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12 PM | 11 Jul

COCHINOS SOCIALDEMÓCRATAS

SOCIALDEMOCRACIAPara la izquierda radical sólo hay una izquierda verdadera. Los socialdemócratas, pobres diablos, son unos social-liberales, social-traidores o, si la discusión se acalora, incluso unos social-fascistas. Del lenguaje de la asamblea se deduce que los socialdemócratas son el principal obstáculo para el triunfo de los valores de la izquierda: unos vendidos que siempre acaban pactando con el capital y la burguesía y en lugar de superar la economía de mercado y la democracia liberal acaban reforzando a ambas. Cada vez que llegan al poder, esos cochinos socialdemócratas, miopes históricamente en cuanto a la dialéctica destructiva del capital y por completo insensibles ante la devastación liberal, se conforman con extraer del sistema unas migajas en forma de redistribución de impuestos y unas pocas oportunidades educativas. Una pena.

El hecho de que esos cochinos socialdemócratas hayan traído a Europa las mejores décadas de su historia en términos de libertad e igualdad no parece impresionar mucho a la izquierda radical. Como tampoco parece impresionarles el hecho de que cada vez que ellos han llegado al poder y llevado a cabo su programa original, sus buenas intenciones han devenido en escasez material, retroceso en las libertades e igualación a la baja de las oportunidades. El Muro de Berlín cayó, y muchos pensaron vanamente que en esa izquierda habría un aprendizaje sobre el pasado. Pero la realidad desmiente esa evolución: los nuevos experimentos de la izquierda radical latinoamericana están acabando, como siempre que el dogmatismo ideológico se impone, con escasez material e incluso con retrocesos en libertades y derechos.

Tras seis meses de retórica y confrontación, Tsipras ha llegado a un cruce de caminos muy familiar para la izquierda. En él ha encontrado el mismo dilema que todos los gobernantes de izquierdas que han accedido al poder han tenido que enfrentar en algún momento. Se trata de una elección entre pragmatismo y dogmatismo, entre incrementalismo y maximalismo, entre las certezas del pasado y las incertidumbres del futuro. Cuando la lucha ideológica desemboca en colas de jubilados en los cajeros, parecería prudente mandar parar máquinas. ¿Está dispuesto Tsipras a convertirse en un cochino socialdemócrata que pacte con aquellos a los que quería doblegar y que acepte volver a casa como un típico social-traidor? @jitorreblanca

jose ignacio torreblanca, en EL PAIS

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10 AM | 08 Jul

LA “ANDREIA” REPUDIADA

ANDREIASea cual sea el estado de una sociedad, ya se trate de momentos de exaltación o de quiebra, hay personas que se erigen para los demás en referencia ética, es decir, en modelo para esa dimensión de nosotros mismos que sólo ve satisfacción en la realización de un ideal de libertad. Un animal es libre cuando nada coarta su instinto de lucha por la actualización de sus potencialidades, es decir, por la realización plena de su naturaleza, y el hombre no es en este sentido una excepción. Mas la naturaleza humana tiene entre sus rasgos esa singularidad absoluta que constituyen las capacidades racional y lingüística, las cuales tienen objetivos no siempre determinados por el imperativo de la subsistencia individual y específica, objetivos traducidos en esa máxima que incita a no conformarse con una vida reducida a genuflexión. En toda circunstancia se ha considerado que héroe es quien, aleccionado por tal imperativo, se alza contra las fuerzas inerciales (la pusilanimidad, la costumbre, la abulia, el puro miedo) que en su propio seno le impiden enfrentarse a la tarea que sabe primordial. Mas, luchando contra sí mismo, el héroe no sólo aspira a conquistar su libertad, sino a ser visto por los demás como promesa de libertad propia. El héroe exige con toda legitimidad un reconocimiento.

Pues bien: todo, en el sistema de valores imperante, empuja a negar la condición de héroe al protagonista del ascético combate, la sobria confrontación, a la que en ocasiones da lugar el encuentro entre un torero y un toro. La primera razón de ello es que la ética, como racional aspiración a una paz entre humanos (que sería corolario de una situación social que garantizase la dignidad material y espiritual) ha sido sustituida por una exigencia de universal conciliación con el común de los seres animados, entre los que el hombre carecería de papel jerárquico. Esta nueva ética tiene para el orden establecido la ventaja de ser perfectamente inoperante, pues, de hecho, nada amenaza la relación social de fuerzas que hace inevitable el despilfarro de recursos, y degradación de la naturaleza. Mas la virtud que no se practica es virtud que mayormente se predica. Y así desde los países mismos donde se gestiona el sistema de universal rapiña se expande urbi et orbiel nuevo evangelio que erige en criterio central de bondad el no ser especeísta, equiparando la instrumentalización de un ser meramente vivo a la de un ser humano. Recientemente, en una feria ecologista de Barcelona, se ilustraba el eslogan racismo = sexismo = especeísmo con la foto de un africano, una mujer y un chimpancé. Cuando esta amalgama no provoca respuesta…, en algún registro esencial hemos sido vencidos: la vida a secas ha empezado realmente a primar sobre la vida del ser de palabra. Relativizar el peso de la propia vida sigue siendo socialmente lícito (¡y hasta obligatorio!) cuando se trata de quemar la vida en un trabajo embrutecedor, mas pasa a ser considerado una vileza cuando se vincula a la vida y muerte de un animal de otra especie.

Extraña dialéctica entre la heroicidad y la vileza, a las que, en ocasiones, separaría tan sólo el espesor de un papel de fumar… La visión de la tauromaquia como esencial vileza subyace en las reiteradas tentativas de abolirla legalmente, con trampolín en ese espejo de narcisista reconocimiento que es para nosotros la idea de Europa. Es duro sentir que la causa a la que un hombre subordina sus inclinaciones y por la que expone asumible, la causa en la que vislumbra su cabal realización como hombre, le convierte, a los ojos mismos de los que comparten sus veinte años, en un ser exótico, en agónico representante de un universo periclitado.

Pero estos seres desarraigados con respecto a los valores de su tiempo tienen quizás la suerte de sentir que lo verdaderamente atroz no reside en ser infravalorado por el juicio del otro, sino en serlo por el propio. Saben que el repudio del que son víctimas sólo es letal cuando logra hacer mella en la interna convicción. De ahí que, desterrada ya la fiesta de los toros a los arcenes de la moral biempensante y amenazada de positiva abolición jurídica, unos hombres, en algún caso rayando la adolescencia, inmunes al clamor de los lapidarios, apuntan en primer lugar a vencer la peste interna (el casticismo y el simulacro que tantas veces degradaba su tarea), tras lo cual nos ayudan a asumir que la fuga ante lo inevitable es más terrible que lo inevitable mismo. Esos hombres nos brindan simplemente un espejo verídico de entereza, esa andreia,literalmente hombría, de los griegos que se atribuía tanto a hombres como a mujeres. “En primer lugar”, escribe Aristóteles, “debe atribuirse la andreia al que no es presa de miedo ante la hipótesis de una muerte digna”.

Víctor Gómez Pin es filósofo, catedrático de Filosofía en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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11 PM | 24 Mar

las ventanas abiertas

LAS VENTANAS ABIERTAS DE ANA MAGDALENA BACH

Ángel Fernández-Santos

[Publicado en: Nuestro cine, nº 93, enero 1970, páginas 16-22]

1

Una crónica es una narración histórica que observa la jerarquía de la sucesión temporal. Una crónica es un relato verídico en el que el orden natural de acaecimiento de los sucesos ejerce la doble función de forma y de sustancia formalizada. Una verdadera crónica debe ajustarse al axioma de la unidad clásica del relato según el cual, forma y contenido coinciden no mediante un acoplamiento que suponga una desmembración previa superada mecánicamente, sino por virtud de una coincidencia surgida desde el interior de los elementos coincidentes. La forma de la crónica es la sucesión; la sustancia formalizada por esa sucesión es ella misma, la sucesión detenida, el suceso.

Straub ha querido jugar con los elementos del relato cronológico. Su “Crónica de Ana Magdalena Bach” es el resultado de una sumisión casi puritana a las leyes del suceso y su sucesión, hasta el punto de que tales leyes no se hacen visibles en la película como leyes aplicadas, sino como leyes inventadas allí mismo, brotes de un relato inconsciente, muy próximo a lo casual, y, sin embargo, calculado con la exactitud que sólo poseen los hallazgos científicos. Si la crónica exige inexcusablemente del cronista el sentido de la medida y, por ello, de la economía expresiva –hasta obligarle a acercarse a los límites de la inexpresividad-, Jean-Marie Straub posee un tal sentido. Dice Straub, en Cahiers du Cinema, número 193: “Un film no nace para demostrar nada. El trabajo sobre el guión consiste para mi en destruir desde el comienzo las diferentes tentaciones de expresión”. Straub parece recoger aquí un eco de la irónica amenaza de Samuel Beckett en su “partida final”, la amenaza de significar algo, que es el primero y el más sutil de los peligros que un poeta ha de sortear.

“Crónica de Ana Magdalena Bach” es una suma de la que nada puede restarse; su presencia es semejante a la de un hecho, un edificio o una montaña: está ahí como un hito orientador y no como una mina de la que podamos extraer o deducir algo. Emerge de ella, antes que nada, su carácter de totalidad: es lo que es, sin un átomo menos, y con la seguridad de que una gota más la desbordaría. “Crónica de Ana Magdalena Bach” se mantiene sobre el filo del misterioso equilibro de la mesura, que sólo se osa otorgar, mediante una aplicación exquisita de las leyes de la armonía a las escasas obras de la imaginación poética que podemos llamar clásicas.

Una suma de la que nada puede restarse. Podemos acercarnos a uno de sus aspectos cuantitativos más claros: la película transcurre prácticamente sólo en interiores. Estancia tras estancia, “Crónica de Ana Magdalena Bach” narra algo siempre de puertas adentro. La “interioridad” –siendo muchas cosas más- comienza por ser nada más que una circunstancia material. El peso de esta materialidad es tal que durante la duración de la película se va convirtiendo en algo semejante a un soporte sobre el que reposa la unidad y la coherencia del relato. La reiteración es, en este caso, un recurso que, lejos de dispersar los elementos de la historia, los aglutina. La insistencia sobre el “interior” hace que su inicial materialidad se transmute en algo más sutil: una especie de necesidad lógica que hace posible auel equilibrio armónico del film. El que haya muros siempre al fondo de los encuadres, el que la película discurra exclusivamente en interiores, deja de ser un tributo físico de la imagen y comienza a actuar como un automatismo de la estructura del relato: una plasmación de su racionalidad.

Y, sin embargo, no todo son “interiores” en “Crónica de Ana Magdalena Bach”. Hay, si mal no recuerdo, cuatro momentos en los que la cámara de Straub sale fuera de las paredes de las salas de concierto, de las iglesias, de los carruajes, de los palacios o de las habitaciones de la casa de los Bach. Estos cuatro momentos son los siguientes: el jardín de Bach -con una arboleda al fondo-, dos paisajes de playa -uno con sol al fondo y otro sin él- y, finalmente, un concierto al aire libre en una plaza de Leipzig. ¿No rompen estas cuatro salidas la racionalidad que otorgaba a la película la envolvente reiteración del “interior”? Straub, queriendo filmar la música de Bach, necesita los paisajes que esa misma música sugiere. Y acude a esos paisajes. Pero ¿al acudir a ellos no incurre en esa “expresividad” que previamente a descartado su película? Si estos paisajes fueran realmente “exteriores” no cabe la menor duda de que así sucedería; pero no son realmente exteriores. Straub construye unos paisajescaptados desde un interior y como un forma interior. El plano del jardín finaliza con una panorámica ascendente que se detiene entre un cielo sin nubes, es decir, sin formas: allí -sobre el vacío- mantiene el encuadre durante un largo tiempo, hasta hacer percibir el límite que en realidad ese vacío es; no hemos salido a ningún exterior; en realidad sólo se trata de una nueva y más amplia insistencia sobre la percepción de la interioridad que domina todo el film. En los dos paisajes de playa, la niebla cerrada, la bruma impenetrable, destruye la profundidad y nos proporciona una limitación que recuerda la de los decorados de teatro romántico; finalmente, en el concierto al aire libre en una plaza de Leipzig, Straub fuerza la única angulación violenta de toda su película: Bach, solo, visto casi desde el ángulo de sus pies, con el límite d ella noche sobre su cabeza y sin más aire libre que el que denuncia la suave oscilación de la llama de la antorcha que ilumina la figura del compositor. En todos estos casos percibimos un exterior real que no puede jamás atentar contra la coherencia de “interioridad” necesaria al film. Por otro lado, en los paisajes del jardín y la playa, que son los únicos verdaderos exteriores, no hay ni un rastro de seres humanos. El “fuera” es percibido, entonces, como una dimensión inseparable del “dentro” y, por ello, Straub -volviendo del revés, como un saco, la lógica del montaje analítico- consigue una sorprendente versión (sin sujeto) del plano subjetivo.

Por otra parte, el que la película se desenvuelva por entero bajo el signo de la interioridad ¿constituye una simplificación? De otra manera: si todo es “interior”, incluso lo “exterior”, ¿no es esto una pista de la existencia de una realidad “trucada” por Straub? Sin duda lo sería, si así fuera; pero no lo es, porque la total interioridad del film no sólo no excluye, sino que presupone su total exterioridad. Straub compone siempre un interior de tal forma que aparec como tal interior sólo en la medida que se opone a un exterior. Esto quiere decir que el encuadre de “Crónica de Ana Magdalena Bach” no es jamás meramente documental: las cosas que un plano contiene materialmente nunca constituyen a totalidad del contenido material del plano. Cada una de las imágenes de la película nace como una parte que proclama abiertamente la existencia de algo que hay tras ella: algo físico y perceptible. Un más allá material. Cada estancia de Straub -estancia siempre capturada en planos fijos- posee una ventana. Hay infinidad de ventanas luminosas en la película. Y todas ocupan un lugar esencial, un lugar de equilibrio, dentro de las imágenes a que pertenecen. La última secuencia de “Crónica de Ana Magdalena Bach” es un primer plano de Bach de perfil enmarcado sobre una ventana abierta. La ausente presencia del exterior no se percibe como una ilustración para la que han sido destinados determinados planos; porque al igual que los cuatro exteriores “reales” contribuían a afirmar la interioridad del film, son sus innumerables interiores “reales” quienes afirman su exterioridad. En “Crónica de Ana Magdalena Bach” lo exterior y lo interior nacen simultáneamente, se complementan, se afirman recíprocamente, se identifican, se funden y, finalmente, se desvanecen.

La primera clave de entendimiento de la obra radica precisamente ahí: si no hay distinción entre el dentro y el fuera, si Straub construye las oposiciones del espacio de tal manera que se destruyen a sí mismas, ello muestra que su “crónica” es ni más ni menos que una “crónica”, esto es: un relato cuyo cauce formal es exclusivamente cronológico, meramente temporal. La percepción del espacio se difumina y, al igual que su objeto -la música de Bach-, la película discurre, al margen del espacio, sobre la pura distensión del tiempo.

2

Dice Straub: “El film es cronológico. Las primeras imágenes corresponden a la época en que Bach tenía treinta y cinco años, más o menos la misma edad que nuestro Leonhardt (el actor que interpreta a Bach). Lo que me place de esto es rodar un film sobre un hombre al que no veremos envejecer… Y, efectivamente, cuando se sitúe ante la ventana, al final, y oímos en el comentario que murió -‘expiró dulce y felizmente’- tendrá exactamente el mismo aspecto que tenía a los treinta y cinco años”.

“Crónica de Ana Magdalena Bach” se desliza sobre un tiempo sin transcurso. No interviene ene l relato el efecto fundamental del tiempo sobre la vida humana: el envejecimiento. La temporalidad de la crónica se produce en un marco diferente al de la temporalidad de la vida natural. El tiempo capturado por Straub trasciende la naturaleza y se instala allí donde pueden ser representados los movimientos autónomos del arte o, si se quiere, del espíritu.

No hay envejecimiento, luego, en rigor, ni hay muerte. El plano final es un anuncio de la muerte del compositor sobre la imagen de un Bach vivo y joven; un plano paradójico en el que la imagen contradice el comentario sin desmentirle. No hay muerte, ni hay descenso: nada es degradado; igual que nada es exaltado, ni tampoco hay ascenso. Straub destierra de su film cualquier proceso de intensificación o aceleración. “Crónica de Ana Magdalena Bach” carece de puntos vitales, de zonas subrayados, de tensiones y distensiones, de situaciones de clímax y anticlímax; carece, en fin, de curvas dramatúrgicas, de puntos más altos que otros. Su tiempo sin transcurso es, además, un tiempo uniforme. Dice Straub: “Hemos elegido la música ‘dialécticamente’, en relación siempre con el ritmo del film”; y también: “La música no crea cimas en el film: debe permanecer en el mismo plano que el resto”. La línea de la “crónica” de Straub sobre el tiempo es semejante a la línea recta sobre el espacio: sucesión de sucesos sin particularidades. De ahí probablemente una cierta sensación de esencialidad. Excluido el efecto degradante del tiempo, es decir: excluida la vida, la “crónica” de Straub se manifiesta como una historia sin calidades, más allá de la vida y de la muerte: la representación de esa forma de eternidad que es la pura duración, el tempo musical desnudo de todo accesorio. Dice Straub: “El punto de partida de ‘Crónica de Ana Magdalena Bach’ era la idea de intentar un film en el que la música fuera utilizada no como acompañamiento ni tampoco como comentario, sino como materia estética”.

Si vimos que Straub trascendía la oposición dentro-fuera (interior-exterior), y con ello eliminaba de su film la idea de espacio, otro tanto logra con la oposición vida-muerte, eliminando de esta forma la idea de naturaleza. Fuera del espacio y de la naturaleza, el tiempo de “Crónica de Ana Magdalena Bach” se desliza dentro de los caminos interiores de la música de Bach. Y aquella primera clave de la película se ilumina ahora considerablemente, en la medida que la indistinción de forma y contenido, o lo que es lo mismo, la razón clásica del relato de Straub, no consiste únicamente en la representación de una temporalidad, sino en la selección, dentro de esa temporalidad, de los rasgos específicos de la temporalidad de a música y, en concreto, de la música de Juan Sebastian Bach.

“Crónica de Ana Magdalena Bach” no es una película musical, no es un film que tiene música, no es un film sobre la música: es música, es un film-música, es un film-Bach. Straub –cine- se funde en Bach –música- y le ofrece el don de la transparencia, o lo que es igual: la inexpresividad como signo supremo. Straub elimina a Straub, olvida la tentación del estilo, y éste se torna invisible, alcanzando por ello un máximo grado de existencia. Frente a la bárbara petulancia gran parte del mejor cine actual (gobernado por microleyes de divismo, exhibición prostituida y sucia del mito autor-director), Jean-Marie Straub construye una obra de auténtico intelectual y, en consecuencia, le son aplicables las mismas palabras que él dedica a la figura de Bach:“El es uno de los últimos personajes de la historia de la cultura alemana en el que no hay aún divorcio entre lo que se llama el artista y el intelectual”.

3

Una película que entra en los movimientos y las leyes autónomas del arte, o si se quier, del espíritu… Una película que lleva consigo una cierta sensación de esencialidad… Una película que reconstruye una forma de eternidad… ¿Se tratará de un juego de ángeles? ¿Un desvarío místico? Todo lo contrario. “Crónica de Ana Magdalena Bach” es una obra dialéctica en el sentido más directo de la palabra, un poema materialista sobre el trabajo humano.

El montaje de “Crónica de Ana Magdalena Bach” tiende (no por ninguna hipotética exigencia estilística, sino por la fuerza del objeto filmado) al plano-secuencia. Esto quiere decir que hay en al película una renuncia permanente a las facilidades expositivas del montaje analítico. No obstante, posee dos secuencias construidas de acuerdo con la mecánica tradicional del montaje analítico: travelling sobre el interior de un encuadre. La primera de estas dos secuencias se inicia con un plano general de Ana Magdalena sentada ante el clavicordio y rodeada por sus tres hijos; la cámara se acerca lentamente, lentísimamente, en busca de un primer plano de la mujer, en escorzo sobre la ventana iluminada. El desarrollo de la secuencia es claramente analítico y, sin embargo, no hay en ella ningún análisis efectivo, ninguna selección dentro del contenido de la imagen originaria. En realidad, en este caso, el montaje es puramente acumulativo y referencial ya que esta secuencia nos remite inmediatamente a otra anterior casi exactamente igual en su fase final, y n la que Ana Magdalena aparecía, esta vez, sola ante el mismo clavicordio y la misma ventana iluminada. La única diferencia entre ambas secuencias consiste en la presencia en la última de los tres hijos de Ana Magdalena. Se trata en ella no de analizar el contenido de un encuadre, sino de visualizar un paso de tiempo que, sin embargo, conlleva una identidad de situación. Nada ha cambiado mientras todo ha cambiado. La idea de un tiempo sin transcurso ha de servirse de “elipsis” mucho más complejas que las habituales para hacerse evidente.

La otra secuencia de formato analítico es la primera de la película. Comienza con un largo plano-detalle de las manos de Bach interpretando, sobre el teclado de un clavicordio, con sonido de orquesta fuera de campo, un tiempo del quinto concierto de Brandeburgo. La insistencia sobre las manos sería abusiva si la música no redimiese la duración. La imagen refleja pacientemente la ejecución de un trabajo manual difícil y delicado. Nuevamente el montaje se efectúa sin ruptura de encuadre, mediante un travelling de retroceso que nos hace salir de las manos de Bach, descubrir su instrumento, después la figura completa del compositor y, finalmente, la orquesta –que antes oímos fuera de campo- ejecutando la pieza con él. Los sucesivos cambios de encuadre inherentes al travelling tampoco analizan aquí el interior del plano, puesto que, paradójicamente, el plano general último no “contiene” al general de todo el cuerpo orquestal. La exactitud de esta paradoja es debida a que lo expuesto en la secuencia –la materialidad de lo filmado- no puede ser medido de acuerdo con las leyes del cálculo del espacio, sino de acuerdo con las muy diferentes dimensiones lógicas que gobiernan el cálculo del trabajo humano. Las manos de Bach son el más amplio contenido posible de la secuencia en la medida que son las autoras del trabajo material que ejecuta la orquesta. La orquesta está ya supuesta en el pequeño detalle de las manos del autor de la partitura. El objeto filmado es, pura y simplemente, una relación de trabajo. “Crónica de Ana Magdalena Bach” es unacrónica laboral. Dice Straub: “Pretendemos mostrar personas atareadas en hacer música; pretendemos mostrar personas que realizan efectivamente un trabajo delante de la cámara”.

Straub es casi siempre consciente de las claves de entendimiento de su obra. Esto no es frecuente. Todo en “Crónica de Ana Magdalena Bach” es el resultado de una estricta racionalidad, lo que de algún modo es una garantía de no ambigüedad para el tratamiento nada ambiguo tema del trabajo. Un hombre, una familia, un equipo en la ejecución constante de su tarea. Los Bach de Straub jamás tienen vacaciones. Les caracteriza una laboriosidad sin fisuras. Conforman una materia en perpetuo desarrollo. Bach y los suyos cumplen un trabajo que les conduce a un producto que aman. La película discurre por entero sobre los mecanismos físicos del empeño de unos cuantos seres humanos en producir algo.

Pero Bach y su familia están cercados por un sistema social y político que interfiere el libre desarrollo de su tarea y merma la independencia que inexcusablemente necesitan para llevarla a cabo. El trabajo de los Bach encuentra resistencias: es, por ello, al mismo tiempo, libertad y servidumbre, creación y enajenación. El trabajo de los Bach está aislado y carece de conexiones con la proximidad social que le cerca –ahí vuelve a parecer la capacidad orientadora de aquella reiteración sobre el “interior” a que aludí al principio-. En una película donde se reconstruyen no menos de una docena de conciertos, jamás se ve ni un segundo al público que –se sabe- escucha tales audiciones. El acto de trabajo y de creación de Bach se nos muestra como un hecho –en- sí, abismado por la mirada silenciosa, ausente y –por ello- hostil de la sociedad en y para la que se ejecuta.

Hay dos escenas en que esta silenciosa hostilidad está construida sin mediaciones, directamente. En una ocasión nos enteramos por Ana Magdalena de que Bach ha sido nombrado músico de corte; estamos en 1736; vemos al músico interpretando ante el rey una coral para órgano; sin embargo, no vemos al rey por ninguna parte. En otra ocasión, Bach, durante un viaje a Prusia, pasa por Berlín y el rey le pide una audición; ésta se lleva a cabo en una sala de la recién construida Ópera berlinesa; se trata de una sala que posee unas particularidades acústicas muy singulares; dice Ana Magdalena: “Si alguien murmuraba en un rincón de la sala, cerca del muro, unas suaves palabras, se le podía oír con toda claridad desde el otro rincón diagonalmente opuesto, al tiempo que quien estuviese situado en cualquier otro lugar de la sala no oiría absolutamente nada”. Y Bach vuelve a interpretar ante otro rey alemán que, como el anterior, seguimos sin ver. La cámara nos muestra en panorámica el techo de la estancia, el arco por el que las notas de Bach surcan la distancia en busca de los oídos de un príncipe extraño, lejano e invisible. Entre Bach y su auditor media el vacío de un arco sonoro que sólo la música es capaz de cruzar. Entre Bach y su sociedad –y la encarnación personal de su poder político- la música tiende un puente que torna súbitamente evidente la condición real del compositor-trabajador: la condición de un ser humano aislado y violentado en la ejecución de su trabajo.

La opresión ejercida sobre Bach es nuevamente expuesta de una manera aún más inmediata a propósito de la anécdota del oportunista Krause. Los funcionarios de la música, recelosos de la independencia del compositor, le hostigan y vigilan hasta que el furor de Bach estalla. Resulta curioso comprobar que los interiores donde se desarrolla este tipo de escenas son los únicos interiores del film que carecen de esas “ventanas iluminadas” que jamás faltan en aquellos otros interiores donde ocurren las secuencias de trabajo, de creación y ejecución de la música. La luminosidad difusa y plena de estas escenas se ensombrece durante aquellas otras, derivando entonces Straub hacia una composición tenebrista muy cercana a la de los momentos más románticos del expresionismo de Dreyer y de Murnau. La crónica de trabajo se torna en estos instantes crónica de la servidumbre. Y del contraste brota el signo de la lucha del trabajador por la propiedad de su trabajo, que es el signo de la lucha de clases. Dice Straub: “Si el film logra llegar a lo que fue aquel hombre, entonces penetrará en las raíces de su sociedad y podremos dar a la película, como título, aquella frase de Brecht: ‘Sólo la violencia ayuda, allí donde la violencia reina’… La paciencia y la violencia se agazapan en el arte de Bach, y no sólo en el texto de sus cantatas, sino también en su propia música”.

En definitiva, esta obra de Straub nos orienta dentro del gran laberinto de la superviviencia del espíritu, dentro del indecible misterio que Marx presintió -sin llegar a explicarse nunca satisfactoriamente- en su profunda y atónita contemplación de las obras artísticas del pasado. Si Marx supo descubrir la “eternidad” -y suya es la palabra- de las grandes tragedias, esculturas y templos de la Grecia arcaica; si supo también formular esa ley de la Historia que dice que los verdaderos modelos de la libertad se perfilan y se tejen en el subsuelo de la opresión y la servidumbre; ahora, con esa transparencia que sólo poseen los verdaderos intelectuales, Straub sabe construir en su “Crónica” la materia de la eternidad que un músico alemán de hace más de doscientos años supo elevar por encima de las contingencias de su tiempo.

 

(El Estado Mental agracede a Elsa Fernández-Santos el permiso de publicación de este artículo)

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01 PM | 16 Mar

DEMOCRACIA INTERNA Y SELECCIÓN DE CANDIDATOI

DEMOCRACIA INTERNA Y SELECCIÓN DE CANDIDATOS

FELIX ALONSO

Mi amigo Cesar Giner, al que invité en a dar una charla en la sede socialista de San Lorenzo me decía que “corren tiempos de ética y estética en el PSOE, de Códigos de Conducta y de telepromter. Se ejecutan medidas para que el partido sea transparente. Se dictan normas para ser buenos socialistas. Se diseña con esmero el marketing de una organización que lucha en una situación muy compleja entre las marejadas que zarandean el proyecto de España como país”, pero  algunos  echamos  de menos en el PSOE la concreción de un proyecto de Estado que recupere los afectos de las personas, necesitamos  más corazón para estar cerca de las causas que preocupan a la ciudadanía española. He visto en estos  últimos años  veteranos que  abandonan el partido porque echan de menos la inmediación y el compromiso, el proyecto, el camino a recorrer, que siempre es mejor que la posada, como nos recuerda Cervantes. Yo abomino, al considerarme también veterano, lo estrictamente estético y trivial, cabe exigir menos formas y más fondo, más cercanía y más proyecto. Más corazón, en definitiva.

 

Es preciso que cunda la ejemplaridad en el funcionamiento democrático del PSOE. Antes de enseñar cómo ser un buen socialista conviene que las direcciones políticas del partido no caigan en la tentación de convertir los procesos democráticos de elección de sus candidatos en una pantomima. Sencillamente porque queda en entredicho la credibilidad interna y externa de la organización política. Si se pide ética a los socialistas, también hay que exigir ética a las direcciones políticas para que garanticen la democracia total prometida a la militancia y a la ciudadanía.

El PSOE ha apostado por la democracia total regulando las elecciones primarias abiertas, que invitan a la ciudadanía a participar en los procesos de elección de sus representantes en las instituciones. También lo ha hecho de forma radical con las primarias cerradas, en las que ahora participan todos los militantes en la elección de su máximo responsable orgánico, el Secretario General. Los procesos abiertos se rigen por una normativa que aprueban los órganos federales y que dejan capacidad de matización a los órganos regionales, que pueden plantear la conveniencia en su territorio de optar por el sistema abierto o cerrado, y concretar plazos y mecánicas de los procesos, elección de órganos de control y seguimiento.

El objetivo es claro: la democracia total en el PSOE. Se trata de reducir el poder de decisión y de cooptación de los aparatos e incrementar la participación de los ciudadanos en las decisiones buscando su acercamiento y confianza.

 

Hay que recordar, no obstante, que al aproximarse las elecciones municipales y autonómicas a celebrar en mayo de 2015, se puso en marcha el proceso de primarias, y en Madrid, sorpresivamente, Tomás Gómez propuso a su Comisión Ejecutiva que las elecciones primarias fueran cerradas. La Ejecutiva, sin debate, acató la propuesta. Posteriormente en un Comité Regional no se explicó ni votó la decisión. No se justificó por qué es mejor para el partido y la ciudadanía madrileña que las elecciones para elegir al candidato a la Presidencia de la Comunidad de Madrid fueran cerradas y no abiertas. De querer primarias abiertas de pasaron a cerradas, y ahí  se situó el principio del fraude.  ¿Se creía las razones de apertura a la sociedad que concretaba con pasión en las primarias abiertas? o ¿se dejó de creer en ellas distanciándose de la sociedad a la que  se aspira a gobernar? A mi juicio se quebró con la decisión de primarias cerradas un principio democrático, con la agravante del número de avales pedidos y el corto espacio para conseguirlos. Gómez renunció a la credibilidad y la coherencia, y esos son valores imprescindibles para una relación política de confianza. Ante el fallido proceso de Tomás Gómez, la dirección del PSOE, tomo la decisión, a mi juicio acertada, de proponer a un nuevo candidato, que con los apoyos recibidos demuestra que su perfil personal y político es lo que necesitaba la candidatura para Madrid, para situarnos con el  nivel de las expectativas que éste partido tenía cuando ganaba elecciones en la Comunidad y en el Ayuntamiento. Así que ahora, y como reflejaba Felipe González en un reciente artículo, los ciudadanos perciben que estamos tratando de configurar una alternativa ganadora. ¿Sucede así en San Lorenzo de El Escorial que es el ámbito en el que nos toca participar? Tengo la percepción que, en nuestros debates endogámicos, se olvida que los partidos son un instrumento para la gobernación institucional y la acción política cotidiana. A los demócratas convencidos nos cuesta aceptar que su estructuración orgánica y la selección de líderes tengan enfoques de carácter clientelar, pseudofamiliar o simplemente necesidades de estar al día con la hipoteca. Termino con una pregunta ¿Qué pasaría si los ciudadanos que se consideran comprometidos tomaran la misma decisión que Gabilondo? Respuesta: pues que ganaríamos todos.

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06 PM | 08 Feb

Para acabar de una vez por todas con los partidos

En Mani sulla città (Las manos sobre la ciudad, 1963), película del fallecido Francesco Rosi sobre la especulación inmobiliaria en Nápoles, un candidato del partido centrista que ha formado parte de la comisión municipal encargada de investigar el derrumbe de un edificio, sacudido por la certeza de que el accidente se debe a la falta de escrúpulos de un constructor que forma parte de las listas de la coalición de centro-derecha, dice al líder de su partido que, por razones de conciencia, no puede concurrir a las elecciones: uno de los dos tiene que salir. Mirándolo comprensivamente, con la paciencia de un padre ante su hijo, el líder centrista trata de retenerlo: «Querido amigo, está usted enfocando el asunto de una manera equivocada. Necesitamos esos votos para hacernos con la alcaldía y cumplir con nuestro programa. Sobre todo, no debe verlo como un problema ético, sino como un asunto político». Naturalmente, el concejal accede: por razones políticas.

Es sabido que la emancipación de la política respecto de la moral fue observada ya por Maquiavelo en su estudio sobre el poder; pero también que el papel de los partidos en la lucha por acceder al mismo los convierte en espacios privilegiados para el análisis de esa problemática disyunción. Sobre ese tema, casi como si glosara el diálogo entre los dos munícipes napolitanos, trata Sobre la abolición de todos los partidos políticos, una obrita de la filósofa francesa Simone Weil que, a la vista del intenso debate desarrollado en España últimamente sobre las patologías de los partidos, en coincidencia con la fragmentación de los sistemas de partido en todo el continente europeo, merece la pena leer. Distinto es que puedan extraerse enseñanzas útiles de su apasionante contenido.

Escrito en 1943, en Londres, donde Weil había contribuido a la formación de la Francia Libre alrededor del general De Gaulle, la obra responde a su inquietud ante el faccionalismo partidista que empieza a observar en el exilio. Poco después, ya desde el hospital, Weil cesaría de sus responsabilidades en la Resistencia, para morir el 24 de agosto de ese mismo año, víctima de la tuberculosis, a los treinta y cuatro años de edad. Este ensayo fue publicado por vez primera siete años después, en la revista La Table Ronde, recibiendo elogios de Breton y Alain. Publicada en forma de libro por Gallimard en 1953, reeditada por Flammarion en 2008, aparece recientemente en la colección de The New York Review of Books, en edición y traducción de Simon Leys, con un post scriptum de Czesław Miłosz.

Weil no tiene tiempo que perder. Después de trazar el origen de los partidos europeos, que a su juicio se encuentra en una combinación del Terror francés y la práctica semideportiva de los británicos, plantea el problema de la siguiente forma:

El simple hecho de que existan no es razón suficiente para su preservación. La única razón legítima para preservar algo es su bondad. Los males de los partidos políticos son del todo evidentes; en consecuencia, el problema que ha de examinarse es éste: ¿contienen un bien suficiente que compense sus males y hagan deseable su mantenimiento?

Más aún, en una peculiar combinación de platonismo y consecuencialismo, Weil sostiene que tampoco la democracia o la regla de la mayoría son bienes en sí mismos, sino que son medios para la consecución del bien; medios, añade, cuya eficacia es incierta. Su posición no puede sorprendernos una vez que Weil descubre sus cartas: un ideal republicano desarrollado enteramente a partir de la «voluntad general» de Rousseau, cuyo Contrato social califica como uno de los libros más «clarividentes y articulados» jamás escritos.

Desgranando a Rousseau, Weil identifica dos premisas necesarias para el cumplimiento de la voluntad general que serán familiares para cualquier observador de la actual realidad política española, siempre y cuando consideramos los discursossobre esa realidad una parte constitutiva de la misma. En primer lugar, no debe existir ninguna forma de «pasión colectiva»; en segundo término, «el pueblo debe expresar su voluntad en relación con los problemas de la vida pública». La cursiva es mía; donde dice pueblo podemos escribir gente, pero el problema sigue siendo el mismo: la imposibilidad de ir más allá de esa mera declaración de intenciones, por ser impracticable cualquier expresión de la voluntad popular que no sea metafórica o aproximativa. Esto queda claro, para el observador sutil, cuando Weil elogia el sistema de cahiers de revendications que operaba en 1789, que permitía a los ciudadanos presentar sus quejas ante unos representantes. Dice Weil que, si se daba aquí

hasta cierto punto una genuina expresión de la voluntad general –incluso aunquese había adoptado un sistema representativo, por incapacidad para inventar una alternativa–, era sólo porque se disponía de algo mucho más importante que las elecciones.

De nuevo, la cursiva es mía. Porque no deja de ser llamativo que Weil contemple en esa práctica revolucionaria un atisbo de voluntad general a pesar de la mediación representativa, cuando, a poco que el demos en cuestión posea una cierta dimensión, la construcción de la voluntad general sólo puede llevarse a cabo gracias a esa mediación. De ahí que, como acabo de señalar, la expresión de la voluntad popular sólo pueda ser metafórica o delegativa; a menudo, de hecho, las dos cosas a la vez.

Una expresión metafórica recoge una determinada agregación de preferencias, principalmente a través del voto, y proclama a continuación aquello de «el pueblo ha dicho…»; la voz del pueblo es una decantación de sus muchas voces distintas. Por su parte, el método aproximativo admite distintas posibilidades, entre ellas el voto directo entre distintas alternativas o la creación de minipúblicos que debaten sobre un asunto en representación del resto del público. En cualquiera de estos casos, sin embargo, se comete el pecado mortal de la delegación: esa Gran Abstracción que es «la gente» se descompone en un sistema más o menos sofisticado –según los casos– de mediaciones y representaciones. ¡No puede ser de otra manera! Incluso una democracia electrónica directa exige que alguien seleccione las preguntas; no es posible demediar la mediación, aunque sí sea dable ocultarla hasta hacerla casi invisible.

En cualquier caso, este problema merece una atención separada. Hoy nos interesa sobre todo en conexión con los argumentos de Weil contra los partidos políticos. Para la filósofa francesa, la legitimidad republicana sólo puede lograrse mediante la abolición de los partidos: punto. Y ello, a la vista de sus tres características definitorias, todas ellas perniciosas: son máquinas de generación de pasiones colectivas; son organizaciones diseñadas para ejercer presión sobre las mentes de sus miembros; su objetivo primero y final es el crecimiento sin límite. A consecuencia de ello, todo partido es potencialmente totalitario.

Para Simone Weil, el problema de la política estiba en su separación de la ética, disyunción que la cita inicial de la película de Rosi expresa con claridad. Si, contrariamente, la política es indisoluble de una rigurosa concepción ética orientada a la verdad y la justicia, los partidos políticos se convierten en obstáculos estructurales para su consumación, como vendría a demostrar una sencilla regla de tres:

Los partidos políticos son organizaciones pública y oficialmente diseñados para matar en todas las almas el sentido de la verdad y la justicia. Esa presión colectiva se ejerce sobre el público con los medios de la propaganda. El propósito confeso de la propaganda no es iluminar, sino persuadir. […] Todos los partidos hacen propaganda.

Para Weil, el peligro estriba en la facilidad con la que la subsiguiente identificación con los partidos por parte de sus miembros y partidarios les lleva a hablar comoconservadores o socialistas, renunciando a su juicio individual y adscribiéndose, en cambio, a las cosmovisiones ideológicas proporcionadas por el partido en cuestión. La filósofa francesa, por el contrario, exige mucho más de nosotros: si sólo hay una verdad, no podemos pensar más que en ella, a la luz de las pruebas que la razón nos ofrezca; algo que nada tiene que ver con las verdades prefabricadas en las factorías propagandísticas de los partidos. La conclusión es palmaria:

Si la pertenencia a un partido nos empuja a mentir constantemente, en cada caso, la propia existencia de los partidos políticos es, absoluta e incondicionalmente, un mal.

Más aún, para Weil hay una contradicción fundamental entre la búsqueda de la verdad y la justicia en nombre del interés general, por un lado, y la actitud que se espera de aquel que pertenece a un partido político: no se puede servir a dos amos a la vez. Tristemente, tenemos sobrados ejemplos de cómo la conciencia individual puede verse subsumida por completo en la unimente partidista, al menos de puertas hacia fuera. Para trazar la genealogía de este fenómeno, Weil recurre a la consabida lucha de la Iglesia católica contra la herejía; que es, dicho sea de paso, la explicación que para todos los males de España suele uno oír de los miembros de las generaciones educadas en el franquismo. No hay razones para negar la verosimilitud de la sugerencia; pero tampoco para probarla. De hecho, ¿no es más lógico pensar que la Inquisición es simplemente una de las formas históricas que adopta el transhistórico deseo humano de suprimir la diferencia e imponer una homogeneidad religiosa o ideológica en la que no pocos seres humanos se sienten cómodos? Otras formas son el Partido Comunista de la Unión Soviética o, salvando las distancias, el equipo de fútbol de la propia ciudad. Desde este punto de vista, la lenta forja del sujeto autónomo capaz de distanciarse de esos bloques –o de entrar lúdica o reflexivamente en ellos– es una conquista histórica del proceso de civilización, conquista debilísima siempre en peligro de retroceso.

Son así claras las conclusiones de Weil, pero quizá no pueda decirse lo mismo de sus presupuestos. Su diagnóstico sobre los males asociados a los partidos políticos es razonable, especialmente si tenemos en cuenta la radicalidad ética de su planteamiento. Esa radicalidad le impide apreciar las virtudes funcionales de los partidos, quizá menos visibles en su época que en la actualidad; virtudes que, en conjunto, seguramente compensen los muchos vicios en que incurren. En su análisis de las «pasiones colectivas» engendradas por los partidos, Weil ignora el papel que cumple la identidad colectiva, visible también en los movimientos sociales. Tal como demostró la marcha convocada por Podemos en Madrid, todavía hoy, en plena era posmetafísica, hay cientos de miles de personas dispuestas a profesar una religión política y a echarse a la calle con el entusiasmo propio de la fe. En el fondo, es algo extraordinario. Y algo que no se entiende sin tener en cuenta el deseo de pertenencia del ser humano, derivado directamente de su condición social.

Por otro lado, subyace al planteamiento de Weil una curiosa ambigüedad. Su neoplatonismo, conforme al cual sólo existe una verdad esperando a ser descubierta, ¿no podría desembocar en la misma asfixia de la conciencia en que incurren los partidos? De hecho, así ha sido a lo largo de la historia. Pensemos en el racionalismo «científico» invocado por el marxismo-leninismo en defensa de su sanguinaria verdad partidista. Es decir, que el rigorismo ético puede ser también la tumba de la libertad. O de la propia república: la verdad personal de Antígona choca con las leyes de la ciudad, algo que la famosa declaración de Albert Camus, según la cual entre su madre y la justicia elige a su madre, también refleja, porque la frase la podría suscribirla Michael Corleone. Ya sea por el flanco racionalista o por el sentimental, se deja ver aquí que invocar la verdad qua verdad –otra cosa es hacerlo como horizonte regulativo– plantea más problemas de los que resuelve.

No digamos si añadimos a eso la confianza que Weil demuestra tener en el «observador neutral» al que se refiere Sloterdijk en un ensayo reciente: el pensador desencarnado que no se deja influir por sus emociones ni circunstancias en su búsqueda de la verdad1. Tras los exitosos ataques contra la idea de neutralidad, anotados por el propio pensador alemán, los contemporáneos sólo podemos acercarnos a la idea de verdad con cautela y sin mayúsculas, distinguiendo cuidadosamente sus distintas variantes y con conciencia de sus distintos modos de producción. ¡Cuidado con ella! Paradójicamente, Weil même defendió durante su corta vida la necesidad de ponernos en el lugar del otro para comprender su punto de vista, hasta el punto de entrar a trabajar en una fábrica para conocer las condiciones de vida de la clase trabajadora. Fue antes Juana de Arco que Descartes.

Sea como fuere, ¿qué aspecto tendría la sociedad tras la abolición de los partidos? Como si quisiera contradecir directamente la conocida definición de Benjamin Disraeli, según la cual los partidos son «opinión organizada», Weil sugiere que los candidatos presentarían sus propias ideas sin ligarse a partido alguno, para, una vez en el parlamento, «asociarse y disociarse entre sí siguiendo el flujo natural y cambiante de las afinidades». Fuera del parlamento, los círculos intelectuales se formarían de manera natural alrededor de las revistas dedicadas a las ideas políticas. Pero el flujo no debe dejar de ser flujo:

Allí donde un círculo de ideas y debate se sienta tentado a cristalizar y crear una pertenencia formal, habría de reprimirse legalmente y castigarse ese intento.

Para Weil, lo importante es que sean las ideas, como expresión de la búsqueda de la verdad, antes que los intereses o las meras intenciones, las que articulen la vida política. Quiere que los miembros de los partidos dejen de comportarse como «sectas de juramentados», por usar la expresión de Rafael Sánchez Ferlosio, no por casualidad otro moralista en materia política.

No es difícil contraponer al utopismo bienintencionado de Weil la cruda realidad del poder y los intereses, la complejidad de una sociedad que necesita de los expertos tanto como de los idealistas, si no más, o apuntar hacia las funciones que eficazmente cumplen los partidos como agregadores de preferencias y reductores de la heterogeneidad social en beneficio de la gobernabilidad y de un orden no por imperfecto menos deseable. Su mayor ingenuidad es creer que la desaparición de los partidos conduciría naturalmente al reino de las ideas; ingenuidad que podría parecernos especialmente llamativa en plena guerra mundial, pero que puede también interpretarse como la lógica reacción ante un conflicto en cuya génesis desempeñaron un papel decisivo los partidos antiliberales de carácter ideológico. En nuestra sociedad de clases medias, los partidos han cambiado, limando en la práctica sus aristas ideológicas, punzantes todavía, sin embargo, en el plano retórico. Más que abolir los partidos, parecería necesario restringir su poder, a fin de que no cubran más campo civil del que resulte necesario, con objeto de que pueda reforzarse una esfera pública donde esa libre asociación de ideas a la que Weil alude pueda hacerse realidad.

Es aquí donde las intuiciones de Weil resultan más valiosas. Aunque su adhesión al imposible lógico que constituye la voluntad general de Rousseau lastra la carga propositiva de su panfleto, la filósofa francesa acierta de pleno cuando denuncia la influencia malsana que el espíritu partidista ejerce sobre la vida pública. Al final de su obra, señala que las instituciones que regulan esta última dan forma a la mentalidad general, y añade:

Progresivamente, la gente ha desarrollado el hábito de pensar, en todos los terrenos, sólo en términos de estar «a favor de» o «en contra de» una opinión, buscando sólo después los argumentos necesarios. Se trata de una exacta trasposición del espíritu partidista.

Más que pensar, tomamos partido. Y esa elección –a favor o en contra– acaba por reemplazar la actividad mental del ciudadano, constituyendo una forma de «lepra intelectual» que, originada en el mundo político, termina por contaminar toda forma de pensamiento. Esta imagen poderosa encierra una considerable cuota de verdad, como un rápido vistazo a los términos del debate público –máxime en la versión sin filtros que nos ofrecen las redes sociales– viene a mostrar. Hay, acaso, avances: la adhesión incondicional a los partidos está reduciéndose, florece el periodismo de datos, el número de voces en el debate público no hace más que crecer. Pero la lepra está lejos de extinguirse y la advertencia de Weil contra ese mal necesario que son los partidos no ha perdido vigencia durante los algo más de setenta años transcurridos desde su publicación. Su voz constituye así un valioso recordatorio del valor informador que sobre nuestras prácticas tienen –o más bien deberían tener– un puñado de principios regulativos. ¡No es poco!

04/02/2015      ARTICULO DE MANUEL ARIAS MALDONADO

1. Peter Sloterdijk, Muerte aparente en el pensar. Sobre la filosofía y la ciencia como ejercicio, trad. de Isidoro Reguera, Madrid, Siruela, 2013. 

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