Debates Filosóficos y Políticos

02 PM | 29 Oct

LA REVUELTA DEL ESPÍRITU

Un día, el prVERINESesident Maragall en una de sus visitas habituales al Círculo de Bellas Artes de Madrid, me comentó que tenía la intención de abrir un centro cultural que, a la vez, fuera una librería de volúmenes editados en catalán. Impresionado por la cantidad de gente que acudía a diario a las exposiciones, representaciones teatrales, conferencias, o seminarios, me adelantó su intención de alquilar un local (recientemente abandonado por Renfe) justo enfrente de la entrada principal del Círculo, que yo entonces dirigía. Lo mismo que el Círculo, daba a la calle de Alcalá y a Marqués de Casa Riera. La razón dada para tomar semejante decisión fue que así nos haría “la competencia” aprovechándose de aquel inmenso fluir. Muchos, antes de entrar en el Círculo, curiosearían por Blanquerna y también quedarían enganchados a sus actividades. A mí me pareció una excelente idea. Así se hizo y allí siguen ambas instituciones hermanas.

Tiempo después, al ser nombrado director del Instituto Cervantes, en mis primeras declaraciones anuncié que, por vez primera, esta institución impartiría además del español clases de las otras tres lenguas oficiales: catalán, euskera y gallego. De nuevo, Maragall me telefoneó para felicitarme por el cargo y me dijo “espero que no le hagáis la competencia al Ramon Llull”. “Por supuesto que no. Por el contrario, colaboraremos estrechamente con él y utilizaremos a sus profesores”, le respondí. Así fue. A partir de ese momento hubo una buena entente, también con la Academia Gallega y con la Vasca. De hecho, pusimos el nombre de Espriu, Aresti y Cunqueiro a las bibliotecas de nuestros centros de Palermo, Lyon y Damasco (este último, hoy desgraciadamente cerrado por la guerra).

Un Instituto Ibérico

Mi idea siempre fue, es y será la de la permanente colaboración entre nuestras lenguas y culturas a través de las instituciones que las representan, porque todas ellas son las que conforman nuestro país. El español es, por su historia, de entre ellas, la más universal. Pero a través de nuestra lengua común se vehiculan las otras tres. Dos de ellas, el catalán y el gallego igualmente latinas y por tanto de no complicado aprendizaje. Se trata de vehicular las lenguas, los escritores, los intelectuales y todas las variadas manifestaciones artísticas que engloban estas culturas. En los Congresos de la Lengua, al menos de aquellos años, siempre hubo una presencia activa de lingüistas, historiadores y escritores que compartían amistosamente sus inquietudes y que explicaban al público argentino de Rosario o al de Cartagena de Indias la variedad y riqueza cultural de nuestro país. De esas reuniones surgió la idea de la creación de un Instituto de las Lenguas Ibéricas, que estaría conformado por la Academia Gallega, la Academia Vasca, el Instituto Ramon Llull, el Cervantes, el Instituto Camoens portugués, la Universidad de Alcalá de Henares y cuantas otras instituciones culturales o lingüísticas quisieran adherirse. La Universidad donde nació Cervantes se ofreció para alojarlo y dotarlo de profesorado, así como de alumnos y actividades. Al principio hubo algunas reticencias por parte del Instituto Camoens y de la Acadèmia Valenciana de la Llengua por la denominación. Sin embargo todo se arregló y se llegaron a producir al menos cuatro o cinco reuniones entre Madrid y Alcalá, pendientes de que las próximas se fueran realizando en las diferentes sedes de cada lengua. Lisboa era la inmediata. Se redactaron los primeros proyectos de estatutos y el propio presidente Zapatero fue advertido mostrando su interés y ofreciendo su ayuda que, sin lugar a dudas, tendría que ser de tipo económico. Creo que este proyecto fracasado, sencillamente porque no tuvo continuidad a mi marcha de la dirección del Instituto para ocuparme del Ministerio de Cultura, fue uno de los mayores intentos para establecer una convivencia ibérica permanente de lenguas y culturas. Un centro donde se enseñarían todas ellas y, sobre todo, se establecería un contacto permanente entre todos los creadores, estudiosos y artistas.

Intercambio de ideas

El mundo de la cultura siempre ha estado en contacto en la Península, porque la cultura también habla un esperanto común, además de las propias lenguas vernáculas. Este esperanto se basa en la convivencia, en el conocimiento, en el intercambio de ideas, en el intercambio de experiencias y sentimientos com
unes al ser humano. La cultura está por ­encima, y más allá, de las batallas partidarias. Pero cuando se la utiliza políticamente de uno u otro lado es entonces cuando surgen los problemas y las suspicacias. A la política sólo le interesa utilizar a la cultura para sus propios fines y no para los de su engrandecimiento y esplendor. Las lenguas de España, en otras épocas, sufrieron los rigores de los tiempos oscuros, pero hoy están perfectamente establecidas y han podido desarrollar una labor creativa como nunca antes había sucedido. ¿Qué pasó con las otras lenguas de Francia, de Alemania o de Italia? ¿Qué papel tiene hoy el gaélico? La convivencia lingüística en nuestro país ha sido casi siempre ejemplar. Que podría ser infinitamente mejor, seguramente, pero las obras de los escritores circulan y la presencia plurilingüística en jurados, premios, actividades e intercambios sigue siendo notable. Quizá en la educación (el gran problema de España desde sus orígenes) se debería insistir en una mayor difusión. Yo siempre comenté que cada niño español debería acabar el bachillerato conociendo, al menos, un mínimo vocabulario en todas las lenguas ibéricas. También sería magnífico que los jóvenes alumnos en sus planes de estudio leyesen a los autores fundamentales de todas las lenguas oficiales. ¿Pero acaso habrán leído a Cervantes o Lorca? Las Humani­dades en los últimos años han sido transterradas y esa grave irres­ponsabilidad gubernamental también ha influido en el conocimiento que todos deberíamos tener de los unos y los otros.

Pero la cultura y las lenguas siguen su camino a pesar del devenir de la política, y hoy nuestra industria cultural es una de las más poderosas del mundo; nos interconecta a todos con todos. Por ejemplo ¿dónde están las grandes editoriales, los grupos de comunicación, las productoras de cine y televisión? Catalunya es un centro crucial en todo este gigantesco eje, tanto peninsular como iberoamericano. Guionistas, actores, directores, productores, editores, escritores y artistas desarrollan su actividad en cualquiera de las lenguas que hemos citado. Todos conformamos un gran mercado (aunque no me gusta nada abusar de esta palabra) de más de 500 millones de personas. Tampoco no nos olvidemos de los más de 50 millones de hispanos en EE.UU., una comunidad cada vez más influyente. Donde hay un hispanoamericano o un iberoamericano, también hay un catalán, un gallego o un vasco, con sus respectivos idiomas y particularismos culturales.

Cultura y política

El mundo de la cultura debería tener el coraje de romper sus lazos con la política de la que siempre ha sido sumisamente dependiente y declararse también ajeno a aquellos que quieren vaciar a la cultura de todos sus valores universales. Del mismo modo, alejarse de quienes han ejercido siempre una amenaza continuada contra el libre pensamiento. El mundo de la cultura debería reorganizarse como otro poder, como un contrapoder para protestar por su utilización partidista. No volver a ser colaboracionistas y recolectores de dádivas bien repartidas. No hay lenguas ni culturas que puedan sobrevivir indemnes a su utilización. Volvamos a manifestarnos como inteligencia crítica y racional, no como masa sentimental. Reemprendamos nuestros contactos como en otras épocas, reemprendamos nuestros debates, reemprendamos nuestros vínculos desde nuestra diversidad. Nos unen más cosas entre nosotros mismos que con los políticos de turno, aniquiladores de diferencias y amantes siempre de la obediente uniformidad. Cumplidos sus fines ¿acaso alguien se puede imaginar que ese “amor de interés” se puede perpetuar? Humanistas y científicos procedentes de todas las ideologías, agrupémonos bajo una causa común: la convivencia, el respeto, la libertad de creación, la independencia respecto al esclavismo económico ejercido por el poder, la utilización de nuestro saber, y dediquemos nuestros esfuerzos a la educación en ideales pacíficos y en la pluralidad. El gran político francés Clemenceau, a finales del siglo XIX, ante los gravísimos sucesos que se habían producido en torno al caso Dreyfus, escribió: “Y es en esta pacífica revuelta del espíritu (francés) donde pondría mis esperanzas de futuro en este momento en que todo nos falta”. El mundo de la cultura no debe rendirse a las fratricidas luchas políticas, porque en todo creador hay un pacifista, un ser libre, independiente y, sobre todo, crítico.

Prestigio cultural y cambio

Sabemos que hoy el prestigio de la cultura no es como el de otras épocas, debido al cambio social que se está produciendo, con la presencia de las nuevas tecnologías y las redes sociales; pero la cultura mantiene su patrimonio y dignidad de siglos en el avance sereno y sensato de la humanidad. Recuperemos el significado simbólico de la palabra intelectual, una fuerza autónoma entre poderes, capaz de mantener la cordura perdida en muchos de los frentes. Estaría bien un manifiesto común que se iniciara como aquel otro “los abajo firmantes” y que pidiera: mayor educación, mayor cultura, mayor espíritu de convivencia y respeto a todas las lenguas, mayor permeabilidad y menor aislacionismo, un intercambio permanente de experiencias, mayor comunicación entre universidades y desterramiento de la mediocridad producida por las subvenciones locales, que tan sólo abocan al páramo cultural. En otras palabras, luchar contra el ensimismamiento de una u otra índole. Reunirnos en una gran asamblea para hablar, pensar y establecer de nuevo una convivencia cultural en plena cohesión europea. No nos desconectemos de nosotros mismos sino que volvamos a enlazarnos en la confianza de lo mejor. No somos instrumentos de otros, sino del ser humano que quiere hablar, dialogar y no entrar en un litigio arrasador de permanentes quejas contra el otro. En Europa, en estos momentos, sólo es extranjero aquél que no conocemos ni tenemos deseo de conocer en momento alguno. Los españoles no somos extranjeros entre nosotros mismos, pero sí tenemos la obligación de conocernos más, tratarnos más, el amor es también un ejercicio cotidiano inabarcable e inacabable, como sabía el rey Lear.

CESAR ANTONIO MOLINA

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08 PM | 17 Sep

NACIÓN/FICCIÓN

De esto trata lanación votación. No de que Escocia sea una nación, ya somos una nación: ayer, hoy y mañana (…) En realidad trata (y esta es la cuestión) de romper todos y cada uno de los vínculos con el Reino Unido”. Así comienza el discurso con el que el ex primer ministro Gordon Brown irrumpió hace un año en la campaña para el referéndum escocés, contribuyendo a cambiar el rumbo favorable a la independencia que registraban las encuestas. No pone en duda que Escocia sea una nación —lo da por supuesto— sino que serlo justifique la ruptura con los demás ciudadanos del Reino Unido. Y dedica el resto de su discurso a valorar lo mucho que comparten todos ellos.

El debate suscitado por las declaraciones de Felipe González en las que admitía ser partidario del “reconocimiento de la identidad nacional de Cataluña” remite a esa cuestión. Lo que cuenta no es la definición como nación sino qué consecuencias políticas se pretenda extraer de ese reconocimiento. Desde finales del siglo XIX, los nacionalistas han dado por supuesto que esa condición implica el derecho a tener un Estado propio. Es el llamado “principio de las nacionalidades”, de imposible aplicación dado que en el mundo hay varios miles de lenguas y categorías étnicas susceptibles de ser catalogadas como naciones o nacionalidades. En Europa, más de 200.

Michael Ignatieff, el intelectual canadiense autor de varias obras sobre conflictos étnicos, dedicó seis años de su vida a tratar de llevar sus ideas a la política práctica como diputado y líder del Partido Liberal. En plena campaña por ese liderazgo, un periodista le preguntó a quemarropa si consideraba que Quebec era una nación. “Por supuesto que lo es”, respondió, dando por establecido, como ha explicado en su libro de memorias Fuego y cenizas (Taurus. 2014), que eso no significa derecho a convertirse en un Estado independiente puesto que varias naciones “pueden compartir un Estado”. “Lo que yo rechazaba no era el orgullo sobre la nacionalidad sino la insistencia en dotarse de un Estado y la creencia en que los quebequenses debían elegir entre Quebec y Canadá”, lo que siempre “habían rechazado porque sentían lealtad hacia ambas”.

En la Transición democrática, cuando libertad y autonomía eran dos caras de lo mismo, muchas personas que en absoluto podrían ser consideradas nacionalistas admitían con naturalidad que Cataluña era una nación. Pero hacia finales de los noventa, tras los últimos traspasos de competencias, sectores nacionalistas catalanes y vascosvieron en la reclamación de soberanía la posibilidad de prolongar su agenda de reivindicaciones (y sus carreras políticas).

Desde entonces, para que fuera posible una reforma constitucional que reconociera a Cataluña como nación sería necesario encontrar una formulación que dejara claro que no existe vinculación entre ese reconocimiento y un hipotético derecho de secesión. Y tampoco con la pretensión de que si Catalunya y Euskadi son naciones, España no puede serlo.

(Un nacionalista vasco radical de la generación de los años treinta, Manuel Fernández Etxeberria, Matxari, publicó en los sesenta un libro titulado De Euskadi nación a España ficción).

PATXO UNZUETA, en EL PAIS, 17 de septiempre 2015

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12 PM | 09 Jul

LA POLÍTICA DE LAS ALMAS BELLAS

GOETHEUna de las consecuencias más interesantes de las últimas elecciones autonómicas y municipales es que, por fin, las almas bellas van a verse obligadas a enfangarse en el noble cenagal de la política. Le debemos a Goethe, en sus Confesiones de una alma bella,la reintroducción del término en la historia moderna, si bien es Hegel quien nos entrega, desde una perspectiva radicalmente crítica, los caracteres esenciales de esa figura romántica de la conciencia: “Es conciencia que, con el fin de mantener la pureza de los principios en su máxima universalidad […]o en su pura intencionalidad, termina renunciando a la acción, o mostrando un desapego y desinterés por los modos en que la universalidad se puede materializar o encarnar”. El alma bella, para Hegel, se niega a alienarse en el mundo para no perder su íntima pureza, pero eso implica que su existencia se resuelve en un estado de eterna melancolía. Nietzsche, siempre más malévolo, no dejaría de olfatear una inequívoca voluntad de poder, eso sí, reactiva, detrás de esa pretendida inocencia.

Hasta estas últimas elecciones Podemos y Ciudadanos han podido representar el papel de almas bellas. Ambos han estado revoloteando en el éter, siempre cómodo, de la pura teoría. Desde ahora, ambos habrán de enfrentarse a las inevitables contradicciones que conlleva la inscripción en la política efectiva. El grado de intensidad de esas contradicciones será directamente proporcional a la dimensión de negatividad que contengan sus premisas. En Podemos un partido que lleva en su ADN ideológico la negación de los fundamentos de la democracia representativa, la mera participación en un juego que han estado denunciando como una innoble pantomima no solo significa una flagrante contradicción con sus propios principios, sino que, paradójicamente, viene a reforzar el carácter democrático del sistema objeto de sus críticas.

Su segunda contradicción comienza justo en el momento en el que sus representantes, democráticamente elegidos, se vean obligados a abandonar el limbo de maximalismo moral en el que hasta ahora han residido para llegar a acuerdos concretos con otros partidos. Quienes han vendido el cielo como paradigma, tendrán que explicar a sus adeptos el carácter estrictamente terrenal de la política. Aquellos que le negaba el pan y la sal de la legitimidad democrática a los otros partidos, a los bancos, a los representantes del pueblo (“No, nos representan”), instalados en la red de interconexiones e intereses que constituye la condición de posibilidad del poder político tendrán que abjurar de una parte, más o menos grande, de sus principios, con el riesgo inevitable de decepcionar a la parte más fervorosa y virginal de su feligresía. Si se aplica el término “casta” indiscriminadamente, cualquier contacto con otra realidad termina pareciendo una transacción poco digna.

Muy distinto es el caso de Ciudadanos, cuyo punto de partida no desmiente un compromiso inequívoco con la democracia representativa. Sus potenciales contradicciones se circunscriben a la coherencia o no de los acuerdos de gobierno que suscriban. No hay que olvidar que un número bastante significativo de los votos que han ido a este partido proceden de votantes del PP desengañados de su actitud laxa frente a la corrupción interna, su concepción tecnocrática de la política y la arrogancia, en ocasiones soez, que exhiben algunos de sus dirigentes. Por eso, muchos de esos votos flotantes podrían regresar al PP si se convirtieran en instrumentos para la formación de gobiernos de signo ideológico opuesto. Todo ello se complica, por la estructura interna poco consolidada de este partido y por una avalancha de afiliaciones que podría facilitar la irrupción de sorpresas poco gratas en términos de moralidad política.

Sea como fuere, es una buena noticia para la democracia española la alienación de las almas bellas en la arena política. Hegel afirma que el alma bella se proyecta siempre en una comunidad ideal. Inevitablemente, para muchos de los que hasta ahora han estado viviendo en ella van a resultar muy decepcionantes las componendas que exige el juego político. Por eso me atrevo aventurar algo que va contra la inercia de los análisis que dan prematuramente por muerto al bipartidismo. A medida que se acerquen las elecciones generales, la polaridad ideológica y el baño de realidad de los nuevos partidos van a conjugarse en favor de los antiguos.

Manuel Ruiz Zamora es filósofo e historiador del arte.

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