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Fomento de la cultura y profundización de los valores democráticos y del medio ambiente

Crítica Cinematográfica

10 PM | 30 Ene

Ni aun vencida

Por LUIS MIGUEL DOMINGUEZ

Paulina, el segundo largometraje del argentino Santiago Mitre, es una película difícil de olvidar. Es la demostración de que, aunque no sea lo común, también se puede trascender a partir de un trabajo de encargo. También una confirmación de que la palabra remake no ha de ser nociva per se. No olvidemos que Paulina es un remake de La patota (Ultraje), un clásico del cine argentino dirigido por Daniel Tinayre en 1961. Mitre ya demostró con El estudiante, su ópera prima, que es un cineasta muy a tener en cuenta, un narrador prodigioso; pero aquí, en Paulina, consigue llegar a un nivel superior. El argentino se apoya en una Dolores Fonzi que hace suya Paulina (personaje y película), dejando una interpretación merecedora de todos y cada uno de los premios a la mejor actriz protagonista.
Lejos de ser una película política al uso, de esas que a veces se olvidan del arte al que pertenecen en pos de reforzar su mensaje, Paulina supone el ejemplo perfecto de equilibrio entre contenido y continente. El trabajo de dirección de Santiago Mitre es uno de los más inteligentes en los últimos tiempos, y el mensaje/discurso/debate que crea, uno de los más ricos y potentes del cine moderno. Además, en cuanto a la maestría y elegancia narrativa de la película, que juega a la perfección con los puntos de vista para dar una visión más objetiva del acontecimiento que vertebra el film, no he visto nada similar en los últimos años a excepción de Loreak.
Es recomendable ver Paulina sin conocer su argumento, pero a la vez es una película cuya importancia reside en miradas, silencios y conversaciones que tienen un peso fundamental. Puedes conocer todos y cada uno de los acontecimientos que tienen lugar, pero no la habrás visto hasta que el contundente plano final concluya. Por tanto, más que mencionar su sinopsis o argumento, lo que voy a hacer es decir de qué trata Paulina y no lo que pasa en ella.
Paulina deja de lado una brillante carrera en la abogacía para aplicar sus ideales, para ponerle el cuerpo a un programa social que lleva tiempo desarrollando. Su decisión implica abandonar Buenos Aires para ejercer de maestra rural en las villas de Misiones, en Paraguay. Su padre, un prestigioso juez, no parece muy contento con su decisión; pero Paulina tiene muy claro lo que quiere hacer y cómo lo quiere hacer, y que su padre y novio estén en desacuerdo no hará que su opinión varíe.
El trabajo de Santiago Mitre se valora más tras visionar la película de Daniel Tinayre. No sólo demuestra su habilidad e inteligencia tras las cámaras, sino que además lleva a cabo un trabajo sobresaliente en la reescritura del guion: actualiza el relato a nuestros tiempos, eliminando el componente religioso y los innecesarios subrayados de la obra original. Las innovaciones respecto de su material de partida son manifiestas: lo que allí era blanco o negro aquí es ambiguo, y ciertos elementos son reutilizados para dar complejidad al puzzle y obligar al espectador -en mayor proporción si se ha visto La patota- a prestar atención e intentar adelantarse a los acontecimientos. En este sentido, las elipsis juegan un papel clave en la narración.
La mayor virtud de Paulina reside en las emociones que genera en el espectador, las cuales van desde la fascinación hasta la incomprensión y la incomodidad. El comportamiento de la protagonista es desconcertante, tanto en los actos que haciendo un esfuerzo podemos comprender, como en aquellos que escapan de toda lógica. Pero el debate que debería originarse tras el visionado ha derivado, quizás, en uno mucho más inerte y sin respuesta. Deberíamos esforzarnos más por entender la incapacidad que tiene la condición humana para tolerar aquellas decisiones con las que no está de acuerdo, o aquellas que ni siquiera acierta a comprender, que en comprender a Paulina. Al fin y al cabo, entre muchas otras cosas, Paulina trata de eso. La respuesta de todas las incógnitas que pueden ser explicadas de alguna manera están resultas en las largas conversaciones que mantienen Paulina y su padre. Para el resto, me temo que no hay.
Pocos personajes femeninos tan cargados de aristas y matices como Paulina Vidal. El rostro de Fonzi carga con la totalidad del componente dramático, aunque en determinados momentos le cede esa responsabilidad a Oscar Martínez, que supone el contrapunto perfecto para Fonzi. El plano secuencia de alrededor de diez minutos que tiene lugar al principio del metraje nos presenta a Paulina, cuyo compartamiento y convicciones no mutarán aunque para ello deba caminar en la soledad absoluta. Paulina persigue la libertad de decisión -¿qué mejor manera que llevándola a cabo?- y la verdad, aunque para ello tenga que aplicar su propia idea de justicia; la que, en sus propias palabras, cuando hay pobres de por medio busca culpables, no la verdad. Y no hay verdad más grande que esa.
Al jugar con los diferentes puntos de vista, Mitre abre la posibilidad de que empaticemos con personajes con los que moralmente no deberíamos hacerlo. El comportamiento más irracional de todos es el de Paulina, y el resultado de esto podría ser contraproducente; sin embargo, esto no hace más que formar parte de la riqueza del debate que propone la película, que por momentos nos obliga a cuestionar nuestra propia existencia. ¿Dónde están los límites de la moral?
Paulina es una película certera, incómoda y, mal que me pese decir esto, necesaria; de actualidad, pero al mismo tiempo atemporal. Crece con cada visionado y me hace salir con la piel de gallina en cada uno de ellos. Una de las películas del año, si no la mejor. El estudiante y Paulina generan una sensación similar en el espectador, con unos personajes protagonistas totalmente opuestos pero que se complementan a la perfección: no entendíamos el comportamiento del Roque Espinosa de la primera por su falta de ideología, como tampoco entendemos el de Paulina en la segunda por su convicción ideológica. Paulina es la lección moral que quisieron darnos Kristina Grozeva y Petar Valchanov en La lección y no supieron. Brillante.

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06 PM | 21 Ene

La azarosa vida de Antoine Doinel

POR

Antoine Doinel tenía 12 años cuando le vimos por primera vez. Estaba en clase, castigado sin recreo, escribiendo en las paredes de la escuela: “Aquí sufrió el pobre Antoine Doinel castigo injusto de un profe cruel, por una pin-up hecha de papel. Entre nosotros será siempre ojo por ojo, diente por diente”. Recibía por su osadía el primero de los cuatrocientos golpes que le vimos encajar durante su infancia. Cuatrocientos golpes de un martillo que forjarían la melancólica rebeldía de uno de los personajes más queridos de la historia del cine: ese chiquillo perdido en el París de mitad de siglo que le ponía velas a Balzac y soñaba con ver el mar, el joven enamoradizo y tímido, el adulto quebradizo de los oficios delirantes, el mentiroso tan chapucero que generaba compasión, el adúltero más honesto, el soñador pasivo-agresivo, el eterno corredor en fuga.

françois truffaut jp léaudFrançois Truffaut y Jean-Pierre Léaud, durante el rodaje de Los 400 golpes.

François Truffaut dirigió Los 400 golpes, su opera prima, en 1959. La historia del niño Antoine, hijo de un matrimonio sin amor, un buen chico considerado conflictivo tan solo por soñar con cosas perfectamente posibles, como recibir un poco de atención y cariño de unos padres cumplidores, pero egoístas y ciegos a la sensibilidad de su hijo. Antoine Doinel, el personaje fabulado por Truffaut, era un alter ego de sí mismo durante la infancia. El director había tenido una niñez y adolescencia complicadas, pasando por varios reformatorios. Contar la historia de esos años fue la manera de rendir cuentas con el pasado, y de ajustarlas con aquellos que le habían zarandeado sin piedad. Eligió para encarnar el papel a Jean-Pierre Léaud, un niño que ya había participado en una película antes, y que tenía entonces 13 años. Nació de esa decisión una de las más bellas historias de amistad de la historia del cine. Léaud y Truffaut trabajaron juntos en seis rodajes después de Los 400 golpes, cuatro de ellos interpretando el papel de Antoine Doinel: Antoine y Colette: el amor a los 20 años (1962), Besos robados (1968), Domicilio conyugal (1970) y El amor en fuga (1979).

Los cinco films sobre la vida de Antoine Doinel —cuatro largometrajes y un corto de 29 minutos—, desde su dura infancia a la edad adulta, componen una maravillosa biografía de ficción. Truffaut tocó el cielo cinematográfico con Los 400 golpes, jamás volvería a alcanzar los altares poéticos de su opera prima; quizás consciente de eso dejó como regalo una de esas cosas que no suelen ocurrir, la continuación de un personaje a lo largo de los años, tratado con tanto respeto que creció junto al propio actor que lo interpretaba. Ninguna de las películas de Antoine Doinel después de Los 400 golpes alcanzó el nivel de la primera entrega, pero todas ellas contienen esa gracia y agilidad propia del talento creativo de Truffaut, con momentos verdaderamente maestros de narración cinematográfica, destellos de ese talento para contar y conmover desde la naturalidad —a veces por completo inverosímil, aunque resulte paradójico— que poseía François Truffaut.

Los 400 golpes

En Los 400 golpes conocemos los avatares del niño Doinel, y su ingenio para escapar de ellos. La primera noche que escapa de su casa y la pasa deambulando por las calles y resguardado por su leal amigo René, es una de las más hermosas secuencias jamás filmadas. La fragilidad del crío que aprende a robar la leche de los portales, su inventiva para romper la escarcha de las fuentes y lavarse la cara, la fortaleza de estar convencido de poder salir adelante por sus propios medios. Es conmovedor ver a ese pequeño Antoine, recibiendo uno detrás de otro todos los guantazos y desilusiones posibles. Y es por eso que, cuando le encierran en el reformatorio, no podemos dejar de sentirnos igualmente encerrados. Y cuando, en un momento de descuido de la vigilancia del centro, el sagaz Antoine aprovecha para escapar corriendo por el bosque, sin mirar atrás, sin detenerse a descansar, movido por un irrefrenable deseo de libertad, no se puede sino alentarle en su fuga. Corre y corre hasta llegar al mar, pisar arena de playa por primera vez en su vida, mojarse los zapatos y mirar fijamente la inmensidad del océano. El pequeño Antoine Doinel ha triunfado, los ha dejado a todos atrás y se ha valido de sí mismo para cumplir uno de sus sueños: ver el mar. Truffaut nos despide de Antoine en esa playa, mirando a cámara, es decir, mirándonos directamente a los ojos. Es, quizás, el mas bello final del cine.

Los 400 golpes Antoine DoinelLos 400 golpes (1959) / Imagen: Les Films du Carrosse.

Truffaut no solo contó la historia de un niño como el que él fue, sino la historia de una época, en su film cristalizó la identidad de una generación de posguerra, urbana, alegre y al mismo tiempo aún cohibida por el eco histórico de la ocupación. Una generación de niños con ansias de libertad que encontraban su primer objetivo de rebelión en el sistema de enseñanza francés, escolástico y autoritario. Hizo ese retrato social, dibujó esa atmósfera hermosamente lluviosa del París otoñal, de la ciudad prometida para las artes y la bohemia. Pero además dejó una de las narraciones más auténticas sobre la infancia. En Los 400 golpes están los sufrimientos y alegrías de los niños de todas las generaciones, el sueño de crecer, la huída, el descubrir terrenos imposibles, la incomprensión del amor. Y por supuesto, lo que la convirtió en obra maestra, una forma de rodar nueva para contar todo eso, una manera diferente, en la que el movimiento sería una cuestión moral. Con Los 400 golpes, como bien se sabe, no solo nació al cine Antoine Doinel, sino el propio cine para sí mismo, la Nouvelle Vague, una ola que barrería de convencionalismos la vieja playa del cine anterior.

Antoine y Colette: el amor a los 20 años

Volvimos a encontrarnos con Antoine en París, una mañana pocos años después de su huída. Fue entonces cuando descubrimos que su escapada infantil duró cinco días, que después fue ingresado de nuevo en un reformatorio, esta vez uno con mayores medidas de vigilancia. El narrador de Antoine y Colette nos desvela, nada más arrancar el episodio del film colectivo El amor a los veinte años, antes de ver al joven Antoine, que después de los cuatrocientos golpes de su infancia, al fin ha logrado cumplir su sueño: tener un trabajo, pagarse un apartamento propio y ser completamente independiente, sin tener que rendir cuentas a nadie.

Antoine-et-Colette DoinelAntoine y Colette: el amor a los 20 años (1962) / Imagen: Les Films du Carrosse.

Antoine tiene entonces 17 años y trabaja en la Phillips, haciendo discos de vinilo, su primer trabajo —y uno de los pocos normales que tendrá en la vida que le conoceremos—. Se despierta por la mañana y saluda al mundo en un nuevo día desde el balcón de una pequeña habitación en la bulliciosa París. En su tiempo libre acude a los conciertos de las Juventudes Musicales, es allí donde el amor le sacude por primera vez. Conoce a Colette, otra joven aficionada a la música clásica. Antoine, el enamoradizo a primera vista, tiene su primera experiencia con las mujeres. Idealizada en la distancia que separa sus butacas en los conciertos, veremos al pobre Antoine vencer sus primeros miedos con el amor, la gran preocupación que le dominará en adelante. El aún un poco niño Antoine sufre por Colette, que nos lo deja abandonado con sus casi primeros suegros, con el corazón roto, humillado. La felicidad que nos produjo volver a saber de Antoine se queda con un regusto amargo al tener que volver a despedirlo en una encrucijada, herido.

Besos robados

Hay deshonores que son un honor. Volvimos a saber de nuestro querido Antoine Doinel en el momento de ser licenciado del ejército tras un intento de deserción. La recuperación de su libertad, la vuelta a la vida civil significa la búsqueda de Christine Darbon, un nuevo amor que nos es conocido por primera vez. Christine, como Colette, otra hija de padres amables, será a la postre el gran amor de Antoine. El joven vuelve a París, a la vida, y lo hace de la única manera que le es natural, corriendo, corriendo como si fuera el último día antes de morir, intempestivo y melancólico.

Besos robados Antoine DoinelBesos robados (1968) / Imagen: Les Films du Carrosse/Les Productions Artistes Associés.

Besos robados es, tal vez, la mejor de las películas de Antoine Doinel después de Los 400 golpes. Truffaut ofrece algunas secuencias verdaderamente inolvidables. Antoine y Christinne experimentarán el tira y afloja, las contradicciones del amor juvenil, el vértigo de conocerse a uno mismo mediante la experiencia de descubrir en su intimidad a otro ser humano. Antoine frente al espejo de su cuarto de baño, mirándose fijamente, concentrado, repitiendo el nombre de su amor, Christinne Darbon, hasta dominar todas sus sílabas, domesticando el sonido de sus letras. Y después el suyo, que se le atraganta, su propio nombre, con que el que se trastabilla, convertido en un trabalenguas: “Antoine Doinel. Antoine Doinel. Antoine Doinel; Antoine Doinel, Antoine Doinel Antoine Doinel AntoinedoinelAntoinedoinelantoinedoinel”. La secuencia es uno de los mejores ejemplos de siempre del cine de autor, sus nuevas formas y preocupaciones. Una secuencia que, a buen seguro, el mismo Ingmar Bergman hubiera gustado de filmar. Al bueno de Antoine le dejamos en delicadas manos, las de la adorable Christinne, enseñándole —en otra secuencia memorable— cómo untar una tostada de mantequilla sin que se rompa, tan sencillo (y tan difícil) como colocar dos tostadas juntas, una encima de otra.

Domicilio conyugal

Comiendo mandarinas —un extraño símbolo truffatiano— le vimos quedarse frente al televisor con los padres de la insensible y cruel Colette, con el corazón hecho trizas. Y con mandarinas para su paladar arrancan los años de felicidad matrimonial de Antoine, junto a Christine. La primera secuencia de Domicilio conyugal, la cuarta película sobre la vida de Antoine Doinel, es la primera que no comienza con su atribulado protagonista. Otro personaje le ha robado la iniciativa por mérito propio, la bella y sonriente Christine, con la que recién acaba de casarse, pasea por París con su violín a cuestas, regalando sonrisas y comprando mandarinas para su Antoine. No se puede quejar el eterno corredor en fuga, lo tiene todo, una compañera magnífica, un pisito en un bloque de vecinos locos y encantadores, y un oficio tan cómodo e imposible como el de vendedor de flores tintadas de colores que él cree inventar. ¿Cómo hará Antoine para meterse en líos y echar por tierra todo lo bueno que tiene? Ay, las mujeres… así hará el inconsciente Doinel para arruinar el paraíso.

domicilio conyugal Antoine DoinelDomicilio conyugal (1970) / Imagen: Les Films du Carrosse/Valoria Films/Fida Cinematografica.

Antoine, que ya en Besos robados pasará por toda suerte de oficios peculiares —de recepcionista de hotel a detective privado—, continúa engrosando su estrambótico currículum, dejando el negocio de las flores coloreadas por el de piloto a control remoto de maquetas acuáticas en una multinacional estadounidense de no se sabe muy bien qué sector. Será allí, en el pequeño lago artificial en las dependencias de la empresa, donde conocerá a una enigmática señorita japonesa que le roba el corazón. Antoine deberá enfrentarse a uno de los momentos más críticos de su vida adulta al encontrar a la desengañada Christine vestida de pies a cabeza con un traje tradicional nipón. La fuerza de tal impacto no bastará para que reconsidere su aventura, habrá de ser él, por sí mismo, quien deje atrás el desliz y reconozca sus errores.

Es en Domicilio conyugal cuando los viejos compadres de Antoine, los que le entendimos y le apoyamos desde este lado de la pantalla, dejamos de entenderle, y no nos quedó otra opción que reprenderle. ¿Cómo puede ser que justo en el momento más feliz —¡cuando acaba de ser padre!— traicione de manera tan fea a la maravillosa Christine? Y sin embargo… es Antoine, el mentiroso más torpe del mundo, el adulto más inmaduro que el niño que fue. Es Antoine, un personaje totalmente creíble, pero más ficticio que nunca. Un personaje que ha cobrado vida y parece actuar por sí mismo, en función a las normas de un universo igual de ficticio, tan creíble pero imposible como para que Christine le acabe perdonando y vuelvan a disfrutar de la vida en común.

El amor en fuga

“Toda mi vida no es más que correr sobre cosas que asombran”, dice la canción de Alain Souchon que sirve de banda sonora para el último de los capítulos que veremos de la primera parte de la vida de Antoine Doinel.

amour-en-fuite-Antoine DoinelEl amor en fuga (1979) / Imagen: Les Films du Carrosse.

Alphonse, el hijo de Antoine y Christinne, tiene ya nueve años cuando comienza El amor en fuga —último de los films sobre Antoine Doinel—, y sus padres están definitivamente separados y a punto de ser el primer matrimonio de Francia en divorciarse de mutuo acuerdo. Al final, el incorregible Antoine ha seguido haciendo de las suyas, y pierde a Christinne. Sigue igual de inmaduro con treinta y tantos que  a los veinte, quizá más. Ha cumplido su sueño de escribir una novela —autobiográfica, por supuesto— y de publicarla, y trabaja como corrector de pruebas en una imprenta. Su nuevo amor se llama Sabine, es más joven que él, y resulta una mezcla perfecta de sus dos grandes amores anteriores, Colette y Christine. ¿Será el amor definitivo, el que le haga sentar la cabeza? De inicio no parece que ese vaya a ser su destino. En El amor en fuga Truffaut se decide a dar carpetazo a Doinel, un alter ego que desarrolló identidad propia y que ya vuela por sí solo. Pero antes de eso estará obligado a hacer examen de conciencia.

El amor en fuga es una delicia nostálgica para todos los viejos conocidos de Antoine Doinel. Tiene desde el minuto uno ese halo de la despedida que se sabe. Y lo único que queremos, llegados a este punto, es que Antoine sea feliz. Es un liante, no cabe duda, pero le tenemos tanto cariño, nos recuerda tanto al niño que fue, que no podemos sino sentir conmiseración por su ingenuidad, por la fragilidad de su fortaleza siempre atacada. Queremos que tenga suerte y que se le perdonen los errores, porque descubrimos que no siempre son culpa suya. Es emocionante y triste conocer la historia de la muerte de sus padres, el por qué no estuvo en el funeral de su madre. Es emocionante y triste ver de nuevo a Colette y el amor —como de primos— que le profesa a su Antoine, la sonrisa de esa mujer trágica al ver de lejos a su viejo amigo y decir: “Antoine se va corriendo, por lo visto no cambiará nunca”. Así es, Antoine no cambiará nunca, saldrá siempre corriendo cuando menos se espere, subirá a un tren sin billete solo porque necesita hablar sin parar con alguien que ha visto, y no importa que lo lleve a cientos de kilómetros. Él estará siempre donde le mande su corazón imprevisible.

antoine doinelLa felicidad de Antoine.

Antoine Doinel es un personaje maravilloso, primero un niño con mirada de adulto, luego un adulto con mirada de niño. La última vez que le vimos, besándose con Sabine en una tienda de discos bajo la música de Alain Souchon, sintiéndose en ese beso como cuando de niño montó en una atracción que le hacía dar vueltas sin parar, y sentirse ingrávido, zarandeado, pero de placer, de felicidad, es el final perfecto para una vida inventada que no pudo ser más verdad. El eterno niño en fuga que siempre estará viendo el mar.

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12 AM | 16 Ene

HITCHCOCK/TRUFFAUT, DE KENT JONES

Hitchcock/Truffaut, de Kent Jones

En el verano de 1962 tuvo lugar en los estudios Universal de Hollywood un encuentro entre dos directores de cine. Uno, francés, tenía 30 años y el otro, inglés, alcanzaba ya los 63. Uno había dado ya muestras de su talento con tres películas y el otro se encontraba en plena madurez, con varios éxitos a sus espaldas y terminando el montaje de la que sería otra obra para recordar, sobre unos pájaros que atemorizaban a una población californiana. Aquel encuentro se prolongó todos los días de una semana en jornadas de varias horas y fue el origen de una amistad que se prolongaría hasta la muerte de ambos y el de un libro que se publicaría en 1966 y que se convertiría en una referencia inmediata para los aficionados al cine del director inglés y un canto de amor al llamado séptimo arte. El libro se llamó El cine según Hitchcock, en homenaje al realizador de Rebeca (Rebecca; 1940), La ventana indiscreta (Rear Window; 1954), Vértigo. De entre los muertos (Vertigo; 1958), Psicosis (Psycho; 1960) o Los pájaros (The Birds; 1963), entre muchas otras. Un realizador al que le decían “el mago del suspense”, que por el carácter comercial de sus filmes era poco valorado como autor de primera categoría y cuyo prestigio fue puesto en valor por un puñado de críticos franceses que pasaron a la acción tras la cámara, especialmente por uno que venía de hacer Los 400 golpes (Les quatre cents coupes; 1959), Tirad sobre el pianista (Tirez sur le pianiste; 1960) y Jules y Jim (Jules et Jim; 1962), François Truffaut. Su cine, enmarcado en el estilo de la Nouvelle Vague, dando prioridad al plano que respira con naturalidad, con la imperfección de la vida misma, no parece concordar mucho con el de alguien que predicaba que todo lo que se veía en pantalla se ajustara a una idea preconcebida muy concreta, más cinematográfica que realista. Sin embargo, Truffaut siempre admiró la voz propia de Hitchcock y de ese choque de sensibilidades se nutre el documental Hitchcock/Truffaut (íd.; Kent Jones, 2015).

hitchcock truffaut

Hitchcock/Truffaut está dirigido por el escritor y crítico Kent Jones, mano derecha de Martin Scorsese en documentales dedicados a las figuras de Val Lewton y Elia Kazan y guionista de la película Jimmy P (íd.; Arnaud Desplechin, 2013). Precisamente, Scorsese y Desplechin son dos de los directores que aparecen en Hitchcock/Truffaut para glosar la figura de los protagonistas y su encuentro en los años 60, en una nómina que también incluye a David Fincher, Wes Anderson, Richard Linklater, James Gray, Olivier Assayas, Peter Bogdanovich, Paul Schrader y Kiyoshi Kurosawa. Ellos dan testimonio de lo que les influyó la lectura de El cine según Hitchcock y lo que encuentran más relevante del legado que ha dejado la obra de ambos. Asimismo, Jones nos ofrece algunos momentos del audio de la entrevista entre Truffaut y Hitchcock, en la que el primero se muestra con el tímido respeto del joven que va a visitar a un prestigioso profesor y el segundo habla con la seguridad del que las ha visto de todos los colores, haciendo gala de la ironía con la que tantas veces impregnó sus películas. Jones parece adoptar el mismo punto de vista que Truffaut en su momento y es especialmente en Hitchcock en quien centra su atención, para hacer un rápido repaso a su filmografía y detenerse en desgranar Vértigo, Psicosis y Los pájaros, en la planificación y el montaje de algunas secuencias que han quedado en la memoria del público, aficionado o no.

Es lugar común decir que a la mayoría de las películas les sobra metraje, que se podría haber acortado tal o cual escena o que cierta subtrama está más alargada de lo que debería. Sin embargo, hay ocasiones en las que se echa en falta un mayor desarrollo de algunos aspectos y ese es el caso de este documental, que se hace corto en sus 80 minutos y le deja a uno con ganas de que se hubieran explorado unos cuantos detalles. Sin ir más lejos, que se hubiera hablado un poco más de otras películas de Hitchcock por las que aquí se pasa de puntillas, como Rebeca, La ventana indiscreta, La soga (Rope; 1948), Crimen perfecto (Dial M for Murder; 1954), Frenesí (Frenzy; 1972), así como de otras de las similitudes entre el realizador británico y el francés. Se comenta la influencia de la infancia de ambos en su obra, del miedo a la policía de Hitchcock y la búsqueda de una figura paterna en Truffaut, pero se pasa por alto un tema interesante como es el paralelismo en su relación con las actrices. Mientras Hitchcock las deseó y tuvo que conformarse con la observación de Grace Kelly, Kim Novak o Tippi Hedren, construyendo una imagen a tono con sus fantasías (rubias de aspecto gélido y apasionado interior), Truffaut las concedió un carácter más abierto y más intrépido en el ámbito amoroso y mantuvo relaciones con varias de ellas (caso de Jeanne Moreau, Catherine Deneuve o Fanny Ardant). Si Vértigo podría leerse como la cinta más autobiográfica de Hitchcock, con ese protagonista obsesionado con crear una mujer que responda a sus deseos, la equivalencia en Truffaut estaría en El amante del amor (L’homme qui aimait les femmes; 1977), en ese hombre que deseó y amó a todas las mujeres que pasaron por su lado. Dice Kent Jones que Hitchcock/Truffaut no pretende complacer a los cinéfilos y este tono, más divulgativo que erudito, se trasluce en estas exploraciones apenas abordadas y que podrían haber dado lugar a un documental mucho más jugoso. A pesar de ello, el producto final es de un indudable interés y pone su granito de arena para que las nuevas generaciones se sientan interesadas en saber un poco más sobre ese director del que quizá han oído hablar por la escena de la ducha y la música de Psicosis, tantas veces imitadas y parodiadas. Un granito de arena como el que en su día quiso poner François Truffaut cuando se decidió a hablar en profundidad con (y de) un creador que tantas carreras fílmicas y tantas cinefilias y cinefagias ha estimulado.

un texto de DAVID GARCIA GALLARDO

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02 AM | 31 Dic

PRELUDIO DE LA NIEBLA

EL AMIGO HECTOR NOS MANDA ESTA RESEÑA, DESPUÉS DE ASISTIR A LA PROYECCIÓN DEL DOCUMENTAL DE MARKER QUE PUSIMOS EL MIÉRCOLES
El primer largometraje de Andrei Tarkovsky comienza con un niño –Iván– y un árbol vivo. La grúa despega hasta la copa, sin llegar a mostrarnos su extremo superior. El plano rebosa de naturaleza y verdor en blanco y negro.

‘Sacrificio’ concluye con un niño tumbado junto a un árbol seco. La grúa recorre su esqueleto y, pese a la presencia verde de las hierbas, el paisaje parece desecado. El agua, al fin, se erige en última frontera.

Entre esos dos planos, explica Chris Marker, se encuentra la obra completa del autor.

‘La infancia de Iván’ muestra, en su inicio, el “bautismo” del protagonista, que se lava la cara en un cubo y mira hacia su madre. ‘Sacrificio’ termina con el mar de fondo de la muerte.

‘Un día en la vida de Andrei Arsenevitch’ es, en cierto modo, la historia de ese recorrido.

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El documental contiene relatos memorables, como la anécdota de Stalin y María Yúdina o la sesión de espiritismo con el ánima del difunto Borís Pasternak. Ofrece la estampa conmovedora/encantadora de un Tarkovsky enfermo y sonriente. Ese contraste –o unión de contrarios– es el alma de la cinta.

El cine de Tarkovsky es especial, por su pureza y ambición, y por las cotas que alcanza de arte y poesía. ‘Sacrificio’ admite múltiples explicaciones: la del canon religioso (que conjunta el milagro y la plegaria), la mística o esotérica (más cerca de la brujería) y la hipótesis de una enfermedad mental. Curiosamente, todas ellas podrían confluir en la figura del ‘yurodivy’ (o santo idiota) del cristianismo ortodoxo ruso, cuyo arquetipo literario sea quizás el príncipe Mishkin de Fiódor Dostoyevski.

‘Un día en la vida de Andrei Arsenevitch’ invita a revisar ‘El idiota’ de Akira Kurosawa y a deleitarnos, plano a plano, con los siete largometrajes de Tarkovsky. Es, además, el retrato de un artista que se entrega a su pasión por hacer cine.

El hombre, en su afán por trascender, suele alzar la vista a las estrellas. Los personajes de Tarkovsky (como algunos de Beckett) tratan de avanzar a trompicones y se enfangan en la tierra, en un itinerario de ida y vuelta al limo original.

“En la oscuridad también oía mejor, oía ruidos que el largo día mantenía ocultos, murmullos humanos, por ejemplo, y la lluvia en el agua.” (‘Mercier et Camier’, de Samuel Beckett)

Al contemplar el plano final de Sacrificio, pienso en el rostro enfermo de Tarkovsky. El árbol seco en primer término, el mar que ondula en la distancia –o no tan lejos, la luz deslumbra y hace de la imagen una superficie casi plana–. Dando entrada a la niebla, Andrei culmina su viaje.

Quiero creer que el agua, en ese plano, es su sonrisa.

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11 PM | 22 Dic

La ficción de un movimiento obrero: Con uñas y dientes

Por Alberto Berzosa

Entre la producción de cine político que llenó las pantallas españolas durante la Transición, merece la pena recuperar la película Con uñas y dientes (1977-1978), dirigida por Paulino Viota. Con ella su autor suma un buen ejemplo al subgénero de la ficción de izquierdas que desde hacía una década triunfaba en las pantallas europeas, en especial en las francesas, alemanas e italianas, y cuya obra más representativa fue Z, de Costa-Gavras (1969). Este tipo de películas se caracteriza por tratar temas políticos desde un punto de vista crítico y sesgado desde posiciones progresistas, que se manifiestan en los argumentos y el tratamiento de los personajes a través de la defensa de las clases trabajadoras o de los colectivos socialmente desfavorecidos. Normalmente se trata de películas que asumen las fórmulas del cine comercial y se exhiben a través de los circuitos al uso; en aquellos tiempos, las salas de los principales cines. El director que mejor representaba la ficción de izquierdas en la España de finales de los setenta era Eloy de la Iglesia, autor de películas que llegaron a ser grandes éxitos de taquilla, como El diputado (1978). Frente a la presencia mediática y la prolífica trayectoria de éste, en los setenta Paulino Viota emergió como un director de escasa obra y métodos de trabajo semiclandestinos. A pesar de que sus películas siempre contenían un valor de resistencia política, su mensaje se transmite de un modo más matizado que en las películas de De la Iglesia, y su cine en general puede definirse como intimista, experimental y minoritario. Al menos esa fue la lógica hasta que realizó Con uñas y dientes.

Este film se realizó en pleno camino hacia la democracia y quizás por eso Viota se propuso dar con él un giro a su carrera utilizando las fórmulas más comerciales de la ficción de izquierdas para desarrollar el tema de la huelga como estrategia de lucha obrera, que es el argumento principal de Con uñas y dientes. El objetivo era alcanzar a un público más amplio para hablar de asuntos sociales relevantes y contribuir así de modo más directo al proceso transicional que se vivía en el país. Por ello, Viota organiza el relato de la huelga, de las discusiones de los obreros encerrados en su centro de trabajo y los diferentes avatares de la lucha contra sus patrones, a través de una narrativa de thriller policiaco —un género amable para todos los públicos—, protagonizado por un líder sindical proletario —un héroe—, que se enfrenta a un capitalista despiadado y a sus matones —los enemigos—, con la ayuda de una mujer con la que acaba teniendo una relación sentimental —componente romántico—. La fórmula aquí empleada por Viota para hablar del proceso de huelga plantea uno de los principales problemas del cine político de todos los tiempos, a saber, que al tiempo que se emplean recursos exitosos para atraer al público a las salas de cine parece perderse profundidad en el tratamiento de los hechos políticos que se describen.

En Con uñas y dientes, la problemática real que subyace tras los motivos de la huelga, como la existencia de una crisis económica, las prácticas empresariales fraudulentas para evitar esa crisis o la naturalidad con que sus consecuencias suelen recaer en la clase trabajadora, es sólo mencionada de pasada, no se explica con detenimiento, y corre el peligro de quedar endulzada por narrativas románticas, de misterio y suspense —con las que juega la ficción de izquierdas— que matizan su gravedad. Sin embargo, en paralelo al riesgo de perder contundencia en el compromiso de los mensajes, el intento por acercar temas políticos a públicos mayoritarios que propone Paulino Viota tiene la ventaja evidente de posibilitar la creación de debates y generar estados de opinión acerca de asuntos importantes que normalmente pasan desapercibidos. Además, teniendo en cuenta que la sociedad española en aquellos años estaba sometida a un alto grado de politización, focalizar su atención de este modo sobre el tema de los derechos laborales, la precaria situación de los obreros o la importancia de mantenerse firme en la defensa de unos ideales puede considerarse un éxito estratégico del autor.

Resulta complicado resolver el problema de la ambivalencia del cine político mainstream y valorar si sus fórmulas son más o menos efectivas que, por ejemplo, las de un documental militante, cuya repercusión será mucho menor, pero en contraposición, su discurso puede ser más firme. En cualquier caso, ambas posiciones suman y contribuyen desde planteamientos distintos a un objetivo común, la visibilidad del universo obrero, sus problemas, luchas y compromisos, de tal manera que podamos concluir que seguramente la una no tendría sentido sin la otra.

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