Crítica Cinematográfica

08 PM | 02 Ago

JULES Y JIM

Por Javier Moral

Jules y JimUno de los temas más frecuentes en el cine de la Nouvelle Vague fue el amor, pero siempre desde una particular óptica. Así, observamos en estas películas unas relaciones pasionales y poco ortodoxas, en las que la razón juega por momentos con el más absoluto surrealismo. François Truffaut fue uno de los principales exponentes del grupo en lo concerniente a este cine romántico. Algunos de sus primeros y más destacados trabajos bajo este patrón fueron El amor a los veinte años (1962), La piel suave (1964) o Besos robados (1968), todas ellas precedidas por la inmejorable Jules et Jim (1961).

Esta última fue la tercera película del director francés, tras Los cuatrocientos golpes (1959) y Tirad sobre el pianista (1960). Supuso, además, la segunda adaptación literaria de Truffaut, en este caso de la novela homónima de Henri Pierre Roché, con el que volvería a trabajar en la conversión al celuloide de Las dos inglesas y el amor (1971), otro de sus muy valorados dramas románticos.

Jules (Oskar Werner) y Jim (Henri Serre) son dos escritores que comparten una gran amistad. Jim tiene éxito con las mujeres, mientras que Jules no sale de un fracaso sentimental para entrar de lleno en otro. Pero todo parece cambiar cuando Jules conoce a Catherine (Jeanne Moreau), una atractiva mujer, cuya aparición desafiará la fuerte unión que existe entre los dos amigos. Partiendo de este triángulo, conformado por dos actores desconocidos y una actriz consagrada tras el estreno, Truffaut construye una historia en la que el tema principal es el constituido por el conflicto entre la amistad y el amor. Su postura personal acerca de este enfrentamiento sentimental quedará clara en el inquietante desenlace.

El film sitúa en la segunda década del siglo XX un romance extravagante, que gira en torno a una enfermiza obsesión, donde existe un derroche de amor no correspondido, un planteamiento muy repetido en el cine posterior. Con esta base tan sólida, Jules y Jim llega a convertirse en una auténtica reflexión, bella y cruel al tiempo, profunda e inteligente -la película está llena de razonamientos explícitos-¬, que va mucho más lejos de lo perceptible con los sentidos, para apelar a un racionalismo olvidado.

Este juicio truffautiano sobre la convivencia imposible y excluyente entre el amor y la amistad inquebrantable, llevados al límite, al borde del abismo existencial, parece poner de manifiesto una concepción machista de las relaciones humanas. Es ciertamente contradictorio que el director francés, desde su atalaya de independencia y alternatividad en lo que al cine respecta, pudiera caer en un prejuicio que hoy sentenciamos tan caducado. La mujer es presentada como una arpía manipuladora de anhelos turbios, que nunca enfoca con claridad su objetivo. Tan sólo deja fluir el instinto en pos de lograr aquello que más y mejor le satisfaga en cada momento. Por supuesto, este comportamiento visceral tiene consecuencias, en forma de víctimas. Los señores, tan perdidamente enamorados que consienten cualquier perrería de su caprichosa amante, muestran una deportividad inverosímil y un compañerismo tan exageradamente cortés que su íntima amistad se encuentra bien cerca del roce homosexual. Mientras, ella se escuda constantemente en errores que achaca a los dos desgraciados para justificar su venganza, que no es sino la satisfacción transitoria de un efímero y placentero antojo.

Incluso, el análisis del cartel promocional de la cinta más difundido define con precisión los roles de los protagonistas: tan sólo una figura, la de Catherine que, como ella misma asegura a Jules y Jim, ahora es capaz de reírse, siendo antaño una persona dominada por la seriedad. La imagen muestra una de estas carcajadas contenedoras del efecto ilusorio de la repetida mofa de la mujer hacia la pareja de colegas. La pasión domina los actos de éstos y la despreocupación, mucho más fuerte -hasta el punto de apoderarse del tono de la obra- los de aquélla. El corazón se ha sublevado al seso en todos ellos, las hormonas se han disparado. Por ello, las idas y venidas de una Catherine despojada de toda reacción natural humana sugieren el planteamiento de un oportuno debate: ¿cuándo busca sexo y cuándo necesita amor y comprensión?

Jules y Jim también puede acoger una sugestiva lectura ideológica. Como gustaban los autores de la Nouvelle Vague, París vuelve a ser el centro de la acción. La diferente nacionalidad de los protagonistas sirve para acreditar el encaje de otras localizaciones y, de manera no poco forzada, el acontecimiento de la Gran Guerra. La victoria del bando aliado contribuye a un mal disimulado encumbramiento glorificador de Francia con el acompañamiento del himno, desfiles del ejército (combinadas con imágenes documentales de la contienda),… incluso, los dos amigos muestran una instantánea predilección por Catherine: esa mujer generadora de todo tipo de quebraderos de cabeza era la única francesa del trío femenino que les fue presentado. Al lado de esta grandilocuencia de lo galo, sobresale la paradoja de un sutil hermanamiento con los americanos en la lucha, pero no en el cine, puesto que, del negocio industrial impuesto por Hollywood, pretendía desligarse la vanguardia francesa.

Juiles y JimEl cine de Truffaut, pese a su sello original de inconfundible personalidad, porta una serie de rasgos comunes a las películas de los realizadores de su grupo. No es necesario llevar a cabo un examen exhaustivo de Jules y Jim para distinguir algunos de estos “elementos comunes o de influencia generacional”. Una de las evidentes analogías la conforma el cúmulo de licencias y estilismos renovadores de la forma que, como se deduce de los ejemplos ofrecidos a continuación, no son más que señales que llaman la atención hacia un enunciado. El rostro de Catherine se congela subrayando, como comentábamos antes, la vivacidad que ha cobrado desde el primer encuentro con el par de pretendientes, con anterioridad sabido mustio y sombrío. Otro recurso de innovación formal común a la Nueva Ola lo constituyen los rótulos, como el impreso que acompaña y recalca la sentencia de Jules acerca de no compartir el amor de Catherine con Jim.

Por supuesto, no faltan las obligatorias referencias artísticas. Las incesantes menciones al teatro o a la literatura predominan en el círculo de bohemia pedantería en el que se mueven los personajes. Truffaut habla en este contexto de ese vacío repentino que ciega la inspiración del artista. Es posible que el amor aliente la imaginación, pero también puede provocar lo contrario, la más absoluta sequedad mental. Los dos escritores experimentan una relación tan intensamente artificial que sienten una increíble envidia sana hacia el otro. Ninguno parece saber con certeza lo que precisa para rellenar sus carencias y, sin embargo y curiosamente, se declaran felices.

Un narrador omnisciente, al estilo de Jean-Luc Godard apuntilla la información del triángulo amoroso para el espectador, como ocurría en Banda aparte. Es fácil hallar otras similitudes entre las dos cintas. Ambas son visualmente muy poderosas, y es que guardan un nexo fotográfico: Raoul Coutard. En cuanto a la trama, la obsesión de los dos novelistas por una mujer les hace generar una conducta irracional (en el pueblo se conoce al grupo como “los tres locos”; esto mismo pasaba en la de Godard, con los dos gángsteres seducidos por aquello que, para cada uno de ellos, representaba la ingenuidad de Odile. Finalmente, las dos películas definen su “filosofía de autor” poniendo en los labios de su fémina protagonista las estrofas de una canción: en Banda aparte, Odile entonaba un canto desesperado sobre la soledad y el conformismo social; en Jules y Jim, es Catherine la que canturrea una alegre composición sobre la infidelidad rodeada por tres de los hombres con los que mantiene relaciones sexuales. Sin embargo, en el film de Truffaut, la música – de Georges Delerue- goza de una fuerza superior, incluso, a la de las imágenes, bañando y transformando, como si de un personaje añadido se tratara, el significado de lo que hubiera supuesto un silencio cortante, por otro lado, también empleado aquí magistralmente con un significado propio.

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09 PM | 25 Jun

FRANTZ

El escritor Anatole France dijo: “Sin mentiras la humanidad moriría de desesperación y aburrimiento”. Tras mostrar las sesiones de una tenebrosa bella de tarde en ‘Joven y bonita‘ y reformular los valores familiares en ‘Una nueva amiga‘, François Ozon ofrece su mirada más delicada y elegante en un auténtico juego de espejos en el que la redención, la mentira y reconciliación parecen ir de la mano. Realizada como una joya de orfebrería llega ‘Frantz, drama histórico protagonizado por Pierre Niney y Paula Beer y que se alzó con el premio Marcello Mastroianni a la mejor actriz revelación en el 73º Festival de Venecia.

Frantz

La Primera Guerra Mundial ha llegado a su fin, pero eso no ha impedido que Europa haya quedado dividida y los odios y las crispaciones sigan aún latentes en los ciudadanos, especialmente en los alemanes. Cerca de la frontera vive Anna, una joven que va todos los días a llorar sobre la tumba de su prometido, Frantz, que murió durante la contienda. En una de esas visitas, la bella muchacha se encuentra con un extraño joven francés que deja flores bajo la lápida de su difunto novio. El caballero, Adrien, resulta ser un antiguo amigo galo que conoció a Frantz antes de la Gran Guerra. Sin embargo, no todo parece lo que es.

Los escrúpulos de la culpa

Rodada en un magnífico blanco y negro, Ozon parece romper estéticamente con sus anteriores filmes. Sin embargo, la elegancia y solemnidad mostrada recuerdan a ‘8 mujeres‘ y ‘Swimming Pool‘. De hecho, ‘Frantz’ se trata de su mejor largometraje desde la espléndida ‘En la casa‘ y el culmen de las habituales inquietudes del cineasta, la pérdida del ser amado, la superación del duelo y el uso de la falacia como forma de continuar hacia delante. En ese sentido, el realizador muestra su propio sello, en el que se siente la esencia del creador de ‘Gotas de agua sobre piedras calientes‘ y ‘Amantes criminales‘.

Frantz

Aparte, Ozon sabe traer a la memoria el alma antibelicista de ‘Remordimiento‘, el drama dirigido por el gran Ernst Lubitsch en 1932, que a su vez está basado en la pieza teatral ‘El hombre al que asesiné’ de Maurice Rostand. No obstante, Ozon se aleja de la mirada de Lubitsch para acercar el relato a la suya propia que se torna en el bando derrotado, el alemán. Ahí entra en juego la fuerza interpretativa de Paula Beer, un verdadero descubrimiento. Llamada ya la nueva Romy Schneider, la actriz es contención, dignidad y entrega. Todo mostrado con una innata delicadeza que hace que sea imposible no pensar en la mítica ‘Sissi emperatriz‘.

La generosidad del alma

Como partenaire de Beer está un magistral Pierre Niney, que vuelve a demostrar porque es el mejor actor de su generación. El intérprete transmite una hipnótica fragilidad, que atrae gracias a su intensa mirada. El galán conquista pero es la heroína la que lleva la batuta del juego amoroso. En medio, está un cúmulo de embustes y medias verdades que provocan que surja un dilema: ¿Es legítima la mentira para poder seguir hacia delante y curar las heridas personales? Una vez más, Ozon deja caer un interrogante para que sea el público el que decida.

Frantz

Realizada con una majestuosidad que, hasta ahora, Ozon no había mostrado.‘Frantz’ es su gran obra maestra, un auténtico juego de espejos donde dialogan el amor verdadero, la mentira piadosa y el miedo a los nacionalismos, tristemente de actualidad lo último. Una grandiosa alhaja que demuestra la transversalidad de uno de los realizadores más arriesgados del panorama europeo. Ozon abre y cierra con grácil elegancia el telón de un relato evocador, libre y sublime. Un gentil canto sobre la libertad, la reconciliación, la alegría y el perdón. Una obra maestra.

Nota: 9

Lo mejor: La fotografía, sus protagonistas, el guión, la realización y el montaje.

Lo peor: Compararla con la versión de Lubitsch, es la misma fuente pero con un sentido completamente diferente.

CARTELERA. POR Vicente Pizarro

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11 PM | 18 Jun

Toni Erdmann

EL DRAMA DISFRAZADO

Nos podemos plantear la historia de un padre preocupado por el bienestar de su hija. Y podemos plantear que está dispuesto a intervenir en la vida de ella. Y podemos plantear el desarrollo como una comedia… Y podríamos ver, por ejemplo, Es por tu bien (Carlos Therón, 2017), una película en la que tres padres tratan de borrar a los respectivos novios de la vida de sus hijas, en el estilo de las comedias americanas contemporáneas.

Toni Erdmann, sin embargo, se mueve en parámetros radicalmente distintos. En primer lugar porque, aunque sea nuestra primera tentación, no podemos etiquetarla como comedia. En segundo lugar, por su densidad argumental. Y todo ello se debe a las sucesivas capas que su directora, Maren Ade, ha trazado, tanto desde el guion como de la puesta en escena. De hecho la cinta arranca con un tono de comedia grotesca, con la entrega de un paquete a domicilio y la recogida por parte de un individuo que se dedica a bromear con el repartidor, hablando de paquetes bomba y adquiriendo una doble personalidad. Pero Maren Ade no duda en integrarnos en una historia realista. Y, pese a los toques de humor, podemos entender que no estamos en una comedia al uso. Inmediatamente después de reírnos con la humorada absurda de Winfried Conradi, veremos que no es un personaje alegre sino un hombre triste y solitario, que vive con un perro viejo y ciego, un profesor de música que es abandonado por su único alumno particular, que cuida de una madre dependiente, y cuya ex mujer le tolera pero no le mantiene al día de temas tan íntimos como la fiesta de cumpleaños de su hija. Para contarnos todo ello Maren Ade introduce en un relato que se mantiene fiel a los códigos de la realidad la distorsión propiciada por el humor absurdo. Winfried, que ha optado por maquillarse como un zombi al igual que sus alumnos va de la celebración escolar a la fiesta familiar sin quitarse la pintura del rostro. Winfried, mediante la broma y la simulación, está tratando de evitar la tristeza que le envuelve. No será hasta que vea a su hija, una elegante y seca ejecutiva agresiva, que opte por desmaquillarse. Y entonces entendemos que no estamos en una comedia y que Winfried es un personaje tremendamente triste.

Winfried juega en Toni Erdmann el papel equivalente a la brillantísima Gitti de Entre nosotros (Alle anderen, Maren Ade, 2009), una joven que trata de tirar adelante una pareja en base a una energía desbordante y un humor imparable. En aquel, largometraje anterior de Ade, la directora empleaba una estrategia semejante siguiendo a una pareja durante unas breves vacaciones en las que los motivos de crisis, la desidia por parte de él, la evitación de los problemas por parte de ella y el aburrimiento para ambos, iban surgiendo imparablemente y a los que ella se enfrentaba con juegos y humoradas. Maren Ade desarrolla la estrategia en Toni Erdmann hasta romper todos los límites. Winfried, preocupado por Ines, la visita inopinadamente en su trabajo en Bucarest. No consiguiendo conectar con ella a nivel emocional, y viendo su estresada vida (lejos de la imagen bucólica de triunfadora) a caballo de conferencias telefónicas, reuniones con superiores y equipo, entrevistas tensas con los clientes y salidas como cicerona con la pareja del Director general, Winfried decide adoptar una doble personalidad y reaparecer como Toni Erdmann, un personaje imposible, grotesco, que va infiltrándose en la vida personal y profesional de Ines hasta conseguir distorsionar los parámetros de la realidad cotidiana.

Podríamos pensar en Lord X, el personaje creado por Nestor Patou para evitar que su adorada fulana ejerciese como prostituta con otros hombres (Irma la dulce, Irma la douce, Billy Wilder, 1963). Y, en cierto modo, así es. Erdmann, el personaje, adquiere progresivamente tal consistencia como persona que acaba no sólo infiltrándose en la vida de Ines Conradi sino que se introduce en su mundo profesional, intercambiando opiniones con sus colaboradores y clientes. Sin embargo, Maren Ade va más allá de la divertida, inocente comedia de Wilder. Erdmann consigue poner en entredicho no tanto la vida de su hija Ines sino a todo el sistema. Entre bromas y medias verdades veremos cómo un magnate trata de cerrar una fábrica y despedir a la plantilla mediante argucias y como otra empresa elabora un plan de (supuesta) mejora para justificarlo, asumiendo la culpa. Ines Conradi es como el Ryan Bingham de Up in the Air (Jason Reitman, 2009). Son creadores de excusas, proveedores de buenas razones, promotores del cinismo necesario para que el sistema económico siga funcionando. La economía prosperará, Rumanía construirá fábricas más modernas y lucirá resultados, pero parte del país quedará en el paro y algunos empresarios engrosaran su cuenta de beneficios sin quedar en evidencia, gracias a la intermediación de empresas y personajes como las de Ines Conradi.

Toni Erdmann, personaje, llega a tirar todo ello en cara de su hija, desequilibrándola sin conseguir tranquilizarla. Toni Erdmann, película, nos lo muestra en un desconcertante equilibrio entre su auténtica identidad como drama y el lenguaje de comedia que emplea en la mayor parte de las escenas. Alternando con las salas de reuniones, las discotecas y restaurantes de lujo, Maren Ade nos muestra, como de pasada, los callejones de Bucarest y sus miserias, las barracas en las que malviven sus trabajadores o sus parados. Alternando con las presentaciones impolutas de Ines, vemos como se establece un paralelismo entre las relaciones de poder entre empresas y las existentes entre sus trabajadores. El Director general exige a Ines la elaboración de planes estratégicos, pero la humilla obligándola a acompañar a su amante a unos almacenes. Ines demanda puntualidad y precisión a sus colaboradores pero les recuerda que son sus subordinados y que, cuando es preciso, deben incluso ofrecerle su ropa para evitar manchas (literales) en la imagen de su superior.

Maren Ade, afortunadamente, no se conforma con ello y en un brillantísimo giro de guion lleva el absurdo al clímax. Un absurdo propiciado a nivel de tono por la escalada llevada a cabo por Toni Erdmann, testigo de la acción y agente de cambio en la vida de Ines, y desencadenado por el azar, por una invitada llegada un poco antes de lo esperado, tal vez en el momento adecuado… La fiesta de equipo se transforma en un desafío insólito, en un rechazo nudista a lo establecido, en una pequeña revolución que dinamita las relaciones interprofesionales, destapa literalmente las vergüenzas y culmina con un acto de amor. Maren Ade, finalmente, emociona con una obra tan insólita como revulsiva, tan triste como hilarante.

Coherentemente, hay un epílogo. Un epílogo en el que Ade nos ofrece una bofetada final. Las formas han cambiado, son más suaves; pero no hay lugar para el humor o la ilusión. La vida sigue. La vida sigue igual.

MIRADAS DE CINE

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01 PM | 11 Jun

MAGNOLIA

 Magnolia es una película que se sale fuera de lo común. Cada “pétalo” impregna un olor que será difícil de olvidar. Las nueve historias que llenan el metraje están perfectamente entrelazadas, dando la sensación de que, en realidad, vemos una sola película. Además, Paul Thomas Anderson juega limpio desde el principio, ya que, desde la gran puesta en escena inicial, nos da dos pistas. En la primera nos advierte de que no sólo en las películas se dan los encuentros casuales o las raras coincidencias, sino de que en la realidad todo puede ocurrir. Y la segunda, más que una pista, es una sinopsis global o presentación de lo que será el resto del metraje. Anderson hace un gran trabajo, tanto con el guión como con la dirección. En el primero primero de los casos hay que decir que hila de manera muy fina los nueve textos, dándoles sentido y uniéndolos de una manera sólida, coherente. Y, lo mejor de todo, le da múltiples puntos de vista a cada historia que cuenta, ofreciendo la posibilidad de hacer diferentes lecturas. En cuanto a dirección se refiere, hace gala de una buena diversidad de planos, lleva un buen ritmo y nos transporta de historia en historia sin que nos demos cuenta. Hace que cada diálogo y cada escena sean necesarios y tengan bastante peso en el metraje. La fotografía también desempeña un papel de peso, nunca varía de tono y ayuda a conectar las diferentes situaciones, además de ser bastante elegante, sobria y atrayente. Otra variable que se puede destacar es la difícil labor que ejerció haciendo el montaje de tantos kilómetros de celuloide, ya que cada historia fue rodada casi independientemente de las demás, y el resultado final mezcla perfectamente toda esta amalgama de escenas paralelas. Y como gran película que es, obra maestra para más de uno, viene aderezada con una excelente banda sonora que nos guarda una grata sorpresa casi al final del metraje. En definitiva, Anderson sigue manteniendo el gran nivel que demostró con su anterior film, Boogie Nights. Resulta realmente difícil destacar alguna interpretación del excelente elenco de actores que componen Magnolia. A primera vista llama mucho la atención el cambio de registro que experimenta Tom Cruise con su papel. Lo borda, saca a la palestra sus cualidades interpretativas y demuestra a más de uno que no sólo está ahí por su cara bonita. Su rol es realmente complicado, sobre todo teniendo en cuenta el cambio dramático que experimenta. Otro papel destacable es el de Julianne Moore, que repite nuevamente con Anderson y, esta vez, con matrícula de honor, llevando al límite cada momento que aparece en pantalla. A la misma altura quedan los demás actores, cada uno con su porción de protagonismo. Philip Seymour hace de carne y hueso a un simple enfermero, Philip Baker Hall emula a la perfección a un presentador de televisión que ya está de vuelta, Jeremy Blackman realiza un “prodigio” de actuación, William H. Macy da credibilidad a su extravagante papel, John C. Reilly se transforma en un convincente policía, Jason Robards (recién salido de un coma) nos sigue dando buen cine con su brillante interpretación de un enfermo decrépito, Melora Walters logra con buena nota un papel complicado. Y complicado es buscar alguna fisura o laguna en cualquiera de las interpretaciones, porque en esta película no hay un actor principal o alguien que destaque por encima del resto. Resulta extraño pero se podría decir que todos los papeles son secundarios y principales a la vez, otro logro más de Anderson, que además corrobora con las siguientes palabras: “no hay ningún papel estelar. Todos los personajes son iguales, simples porciones de las vidas que vivimos actualmente”. Y es que Magnolia es vida, amor, lazos familiares, perdón, segundas oportunidades, casualidades, encuentros y el lado oscuro de la sociedad. La sensibilidad de Anderson hace que pasemos del patetismo a la compasión, sin buscar la lágrima fácil pero encontrando un gran dramatismo y emotividad en cada diálogo y en cada plano. Siempre es fiel a su eslogan, que repite varias veces durante el metraje: “podemos dejar el pasado, pero el pasado no nos deja”. Esta frase la deja clara en cada personaje que nos presenta y además, no le falta razón. Y es que cada uno tiene su tormento interior y de alguna manera necesita ser perdonado o perdonar. Lástima que a Anderson sólo le hayan premiado con un Oso de oro (que ya es bastante) y la academia se limitase a nominarla para tres categorías. Sí, la película puede resultar excesiva, tanto en el fondo como en la realización, y esto a algunos les podrá molestar. A mí no, cuando se está ante una obra de esta magnitud los defectos dejan de tener importancia. Con una película que llega a lo más hondo de una forma tan sincera no creo que tenga importancia si Anderson ha querido abarcar demasiado, si el exceso raya en lo soportable, si el final seudo-positivo es lo que tocaba o si es un film desparejo.

Blog El lado oscuro. Aula de Cine

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