Crítica Cinematográfica

01 PM | 19 Dic

FESTIVAL MÈLIÉS (EL DÍA 22 Casa de Cultura)

Érase una vez un soñador, un ilusionista, que quiso capturar los sueños. Érase una vez un prestidigitador que tenía un teatro en París, el teatro “Robert Houdin’, en el que practicaba cada noche sus trucos de magia frente a decorados fantásticos de su propia invención. Hasta que un día, el 28 de diciembre de 1895, asistió invitado por los hermanos Lumière a la primera representación del Cinematógrafo. Y quedó fascinado.

Érase una vez un soñador, un ilusionista, que quiso capturar los sueños, y que lo consiguió. Érase una vez Georges Méliès, “el mago del cine”.

Georges Méliès (1861-1938) introdujo la magia y la ficción en el cine cuando este aún daba sus primeros pasos. Hasta el punto de que viajó a la Luna en 1902 (Viaje a la luna, 1902, está considerada su obra capital).

Este hijo de un empresario del calzado, tocó todas las teclas del celuloide como director, actor, decorador o técnico y reinó a lo largo de dos décadas pero, después de la Primera Guerra Mundial, quedó “anclado en su universo fantasmagórico” y el público empezó a preferir otras propuestas como las de D. W. Griffith.

El día 22 en la Casa de Cultura  podremos  conocer 21 películas originales, algunas de las cuales han sido restauradas y digitalizadas. Incluyendo una versión lo más completa posible, con efectos de coloreado, de su película más famosa: Viaje a la Luna.

 

Las sombras chinescas, y la presentación de algunos de sus trucos mediante la sobreimpresión, los fundidos encadenados, los fondos negros o los efectos pirotécnicos, seguro que harán las delicias de los mas pequeños.

Bienvenidos al mundo mágico del cine del universo Méliès.

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12 PM | 19 Dic

The Passing (EL DÍA 21 A LAS 2O HORAS)

EL TIEMPO COMO FORMA:
“…Comprimir o dilatar el tiempo, ¿no es la primera labor del director? ¿No cree usted que el tiempo del cine nunca debería tener relación con el tiempo real?”
Alfred Hitchcock, en El cine según Hitchcock, de François Truffaut


“Tu materia es el tiempo, el incesante
tiempo. Eres cada solitario instante.”
Jorge Luis Borges

Con “The Passing” asistimos a imágenes profundamente íntimas que nos sumergen en un relato hipnótico donde se reflejan sensaciones y emociones universales. La proyección de la película es disparadora de una proyección interior, de una travesía desde el interior del artista a nuestro propio interior.

Los matices autobiográficos del relato son casi una anécdota: que sea el propio Viola quien ocupa el lugar de “protagonista”, que asistamos a la muerte de su madre y al nacimiento de su hijo… Acontecimientos íntimos y personales que nos abren una puerta al interior de cada uno de nosotros, a la reflexión sobre la constante transformación de las cosas, a los ciclos de la naturaleza, al fluir del tiempo.

El tiempo, reflexionaba Marco Aurelio en “Meditaciones”, es una corriente impetuosa que todo lo arrastra, cada instante que se presenta es inmediatamente reemplazado por otro que a su vez también será arrastrado hacia el pasado. Viola se apropia de ese flujo mediante el video, el tiempo es su materia prima, lo suspende, lo acelera, lo eterniza en un instante, se apropia de esa corriente y la moldea para revelarnos a cada momento un pequeño milagro visual, pleno de sentidos.

Un niño caminando en la playa, un auto atravesando el desierto, un tren en la noche… Imágenes. Imágenes de sucesos cotidianos, que modificadas en su temporalidad fílmica por la mirada minuciosa del artista adquieren una cualidad cuasi-onírica con una fluidez que nos transporta de la realidad al sueño, del día a la noche, del desierto a la ciudad, de la infancia perdida al presente, de la vida a la muerte, del futuro al pasado… en una travesía interior que no tiene otro punto de partida que las imágenes que nos propone Bill Viola, y cuyo destino último cada espectador descubrirá…

Y, además, el agua como forma…

Juan José Zapico
Realización y Lenguaje Audiovisual

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12 PM | 10 Dic

FRANCOFONIA

Por Diegoimages-2 Brodersen

“Por supuesto que, hace mucho tiempo, aquí no había nada. En el siglo XII construyeron un fuerte con un castillo. Y así comenzó. Trabajarían la tierra, construirían sobre ella, reconstruirían y se la entregarían unos a otros sin ceder”, afirma la voz de Aleksandr Sokurov al promediar Francofonía, su primer largometraje en cuatro años, que parece complementar (o completar o comentar) el anterior, El arca rusa. Ese “aquí” refiere al kilómetro cuadrado ocupado desde hace siglos por lo que hoy es el Museo del Louvre y sus alrededores. En este film-ensayo en un sentido estricto, el uso indistinto de recursos documentales y de ficción es el punto de partida para una nueva reflexión sobre la relación entre el Arte y la Historia. O, si se quiere, sobre las historias que atraviesan las creaciones artísticas, su conservación o destrucción, y los vaivenes de la humanidad a través de los tiempos, en particular durante el siglo XX. Francofonía es una película sobre el Louvre, sobre Francia y la ciudad de París, pero también es, esencialmente, una película sobre Europa, acerca de los diversos imperialismos que la recorrieron, sus vencedores y vencidos. Y sobre la permanencia del arte en los museos, testigos mudos de los cambios y de las ideas y venidas de los hombres y mujeres.

Si El arca rusa, filmada en el Museo Hermitage de San Petersburgo, estaba marcada por el prodigio técnico y artístico de su único plano-secuencia de 90 minutos, el andamiaje formal de Francofonía está sustentado sobre el concepto de la fragmentación. Por el corte de montaje, pero también la sobreimpresión, la división del cuadro en múltiples imágenes, el retoque digital, la acumulación de idiomas. Sin embargo, como en aquel film, aquí también las voces conversan entre sí, aunque estén separadas por décadas. O siglos. Napoléon es uno de los fantasmas que recorren el Louvre, repitiendo constantemente “Soy yo” a quien pueda y quiera oírlo; también Marianne, condenada a llevar el gorro frigio y a reiterar el lema de la República. El centro de este film con forma de espiral de varios brazos es la ocupación nazi en Francia, durante la Segunda Guerra Mundial, y la relación que se establece entre Franz Wolff-Metternich –militar alemán de origen aristocrático, dueño de un gran amor por el arte, enviado por el Tercer Reich para ocuparse del plan de conservación de obras del Louvre– y Jacques Jaujard, funcionario público, ferviente republicano y director de la institución durante aquellos años.

La propia reconstrucción ficcional de esa historia, que ocupa menos de un tercio de metraje, pero a la cual se vuelve una y otra vez, es puesta en evidencia por recursos oportunamente obvios: la claqueta que da inicio a la acción, el empleo de herramientas digitales para “avejentar” la imagen, la pista de sonido monofónica a la izquierda del cuadro, anacronismo que, sin embargo, guarda relación con el período representado. Otras imágenes, muy reales, registran la visita de Hitler a París, la vida cotidiana en la “ciudad abierta”, el desfile de militares alemanes por diversas rues y avenues. Y las muertes y entierros colectivos durante el sitio de Leningrado, que Sokurov utiliza como contrapunto para una de sus teorías: los alemanes protegieron la cultura occidental de sus vecinos, los franceses, pero no podía importarles menos la de sus enemigos rusos. En el inicio de Francofonía, el realizador se comunica con el capitán de un barco en altamar, cuyo lomo transporta obras de arte que corren el riesgo de ser devoradas por una tormenta. La situación se repite en varias ocasiones a lo largo del film y, sobre el final, algunos planos de containers flotando a la deriva confirman el estatus de metáfora de ese leitmotiv.

Porque, visto de esa manera, el arte no es otra cosa que un rehén de los seres humanos, una mercadería transportada a lo largo y ancho del planeta y a través de las centurias. Una víctima del mundo que les dio origen. La película reproduce algunas obras pictóricas –algunas muy famosas, otras desconocidas, excepto para el especialista–, pero la cámara se detiene aún más en esculturas de tiempos remotos. O en una momia egipcia, que la cámara recorre de manera casi táctil, como si se tratara de un baile ultraterreno, necrófilo. Tan lejos del institucional como del documental nacido, por su temática, con pedigrí artístico, Francofonía se impone como una lúcida cavilación sobre el devenir de los hombres, sus traiciones y miserias, sus locuras y cobardías, pero también sus pequeños y secretos actos de heroísmo.

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01 AM | 28 Nov

TIERRAS DE PENUMBRA

 DEL FORO piedrasdelguisante

El dolor de ahora es parte de la felicidad de entonces. Ese es el trato”

 

Algunas veces pienso que intentar expresar lo que para ti significa el amor a primera vista con una película o más exactamente el “coup de coeur” (“golpe de corazón” literalmente), como lo llaman los franceses, es lo más complicado que existe, porque entre la obra y el espectador se produce una conexión tan profunda que es casi imposible observarla fuera de ti mismo, como mero crítico objetivo. Esta película dirigida en 1993 por Richard Attenborough, me ha acompañado desde mi adolescencia como un tesoro, hasta tal punto que las frases del guión han llenado mis agendas y carpetas desde hace mucho tiempo. Y no importa las veces que la haya visto, siempre me aprieta el corazón de la misma manera, me deja sin respiración, como pensando, “esto es, esta es la vida, este es el amor, esta es la muerte”.

Sobra decir que esta es la mejor obra de Attenborough (“Un puente demasiado lejano”, 1977, “Gandhi”, 1982), no sólo objetivamente, sino que es la única película en la que trasciende la pantalla para reflejar algo de sí mismo, que va más allá. Lamentablemente, ha sido ignorada por muchos críticos y no resulta tampoco especialmente conocida por el gran público. Pero, ¿sabéis una cosa? Es un secreto a voces, algo místico que debe descubrirse en el momento adecuado, sea en la adolescencia (como me pasó a mí) o sea en el estadio adulto (como le ha pasado a otros).

“Tierras de penumbra” cuenta una historia simple, pero repleta de mensajes tanto religiosos, como filosóficos, como espirituales. Es una película pseudo biográfica basada en el libro corto de C.S. Lewis, “La pena en observación”, aunque sin ser propiamente una adaptación del libro. El conocido académico de Oxford y escritor británico, C.S. Lewis (Anthony Hopkins), autor entre otras novela de “Las Crónicas de Narnia”, lleva una vida austera, rutinaria, erudita y ordenada, dando clases y conferencias e intercambiando saberes con otros eminentes académicos, hasta que su vida queda trastocada por completo con la llegada de Joy Gresham (Debra Winger), poetisa americana impulsiva, espontánea, judía y comunista, y su hijo Douglas (Joseph Mazzello). Lo que en un principio es mera amistad, surgida sobre todo por discusiones y argumentaciones literarias, se irá transformando en un sentimiento amoroso, que, sin embargo, pasa desapercibido para el rígido escritor. Hasta que la realidad le da un golpe tan duro que comprende perfectamente que tiene el amor de su vida delante de las narices y que no quiere perderlo por nada del mundo.

Rodada en buena parte en espacios naturales, con una fotografía inmensa, cuenta con una puesta en escena magistral, que acompaña perfectamente la evolución de los personajes, dentro de unos espacios recurrentes (la universidad, la casa del escritor, la estación de tren), que dotan de gran coherencia y densidad a la historia, pues dentro de esos reiterados espacios se obra el milagro de la transformación de un ser racionalista e intelectual, que no conoce del amor y de la vida más que por los libros que lee y escribe, a un ser lleno de magia, que vuelve a mirar el mundo con la curiosidad de un niño. Como los niños a los que se dirigen sus novelas de fantasía, como los niños que atraviesan el armario en sus Crónicas de Narnia, como el niño que él mismo fue alguna lejana vez.

El magnífico personaje interpretado por un Hopkins en estado de gracia (vamos, como nos tiene acostumbrados, destilando una emocionante verdad y contención hasta la explosión del drama), sufre una agonía constante por sus pensamientos sobre la vida y sobre todo por sus disertaciones unamunianas sobre Dios (“el dolor es el megáfono que Dios utiliza para despertar a un mundo de sordos”, “El sufrimiento es el cincel que Dios emplea para perfeccionar al hombre”), hasta que se da cuenta que ese sufrimiento sobre el que tanto discute es un sentimiento nimio comparado con el sufrimiento que puede depararle la vida, al saber que lo que más ama es efímero. Las miradas de Hopkins (en la estación de tren cuando recibe por segunda vez a Joy y a su hijo, o cuando se da cuenta de lo que de verdad siente por ella en su conversación con el cura) son de esas que difícilmente pueden olvidarse. Debra Winger no le va a la zaga, pues interpreta los momentos más trágicos como pocas actrices consiguen (recordemos “La fuerza del cariño”, por ejemplo).

Debo advertir que es una película de profundo estilo europeo, es decir, de ritmo pausado, aunque no lento, pues, sobre todo al principio, se suceden escenas cortas que acaban en punta, con frases agudas, hasta que el drama va cambiando la forma de dirigir y nos encontramos secuencias más largas y melodramáticas.

La banda sonora de George Fenton es un lazo de oro para el drama y los temas universales que se tratan en el filme.

A destacar la escena que se desarrolla en la habitación del profesor hacia la última parte de la película, no sólo por lo que significa, su sencillez y profundidad, sino por la forma en la que está rodada, con 8 posiciones de cámara en un espacio reducido; así como la conmovedora escena del escritor y el niño en el desván, en la que no vemos a un adulto y a un niño, sino a dos niños desamparados.

En resumen, una película sensible (pero sabiamente contenida), que trata de forma inteligente temas como la vida, la muerte, las dudas (es tierra de penumbras), el amor, la infancia, el dolor, la felicidad, la religión.

Sí, soy poco objetiva, porque cada vez que acabo de verla tengo la cara llena de lágrimas y al recordarla me pasa lo mismo. Es lo que tiene un alma en penumbras como la mía, que siempre persigue con una sonrisa el sol al otro lado del valle, a la vuelta de la esquina y sabe que la felicidad de ahora es parte del dolor de entonces. Espero que el dolor no llegue, pero que cuando llegue lo haga como un vendaval, como un torrente, como un tsunami, porque eso significará que he amado, que he disfrutado, que he bailado bajo la lluvia, que he vivido.

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