Documentación

07 PM | 17 Feb

EL FESTÍN DE BABETT

El nombre de Karen Blixen es conocido hoy por muchos gracias a que parte de su vida, narrada en el libro autobiográfico que la baronesa escritora de orígen danés escribió con el nombre deÁfrica Mía (1937), fue llevada al cine de la mano de Sidney Pollack con su conocidísima película Memorias de África (Out of Africa, 1985). Lo que poca gente sabe, sin embargo, es que la escritora, conocida en el mundo literario por uno de sus pseudónimos masculinos, el de Isak Dinesen (éste era su apellido de soltera), llevó a cabo su mejor obra literaria a través de los relatos que escribió en los años posteriores a su regreso a Dinamarca tras el largo tiempo pasado en el continente africano. Orson Welles fue el primer cineasta en descubrir el potencial de estos relatos, llevando a cabo la adaptación de uno de ellos para su obra Una historia inmortal (1968), y dejando a título póstumo una película nunca llevada a cabo, también basada en otro cuento de la Blixen, Los soñadores. El primero de los relatos adaptados de Welles pertenecía a un volumen recopilatorio llamado en nuestro país Anécdotas del Destino, y en él se encontraba otra historia que, años más tarde, el realizador danés de origen francés Gabriel Áxel llevaría a la gran pantalla, y con la que obtendría el Óscar a mejor película de habla no inglesa, ganándole la partida a obras tan destacadas como Adiós, muchachos (Au revoir, les enfants) , de Louis Malle, o La familia (La famiglia), de Ettore Scola. Se trataba de El festín de Babette, relato modesto que Blixen escribió en su origen para un semanario femenino americano, con la intención de ganar así algún dinero que le permitiese salir de la difícil situación económica en la que se encontraba. Este cuento, transformado por el guión de Axel en película, trataba la historia de una pequeña comunidad de protestantes luteranos en la Dinamarca del siglo XIX, concretamente en la provincia de Jutlandia, al noroeste del país. Dos hermanas solteronas, Philippa (Bodil Kjer) y Martina (Birgitte Federspiel) hijas del pastor que dirige religiosa y moralmente esta comunidad, se quedan tras la muerte de aquél al servicio de los fieles, cuidando de ellos y de su fe y renunciando con ello a cualquier posibilidad de disfrute de su propia felicidad. Un día irrumpe en sus vidas Babette (Stéphane Audran), una francesa huida de la Revolución de la Comuna de París quien, a través de la carta de Achille Papin (Jean-Phillippe Lafont) un cantante de ópera que se había enamorado en su juventud de Philippa, les pide que la acojan como sirvienta en su casa. Tras ganar la lotería, Babette decide proponer y hacerse cargo de un banquete culinario por todo lo alto, hecho que causa gran sopor en la devota población, quienes no ven con buenos ojos ningún tipo de disfrute o placer de los sentidos, sea éste del tipo que sea.

La película tiene el don de la sencillez. En su primera mitad, el film presenta el ambiente y los personajes que forman la pequeña comunidad de luteranos, describiendo la austera elección de vida de estos seres, quienes se aferran estrictamente a la concepción de la vida como “valle de lágrimas”, dando prioridad absoluta a la religión hasta el extremo de sacrificar por ésta el mismo amor que les proporcionaría una felicidad a la cual renuncian. Axel, mediante una voz en off femenina que enfatiza la visión de la narración como un hermoso cuento, explica la historia de las dos hermanas y su sumisa y sacrificada elección de vida. Pero lo hace sin recriminaciones ni discursos reprobatorios, utilizando una ironía sutil que introduce en el relato un sentido del humor maravilloso, el cual se mantiene hasta el final de la historia, y a través del que el espectador, lejos de sentir rechazo por la actitud de los fanáticos fieles de la comunidad, siente hacia ellos un cariño y simpatía profundos.

Las dos hijas del pastor rechazan en su juventud, cada una por su lado, la posibilidad de vivir su propia historia de amor, Martina con un teniente de húsares (Gudmar Wivesson en el papel de este personaje de joven), y Philippa con el cantante de ópera Achilles Papin (preciosa es la escena de la declaración de amor entre ellos encubierta por el canto de una de los momentos cumbres de la ópera Don Giovanni, de Mozart) . Mediante flashbacks se nos muestran sendas historias, con las que se introducen los dos personajes masculinos principales, que en ese momento cumplen una función tan sólo anecdótica, pero que más adelante desarrollaran un papel clave en la narración. Papin será el catalizador de la llegada de Babette, personaje central del relato, -aunque aparezca ya muy avanzada la narración-. Por su parte, Lorenz, el teniente, envejecido y convertido ya en general, habiendo cumplido así sus ansias de grandeza que le alejaron de la reticente Martina, regresa a Dinamarca para asistir con su tía, aristócrata de la pequeña comunidad, al banquete ofrecido por Babette, y su presencia en él será clave para la transformación ejercida en los personajes de la villa.

Tras el largo planteamiento, que llega hasta el momento en que Babette gana la lotería y decide agradecer la hospitalidad de las hermanas mediante el banquete, se pasará al desarrollo de los preparativos de la gran comilona, secuencia ésta que se configurará como largo clímax de la narración. Es en el banquete donde se produce el cambio en los personajes. Éstos, decididos a renunciar al placer del fantástico festín con que les ha obsequiado Babette, se niegan en redondo a ensalzar los magníficos platos que la mujer les prepara con tanto amor y cuyos encantos culinarios son del todo irresistibles. El único personaje que manifestará su admiración será el general, extranjero como Babette en esta comunidad de fieles, quien se quedará solo en cada comentario que haga sobre la comida o el vino. No obstante, el placer de los sentidos, -y el excelente vino servido- consigue al fin que los personajes se dejen llevar por la dicha del momento, y poco a poco iran reconicliando entre ellos las rencillas que antes les separaban, llegando en algún caso a dejarse llevar por sus emociones – maravilloso momento es aquel en el que dos ancianos se besan para demostrarse así su amor largo tiempo reprimido-. La felicidad del momento se hará presente en una de las escenas más bellas del film, en la que los invitados se cogen de las manos y cantan en la noche bajo las estrellas, las cuales, como dice una de las hermanas, se encuentran más cerca de ellos esa noche. Metáfora preciosa del canto a la vida y a la felicidad que quizás a partir de entonces será disfrutada por los personajes, sin temor ya al castigo divino que les había oprimido durante todas sus vidas.

Babette es así la gran artífice del cambio en los personajes. Interpretada por una Stéphane Audran soberbia (mujer de Claude Chabrol en la vida real y musa de muchos de sus films), Babette se sirve de su arte para demostrar su agradecimiento a los que la han acogido. Como ella misma dice, su papel es el de una artista que expresa ante los demás lo mejor de sí misma, el único vestigio de su pasado que nadie le podrá nunca arrebatar. Babette es una extrangera en esta comunidad, un elemento extraño que viene a alterar la vida de sus habitantes -no hay que olvidar que Axel desarrolló gran parte de su obra en Francia, por lo que comparte con su protagonista esta condición de extranjero en su tierra-, y sólo conseguirá integrarse definitivamente entre ellos cuando exprese lo mejor de sí misma,lo que realmente la hace única y diferente entre los demás.

Gabriel Axel consiguió una obra de arte cinematográfica, muestra extraordinaria en todo momento de una sencillez visual y temática excelentes. La cámara no denota apenas su presencia, ni enturbia en ningún caso la sobriedad perfecta que lo inunda todo.La puesta en escena respeta el espíritu de la narración, por lo que el film acaba por erigirse como una maravillosa pieza de cámara perfectamente interpretada por la totalidad de los personajes, con una fotografía de Henning Kristiansen soberbia que expresa a la perfección el ambiente austero de esta comunidad nórdica y una música de Peer Norgaard discreta pero presente, que acompaña las situaciones mostradas en un tímido segundo plano con el que se enfatiza aún más su eficacia expresiva.

El cine danés ha tenido a lo largo de los años períodos de máxima importancia para la historia de este arte. Uno de los momentos de máxima lucidez fue precisamente a finales de la década de los ochenta, puesto que al año siguiente del triunfo internacional de El festín de Babette, otra producción danesa se hizo con el Óscar a la mejor producción de habla no inglesa, en este caso Pelle el conquistador(Pelle Erobreren, 1988), de Billie August, película que obtuvo además numerosos premios en otros tantos festivales. Pero, dejando de lado la polémica intrusión en el panorama cinematográfico de los cineastas del Dogma’95, lo que está claro es que el director que más prestigio ha dado al cine danés ha sido y será por mucho tiempo Dreyer, a quien Gabriel Áxel no quiso olvidar en su film, no sólo en algunas soluciones de puesta en escena, que recuerdan la sencillez del gran maestro (aunque no tengan nada que ver con la complejidad expresiva y existencial de sus filmes), sino asímismo en la inclusión en su Festín de Babette de algunos de los actores emblemáticos de las grandes obras de Dreyer, como Birgitte Federspiel (Martina) o Cay Kristiansen (el viejo Poul) los inolvidables Inger y Anders de Ordet (La palabra) (Ordet, 1955), Ebbe Rode (Christopher) y Axel Strobye (el cochero), el poeta Gabriel y el Doctor Nygen en Gertrud (Ídem, 1964), o la maravillosa Lisbeth Movin (la vieja viuda) protagonista de la inolvidable Dies Irae (Ídem, 1943). Este homenaje es extensivo también a otro de los grandes del cine nórdico, en este caso Bergman, al incluir en una breve aparición a una de las musas del gran director, Bibi Andersson, en el papel de una madura y sofisticada condesa que mantiene evidentes puntos de contacto con el personaje real de Karen Blixen. Pero independientemente de la ayuda que supone el contar con tan extraordinario plantel de actores, lo cierto es que El festín de Babettees en sí misma una extrordinaria película,de cuyas cualidades ya se ha hablado pero que conviene recordar como una de las más bellas expresiones del cine nórdico que hemos podido disfrutar en los últimos años.

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05 PM | 12 Feb

ULRICH SEILD

La trilogía ‘Paraíso’ (formada por las entregas ‘Amor’, ‘Fe’ y ‘Esperanza’) ha consagrado al austriaco Ulrich Seidl como uno de los directores de cine europeos más estimulantes. En una reciente visita a Barcelona, lo entrevistamos sobre su obra y su visión del individuo y el mundo actual
La Europa de Ulrich Seidl
Portada del suplemento Cultura|s del miércoles 12 de febrero de 2014 LVE
“Todas mis películas son políticas”, sentenció el director austriaco Ulrich Seidl, llegado a Barcelona para participar en las IV Jornadas Filosóficas organizadas por Arts Santa Mònica, el CCCB y el Instituto Francés. Y nadie podría negarlo. Tanto sus documentales filmados en los años noventa como las películas realizadas a partir del 2001, en las que introduce la ficción, cuestionan el mundo en que vivimos y nos interpelan a nivel subjetivo y social. 
De un modo más refinado, la trilogía titulada Paraíso (estrenada aquí el pasado verano en sus tres entregas: AmorFeEsperanza) parece confirmarlo de manera definitiva: el cine de Seidl hurga en nuestras contradicciones como individuos y como sociedad, obliga a la reflexión e imprime en nuestra conciencia, como el mismo director desea, una huella “duradera”. Sin embargo, mis reflexiones ante las películas de Seidl adoptan una figura peculiar, un tanto incómoda: confieso que me retuerzo en la butaca del cine, no paro de moverme en el sofá de casa, no acabo de encontrar una posición adecuada para ver sus películas porque, precisamente, no veo su fuerza política allí donde debería verla. A mis ojos, el cine de Seidl bascula irreductiblemente entre dos políticas de la imagen.
Europa contra el amor
La trilogía Paraíso está atravesada por el amor y los tabúes de nuestro viejo continente. La Europa turística, colonial y capitalista explota primero en las aventuras de Teresa, mujer austriaca “entrada en años y en carnes”, que viaja a Kenia en busca de amor y acaba convirtiéndose en el pequeño gran dictador que todos llevamos dentro: turista desengañada, déspota colonialista, explotadora sexual sin escrúpulos. En sus declaraciones, Seidl siempre insiste en su interés por destapar los tabúes que yacen ocultos tras la superficie de nuestra infernal cotidianidad. El infierno está aquí. Y así lo demuestra también en las otras dos películas de la trilogía. 
En Fe, ganadora del premio Especial del Jurado en la Mostra de Venecia del 2012, Seidl ataca el proselitismo cristiano representado radicalmente por Anne Marie, la hermana de Teresa. Cristiana patológica, Anne Marie prefiere amar espiritual y carnalmente a Jesucristo antes que a su marido, musulmán paralítico con el que libra una cruel batalla. Los interiores de su propia casa y de las viviendas que visita en su misión evangelizadora exhiben una estética claustrofóbica y decrépita como nuestra misma sociedad. Claustrofobia y decrepitud que contrastan visualmente con los poéticos exteriores de Esperanza, película que cierra la trilogía con un toque sin duda menos despiadado. No obstante, en Esperanza también se revela la soledad de nuestras sociedades y nuestra búsqueda infructuosa del amor. Melanie, hija de Teresa, es aquí una adolescente en un bizarro centro dietético para jóvenes obesos. Con la soledad de su teléfono móvil, su amor por el médico del centro -unos cuarenta años mayor que ella y encargado de controlarle el peso- se erige como una vía (des)esperanzada para convertirse en una persona integrada, afectiva y físicamente. Con Seidl, podríamos sentenciar: Less weight is more love.
La otra política de las imágenes

La fuerza crítica de Paraíso parece buscar entonces la identificación con el espectador. El infierno de la trilogía es nuestro propio infierno y los tabúes que nos muestra en pantalla, desgarradamente, denuncian nuestros propios tabúes: turismo despreocupado, eurocentrismo inconsciente, capitalismo salvaje, soledad de teléfonos móviles, normatividad de los cuerpos, etcétera. Así lo afirma el mismo Seidl en la entrevista que tuve la oportunidad de realizarle, junto con Felip Martí-Jufresa, durante su estancia en Barcelona: “Mis películas están concebidas para que el espectador se vea en ellas, para que reflejen el mundo. Si el espectador no niega este mundo, se verá reflejado en ellas de una u otra manera. Y por eso son provocadoras”. 
Esta política de las imágenes basada en la identificación depende de una estrategia que pretende vincular, directamente, la percepción despiadada de un tabú y la toma de conciencia crítica del espectador. Ahora bien, ¿verme así retratado me vuelve consciente? ¿Y esta toma de conciencia conlleva un cuestionamiento político? Esta vinculación entre percepción, toma de conciencia y posición política ya no resulta tan directa como lo era tal vez en otros tiempos, cuando el flujo de imágenes era menor, cuando los grandes sistemas ideológicos sustentaban las producciones artísticas comprometidas y ofrecían otra idea de sociedad. A mi modo de ver, la fuerza política de las películas de Seidl -y en concreto de su trilogía Paraíso– no se encuentra tanto en esa estrategia basada en el reflejo despiadado de nuestros tabúes, la identificación y la consecuente toma de conciencia del espectador. Aunque esto es lo primero que salta a la vista, la política de las imágenes de Seidl esconde sus armas en otros niveles.
Las películas de Seidl imprimen una huella duradera en el espectador por su amoralidad. Es ahí, más bien, donde reside su fuerza política. A diferencia de otras películas supuestamente políticas (Ken Loach al frente), el espectador seguirá pensando durante días en la película de Seidl porque esta no anticipa su sentido ni su efecto. Teresa, Anne Marie o Melanie suscitan ora odio, ora comprensión. El Paraíso de Seidl no es moralista ni inmoral, sino amoral. El espectador se ve entonces enfrentado a una configuración despiadada de imágenes, cuerpos y palabras que no determina su sentido anticipadamente. Se abre así en la pantalla un cuestionamiento que no se resuelve ni en la intención del director, ni apelando a una ideología concreta. Nos quedamos solos con nuestro propio juicio.
Un espacio de reflexión que Seidl consigue, asimismo, mediante un perfecto equilibrio entre el género documental y la ficción -una combinación muy utilizada hoy, aunque no siempre tan radicalmente. Esa indisciplina de géneros, alternando drásticamente planos fijos y planos en movimiento, hace explotar la realidad filmada a través de la libertad de la ficción. Un vaivén entre realidad y ficción que también se percibe en la interpretación de actrices y actores no-profesionales sometidos a la improvisación: su cine está hecho por personas -más allá de los límites del guión clásico y de la disciplina interpretativa- y para personas -espectadores llamados a juicio. 
Así se explica, en definitiva, mi incomodidad y quizá también la de muchos otros espectadores del Paraíso: la fuerza política de esas imágenes bascula irreductiblemente entre el reflejo crítico de nuestro mundo y la apertura de un espacio amoral que, entre realidad y ficción, nos deja solos con nuestro propio juicio. Sin una intención previa o una ideología que resuelva su sentido, con toda la complejidad de la existencia.

Leer más: http://www.lavanguardia.com/cine/20140212/54400184236/europa-ulrich-seidl.html#ixzz2t85Wk6mG
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11 AM | 02 Feb

CRISTIAN MUNGIU

4 MESES, 3 SEMANAS, 2 DÍAS (Cristian Mungiu, 2007)

Por Ángel Santos

Junto al inevitable balance de lo que ha sido el pasado año cinematográfico, se ha convertido ya en algo recurrente por estas fechas atender a los lamentos proclamados desde la industria española en torno a la escasez de público que acude a las salas de cine, el inevitable descenso de los ingresos en taquilla que ello supone y todo cuanto se refiere a la escasa aceptación popular de las películas que se producen en nuestro país; destacando además, la perplejidad del sector ante dichos sucesos -habida cuenta de las, a su juicio, maravillosas y estimulantes propuestas que se nos ofrecen a nosotros, injustos espectadores-. Entre queja y queja los académicos comienzan, mientras tanto, a preparar sus mejores galas, movilizando a televisión y semanarios, y luciendo sus seductoras sonrisas se disponen a entonar aquello de “qué grandes somos”, “cuánto nos queremos”, “qué mal nos trata todo el mundo”, etcétera.

Uno no acaba de comprender por qué, si el estado de la cuestión es tan crítico como proclaman desde los centros de poder de esta “industria” suya, en lugar de realizar un serio replanteamiento de la situación a partir de los errores conocidos, se insiste año tras año en un preocupante crescendo de autocomplacencia ombliguista, reforzado además por la celebración de ciertos encuentros o “fiestas del cine” (así lo llaman) a semejanza de las grandes citas (económicas) de las industrias extranjeras (los Óscar como referente supremo), imitando estupidamente su apariencia externa y descuidando cada vez más lo que de verdad importa: el cine que se produce en este país, y sobre todo, el porcentaje de éste que logra hacerse visible para los espectadores (y que se confirma por el simple hecho de que los grandes hallazgos del cine español durante este pasado 2007 se han desarrollado en los márgenes de dicha industria).

Esto viene a cuento (o quizá no) porque durante el visionado de la película rumana que nos ocupa -a estas alturas de mes a buen seguro que ya todos sabemos más sobre el estado de la producción cinematográfica rumana que sobre la nuestra propia- recuerdo que uno de los primeros pensamientos que me asaltó fue en torno a las exiguas posibilidades que tendría una película como ésta de llegar a ser producida y promocionada por una industria tan temerosa como la española, y aún, de haberse llegado a realizar, qué turbio futuro de precariedad le esperaría.

La realidad inmediata es que la apuesta española de este año para competir por el ansiado Óscar ha fracasado, en su intento de emular las produccioneshollywoodienses, y mientras tanto, una modesta película rumana, hablando desde la propia experiencia y realidad de su país, continúa con paso firme su camino hacia objetivos a priori insospechados.

Centrándonos ya en la película realizada por Cristian Mungiu debemos decir que pese a que la propuesta planteada no sea especialmente novedosa u original, ésta convence y termina por destacar no por el carácter polémico de su temática, sino por el absoluto rigor de sus planteamientos dramáticos y formales y que en el tratamiento casi hiperrealista de sus imágenes hayan el mejor camino para llegar a la abstracción.

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En 4 meses., la peripecia (el proceso que han de seguir dos amigas para conseguir abortar clandestinamente en la Rumanía de Ceaucescu) se convierte en el “todo” que provoca el movimiento de los personajes en una asfixiante sensación de precisión temporal; pero lo que destaca es que al final del trayecto y por encima de todo ello, tenemos la certeza como espectadores de que el objetivo primigenio que nos ha mostrado el film es lo de menos y que ante nosotros se ha revelado un estado de cosas mucho más profundo e interesante.

Una primera elección marca claramente cuáles son los verdaderos intereses de Mungiu: la protagonista del filme, a la que seguiremos en cada uno de sus pasos, no es Gabita, la chica embarazada, sino Otilia, su amiga. Otilia es un personaje en crisis aunque no lo aparente dada la seguridad demostrada en todos sus actos: reaccionando con decisión e inmediatez ante los obstáculos que se suceden en vertiginoso aumento a medida que avanza la cinta. Una sensación de seguridad que nos habla de una sociedad necesitada de establecer mecanismos de defensa que le permitan protegerse de un entorno opresivo y aterrador, y que el film logra transmitir a partir de detalles nimios del guión (un trayecto en autobús, la manera que tienen de comportarse las azafatas de un hotel, o las conversaciones de la burguesía del país en torno a una mesa repleta) o de la puesta en escena (las presencias o ausencias de personajes en el interior de un plano son utilizadas como certeras armas de sugestión).

Mungiu opta por la rigurosidad y la honestidad a la hora de trazar los recorridos de sus personajes, permaneciendo siempre a cierta distancia (son numerosos los desplazamientos de la cámara hacia atrás alejándose de los personajes en lugar de acercándose a ellos), tratando de minimizar su presencia para poder observar mejor la realidad que ha seleccionado y procurando no emitir, mediante la utilización del montaje, juicios de valor sobre sus comportamientos. Un buen ejemplo de ello es el largo plano en la habitación de hotel en el que los tres personajes principales dialogan y poco a poco se construyen (se revelan) cada uno frente a nosotros con su propia verdad.

Pero si hay algo por lo que 4 meses. logra convertirse en un film destacable es porque más allá del primer plano en el que se sitúan los personajes (y sus intérpretes), por encima de ellos y acaparándolo todo, la película logra dar presencia a un generoso espacio en off que abarca desde la inmediata literalidad del fuera de campo de un determinado plano (fragmentando los cuerpos de los personajes que intervienen en una acción: las piernas de Gabita en el centro de la imagen tras la intervención del abortista reclamando insidiosamente nuestra mirada) logrando una contundente sensación de desasosiego y de no-conexión entre los personajes o entre éstos y su entorno; hasta aquel otro espacio que se extiende invisible más allá de sus propios límites y que comprende un pedazo de la historia de Rumanía (a la que no se hace referencia directa en ningún momento pero que termina por revelarse con toda claridad). Todo lo que queda fuera, lo que no se ve, aquello de lo que no se habla y de lo que no se hablará (como Otilia pide a Gabita al final del camino) estará presente sobre la mesa, entre las dos chicas, cuando el film corte a negro.

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