el rostro ajeno y que el cineasta mostraba al espectador de la manera más desnuda y efectiva posible. EnGertrud, en cambio, hay un rechazo consciente y doloroso de la correspondencia visual hacia el otro. Ninguno de los personajes que pululan por el film se siente preparado para enfrentarse al cúmulo de sensaciones que pueden aflorar, aún  de forma latente, en la faz de su interlocutor. Sin embargo, esto da un giro cuando se trata del enfrentamiento consigo mismo. La presencia de los espejos adquiere una importancia dramática absolutamente trascendental. Utilizado como un reflejo no sólo de los rasgos superficiales sino de toda la inmensidad de la psicología. Del mundo interior que los personajes intentan esconder, tanto de cara a los demás, como también hacia sí mismos y que únicamente el espejo es capaz de sacar a la luz. Es aquí donde adquiere auténtica siginificación un ser de las dimensiones de Gertrud. La dificultad de concebir unas relaciones afectivas de sólida base, el hecho de ir pivotando entre su marido y su amante sin que halle una plena complacencia en los lazos que la unen a ambos es debido a una insatisfacción total con el universo circundante, a una apatía vital que sólo puede sentirse mitigada con el encierro tanto metafórico (mirarse en el espejo y, por tanto, acceder a un encuentro efímero con sus auténticos deseos), como real (el encierro físico con que concluye el film y que resulta una alegoría inmisericorde y perturbadora de la muerte). Gertrud, por tanto, es el análisis minucioso, por momentos cercano a la entomología, de varios matices de la personalidad femenina y su directa vinculación con las relaciones externas y con su propio mundo interior.

Todo ello mostrado por Dreyer con una serenidad sin concesiones. Utilizando una puesta en escena de planos reposados, en los que los personajes aparecen como objetos estampados en la espartana decoración de interiores, el cineasta danés edifica la profundidad del espacio cinematográfico basado en los elementos que se encuentran fuera de plano con la utilización (nuevamente) de los espejos. Es decir, en lo que no se atisba directamente y, por consiguiente, precisa de un órgano externo para ser contemplado, siquiera, parcialmente. Algo que, más allá de ser un recurso formal, se podría extrapolar perfectamente, como ya se ha esbozado más arriba, a la psicología de los mismos personajes. Asimismo, la hibridación del tiempo cinematográfico con las características argumentales es otro factor que, más allá de ser utilizado por Dreyer con cierta regularidad a lo largo de su filmografía (VampyrOrdet, por ejemplo) se encuentra plenamente madurado en Gertrud. La duración de los planos, generalmente considerable, parece afectar al estado de los seres a los que muestra. Los vemos madurar, contradecirse, cambiar, envejecer en definitiva en una íntima interdependencia entre las características cronológicas por las que atraviesan y el concepto temporal que Dreyer establece para mostrarlo. Algo que también afecta a la misma figura del cineasta, quizá, como se ha dicho, conocedor de que Gertrud sería su último film.

El plano final (la puerta de la habitación de Gertrud, ya anciana, cerrándose lentamente) muestra hasta qué extremo llega la investigación temporal llevada a cabo por Dreyer: no únicamente se cierra el film, sino que se cierra la vida de la protagonista y, de igual manera, también la del mismo Dreyer. A continuación queda el abismo, la nada. Y el escalofrío que produce haber visionado la pieza cumbre de un genio.

[1] Uno de sus propósitos más ambiciosos era llevar a la pantalla la vida de Jesucristo. Iniciado en 1949, este proyecto jamás vería luz definitiva.

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01 PM | 03 Ene

EL CANT DELLS OCELLS

Por Manuel Ortega

Teoría en prácticas

Hace poco escribiendo sobre Camino me dio por enumerar las dificultades que a veces encuentras en tu interior a la hora de enfrentarte al (nunca con) cine español. Con la tercera película de Albert Serra me vuelve a pasar lo mismo pero por el lado contrario. Ahora lo que hay que superar son otras contingencias que aparentemente van más por arriba que por abajo. Ahora en lugar de superar los convencionalismos patentes (de corso) del cine español más anquilosado en su inane conformismo hay que vencer el profundo desprecio (casi de clase) a cierto papanatismo “intelestual” de cariz elitista y realidad personal de perfil bajo. Hay que vencer a lo mesiánico, a la tergiversación de datos (¿éxito en Cannes?), a las campañas orquestadas (en la opacidad discursiva y más), a la única opinión única del arte y lo demás (o le mandamos una carta a tu director) y al porque sí con fanfarrias y bravuconerías diletantes. Hay que superar también que su autor haya demostrado hasta ahora ser más un bocas que una voz y que haga del exhibicionismo cinematográfico, y del otro, su propia terapia (tan burguesita como roma y paticorta) pública de superación. Hay que superar (por qué no decirlo, si uno es pacifista y de buen trato) el miedo a que un “actor” bien adiestrado te pueda agredir en la encrucijada nocturna de cualquier festival. Superados todos esos impedimentos, puedo empezar a ver la película con los ojos tan limpios como mi miopía congénita y cómplice me pueda permitir. Así como lo hice. Así como lo escribo.

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El cants dels ocells es en primer momento una películas extraña, a contracorriente a pesar de su conciencia de serlo a toda costa, despelucada y cándida al mismo tiempo, detallista y frugal, rauda en su premiosidad ahíta de premios y de confirmación en su independencia, libertad y posicionamiento. Es un ejercicio humilde (en el doble sentido del adjetivo) que se centra en la quietud como fórmula de atrapar el movimiento y las estrategias de este mismo para dibujar, más que escribir, la historia que ya hemos leído en casi todos los idiomas. Su persistencia es comparable a su pertinencia, su razón de ser es su razón de estar, desmontando (o intentando desmontar) años de creer en que lo real es lo conservado por veraz y permanente. Si en Honor de cavallería su propuesta se versaba en desafiar al mito de lo literario reformulando sin respeto ni sumisión (e incluso casi sin conocimiento) lo concebido por su creador, en esta ultima incursión en lo mítico, lo desafiado es el concepto académico de lo histórico como verdad indisoluble de su propia leyenda y, por lo tanto, de su propia “irrealidad” literaria/artística. Serra hace un remake profundo sobre/de lo establecido sin dejar de ser por ello claro y meridiano (¿previsible?, ¿adaptado?) en su propuesta final: romper fronteras entre lo real y lo ficticio, lo ridículo y lo sublime, lo simbólico y lo terrenal.

Lo hace pero con reservas, presentándose ante la parroquia cinéfila de este país como un teórico en prácticas que intenta hallar su discurso por medio de la caligrafía. Su intento no es baladí pero la pequeñez de su propuesta pone en entredicho los resultados de una manera fehaciente y asaz clarificadora. La película es poca cosa porque Serra deviene en un conformista sorprendente según van avanzando los medios hacia el fin. Todo lo que apunta en un principio, todo en lo que teoría se expone, se minimiza al no ser capaz de aguantar el tirón de su propia singularidad. La falla existente entre las imágenes donde aparecen los tres reyes magos y en las que lo hacen José y María es tan profunda como convencional el momento de la unión en la epifanía con Pau Casal al fondo, desvirtuando la búsqueda de un planeta (con tres hombres al fondo) por el encuentro de la historia con el arte (o su concepción) más fetén. Menos mal, que nos queda luego la escena del bosque que junto a la de la caminata hacia el horizonte con vuelta atrás es lo más honesto y, por lo tanto, radical de toda esta película radical. No tanto, todo hay que decirlo, como Tiro en la cabeza, obra, ésta sí, redonda e insobornable en su intento de hacer convivir fondo y forma con texto y contexto. Qué pena que el Goya no lo ganara El orfanatoSiete mesas de billar francés porque hemos perdido un autor para siempre.

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Sin esa pátina de prestigio prefabricado, El cants dels ocells me parece una película atractiva e ilusionante aunque los resultados finales disten mucho de ser el becerro de oro que muchos quieren hacernos ver y adorar. A lo mejor, como bien aconsejaba Carlos F. Heredero en el número de diciembre de Cahiers du cinema España, los críticos deberían tomar cierta distancia en la vida para poder juzgar la obra. A lo mejor no basta sólo con decir (me) quiero para creer en el amor.

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07 PM | 16 Dic

MEMORIA HISTORIA A LA FRANCESA

La película de Louis Malle de 1974 iba a levantar ampollas en la aburguesada sociedad francesa, obligándola a mirarse en el espejo de su pasado y dándole una bofetada de memoria en pleno carrillo de la amnesia que tantos esfuerzos costó levantar a Charles De Gaulle y sus adláteres. En unos tiempos en los que en España está en entredicho la conveniencia de recuperar o no los testimonios de nuestro bárbaro y criminal pasado reciente por temor, más que a reabrir heridas o a poder señalar con el dedo a los asesinos que aún viven (o a los descendientes que se han dado un baño de respetabilidad y olvido), a la puesta en primer plano de una realidad que nos despierte del complaciente estado de sedación en el que vivimos y no así ponernos en peligro de darnos de bruces contra nuestra verdadera naturaleza latente, el ejemplo de lo sucedido en Francia puede, una vez más, ilustrarnos, si bien, en esta ocasión, en la necesidad de no cometer los mismos errores y evitar así querer colgar de un farol a quien se atreva a mostrarnos la luz. Una Francia desmemoriada, que había guardado el pasado de sus padres y abuelos en el desván de los recuerdos, se encontró de repente con una innegable verdad mostrada en las pantallas de todo el mundo, y, como ocurre tantas veces, muchos en vez de mirar a dónde apuntaba, se quedaron mirando el dedo.

Lucien Lacombe (la alteración del orden en el nombre y apellido es por la acostumbrada anteposición de éste al declarar ante la autoridad) es un joven campesino cuyo padre, capturado por la Wehrmacht durante la invasión nazi, se encuentra en Alemania trabajando en un campo de prisioneros. Mientras, su madre, que se siente sola, se acuesta con su jefe. Lucien se mantiene al margen de todo, se deja llevar, va sin rumbo, a pesar de los terribles y funestos acontecimientos que le rodean diariamente: la ocupación nazi, los registros, las detenciones, las deportaciones, los atentados de la Resistencia, la infidelidad de su madre hacia un padre del que ni siquiera sabe si sigue vivo… La apatía, el aburrimiento, que no el patriotismo, llevan a Lucien a intentar ingresar en la Resistencia francesa (como todo el mundo sabe, repleta de españoles -los franceses estaban demasiado ocupados rindiéndose o colaborando con los nazis-), pero es rechazado. No se fían de un joven con fama de disperso, de distraído, de inconstante e irresponsable, un chico cuyo padre trabaja en Alemania para los nazis, de buen grado o por la fuerza, y cuya madre contemporiza con un hombre que tiene tratos con los alemanes. Ese rechazo, esa misma apatía, con un poco de ayuda por parte de la casualidad, le hacen caer en la policía que los alemanes y el gobierno colaboracionista de Vichy han creado para depurar la retaguardia (esta policía, sí, repleta de franceses). Su apatía le hace adaptarse con facilidad a cualquier situación, y asume perfectamente el papel de verdugo de sus propios compatriotas (muy ilustrativa en ese aspecto la fotografía de cabecera, disparando el tirachinas ante una foto del mariscal Pétain, el traidor de Vichy; inevitable relacionarla con la famosa escena de Casablanca en la que un sospechoso de la muerte de dos correos alemanes en el desierto es abatido a tiros por la policía colonial francesa y cae muerto a los pies de un cartel patriótico con el anciano mariscal como protagonista) como hubiera aceptado igualmente el de convertirse en combatiente y asesino de alemanes y de franceses colaboracionistas. Todo cambiará, sin embargo, cuando traba amistad con una joven judía que es hija de un sastre que tiene un negocio clandestino de corte y confección, y que se llama, precisamente, France. Desde ese instante Lucien alternará su papel como policía deteniendo a sospechosos, participando en purgas, redadas, tiroteos, interrogatorios y torturas, además de realizando su papel como “mascota” del grupo de franceses de la localidad que trabajan para los alemanes, con su relación personal, aparentemente incoherente pero aún así cada vez más frecuente, con el sastre judío y su hija, los cuales evitan la deportación gracias a los servicios que prestan a los policías a espaldas de los alemanes, hasta que esos caminos incompatibles, esa incoherencia, le hagan por fin salir de su indiferencia y tomar partido, no por Francia, sino por France y por sí mismo.

La película, una obra magnífica, sensacional, madura, para nada maniquea ni acusadora, sino simplemente demostrativa de unos hechos incontrovertibles de forma objetiva y desapasionada, entretenidísima pese a sus dos horas y veinte minutos de duración, plantea por tanto un asunto capital que la Francia de los setenta se había esforzado en olvidar: el colaboracionismo francés con los alemanes, la vergonzosa rendición en el verano de 1940 en el mismo vagón de tren (buscado al efecto por Hitler, como se sabe, muy dado a los escenarios wagnerianos) donde Alemania había firmado la humillante Paz de Versalles en 1918, las deportaciones de judíos franceses a los campos de exterminio, las denuncias, el permanente clima de guerra civil que se vivió en el país durante la ocupación, y sobre todo, la fuerte implantación entre las clases conservadoras francesas desde la victoria del Frente Popular y durante la guerra civil española de los planteamientos filonazis, a los que se entregaron con los brazos abiertos una vez que las tropas alemanas desfilaron junto al Arco del Triunfo, nueva paradoja. La tragedia del colaboracionismo, pretendidamente siempre camuflada por De Gaulle (un coronel que pasó a general sin hacer la guerra, por cierto, sin poner el pie en un frente), desde la radio de Londres y sobre todo desde su discurso tras la liberación de París (encabezada, una vez más, por republicanos españoles, pero que él atribuía a la propia ciudadanía parisina), escondía además a las numerosas tropas francesas que combatían junto a los alemanes o bien incluso dentro de la propia Wehrmacht, como los últimos regimientos que defendieron Berlín ante el acoso soviético en 1945, muchos de los cuales estaban formados por franceses. Por supuesto, ni que decir tiene que a la Francia nacida de la proclamación de la V República tras la independencia de Argelia no le apetecía echarse en cara a sí misma la traición y el colaboracionismo con los mayores verdugos de la Historia (como en España determinados sectores siguen tendiendo un tupido velo sobre sus vergüenzas pasadas, esperando que la amnesia termine de darles la victoria que fue sólo militar y política, pero nunca legítima), y la película recibió críticas, varapalos, ataques y acusaciones de “antipatriótica” (es decir, exactamente igual que ocurre en España con quienes quieren convertir el pasado, precisamente, en Historia, un fenómeno que se pueda analizar, estudiar, catalogar y del que puedan extraerse conclusiones de manera aséptica, no en clave política actual y continua), apelativos que realmente escondían el miedo de quienes tenían cosas que ocultar a que las verdades salieran a la luz y de que su principal preocupación, su lugar en la posteridad, el empeño de toda su vida, quedara empañado para siempre (una vez más, igualmente como en España hoy en día). Es obvio que en Francia, al día siguiente de la liberación, ya no había franceses que hubieran apoyado a Hitler, como en España, al día siguiente del funeral de Franco, ya no había franquistas; las sociedades son así de hipócritas. Bastó una película para demostrar que en Francia seguía habiendo elementos traidores del pasado, como ha bastado en España muy poco para probar lo mismo.

La película, que cuenta con actores relativamente desconocidos (no así sus rostros) como Pierre Blaise, Aurore Clément, Thérèse Giehse, Holger Lowenadler, Jean Bousquet o Jean Rougerie, es una de las mejores obras de un cineasta magnífico como es Louis Malle, quien, especialmente en las películas en las que habla de la ocupación alemana (maravillosa Au revoir les enfants), siempre ponía muchas dosis de emotividad y memoria propia. Ayudan a completar un magnífico marco la música del gran guitarrista de jazz Django Reinhardt, y la fotografía espléndida del habitual colaborador de Sergio Leone, Tonino Delli Colli. Pero sobre todo es Pierre Blaise, el actor que da vida a Lucien, quien está soberbio. Se le ha acusado en ocasiones de crear un personaje estúpido, un tipo absurdo, apático, indolente, plano, un maniquí sin gestualidad ni emoción. Quien critica así la fenomenal actuación de Blaise en un personaje que le estaba pidiendo exactamente eso, no repara en que su personaje es la personificación de toda la Francia de 1939-1945. Sus posiciones iniciales, su evolución, su búsqueda, su abrazo al colaboracionismo, su posterior actuación, no hacen sino emular la propia evolución de Francia en aquellos años, de la apatía en la llegada de la tormenta a la tardía reacción, pasando por la tibia oposición y el derrumbe francés de 1940, poniendo la historia de Lucien en primer plano como metáfora y explicación de la incomprensible deriva del país que trajo la Revolución, la democracia y los derechos civiles (y sí, no me estoy olvidando de Estados Unidos; los estoy omitiendo voluntariamente) y que apenas ciento cincuenta años más tarde se entregó en brazos de la barbarie y de muy buena gana.

Sin duda una película para pensar, para analizar la debilidad de las falsas democracias y de lo fácil que resulta su conversión en crueles gobiernos dictatoriales, y sobre todo, constituye una acertadísima reinvindicación de la memoria como instrumento de juicio (por mal que les pese a quienes desvarían en la prensa un día y “olvidan” sus palabras al siguiente) y de la Historia (sin manipulaciones con las que arrimar el ascua a la sardina de cada cual) como instrumento de incalculable valor pedagógico, periodístico y formativo, al tiempo que da pie a reflexiones más profundas, al papel que occidente, cuyo pasado bárbaro no tiene parangón alguno, debe ejercer como ejemplo frente al mundo: el reconocimiento de los propios errores, el enjuiciamiento de sus propios verdugos, el reconocimiento de sus propias miserias, sin tergiversaciones, sin versiones edulcoradas, antes de dar lecciones de democracia al mundo y de pretender que hagan otros lo que él no es capaz de hacer, antes de crear fenómenos como los tribunales internacionales (que terminan juzgando, como los tribunales convencionales, sólo a los criminales pobres, sin apoyos, de países sin avalista, mientras quienes deciden las muertes desde los despachos se cubren de halos de libertad o quienes son demasiado poderosos ni se inmutan) o de promover la detención y procesamiento a escala mundial de dictadores y criminales, mientras se esfuerza por esconder sus cadáveres en el armario. ¿Miserables? Sí. Mientras no se note…

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