Opinión

10 AM | 06 Jun

UNA SEMANA CON PASOLINI

He disfrutado enormemente con la exposición Pasolini Roma, en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), y con su espléndido catálogo, lleno de cartas, poemas, memorias y ventanas. He estado viviendo una semana con Pasolini, por así decirlo, con sus textos y sus películas, y no dejo de ver su sonrisa, refulgente como una camisa blanca, porque la muestra exhala felicidad, la felicidad de ver a un hombre imaginando, abrazando, multiplicando, levantando acta de un mundo feroz y construyendo otro mundo posible, con la “desesperada vitalidad” que cantó Laura Betti. Enorme personaje: poeta, novelista, ensayista, pintor, guionista, cineasta, siempre igual y siempre distinto, gran contradictorio, marxista y libertario, creyente y nihilista, apocalíptico pero nunca integrado, y, por encima de todo, rastreador de lo sagrado, ese pálpito de eternidad “que el laicismo consumista”, escribió, “ha arrebatado al hombre para transformarlo en un estúpido adorador de fetiches”.

Pocos como él encarnaron de forma tan rotunda al intelectual y al artista de los sesenta, aunque al evocarle he acabado pensando en nuestros años treinta y en Lorca, el Lorca popular y visionario, alegre y oscuro, el Lorca fecundísimo y, como él, muerto en circunstancias nunca del todo aclaradas. Los dos, cada uno a su modo, pagaron un alto precio por ser tan libres. Fueron a por Pasolini fascistas y democristianos y sus propios compañeros comunistas, en distintas épocas pero en significativa unanimidad a la larga, y le brearon a juicios: 33 procesos, por los más diversos motivos, desde homosexualidad a “vilipendio de la religión del Estado”, que siguieron hasta dos años después de su muerte, pero acabó absuelto, conviene señalarlo, de todas las causas.

Esta semana he redescubierto el fulgor vital de sus primeras películas, Accattone y Mamma Roma, y su extraordinaria poesía, y la lucidez profética de algunos de sus Escritos corsarios, tan cercana a Guy Debord. Difiero en muchas cosas, pero al releerle ha crecido mi admiración por su pensamiento encendido, su alegría “estoica y antigua”, siempre cercada por el dolor. Tres heridas esenciales: la muerte de su hermano Guido, el jovencísimo partisano caído en 1945; la separación de Ninetto Davoli, el amor de su vida, en 1971, y como un pájaro negro o una negra mancha de petróleo, el fin de una Italia devorada por el neocapitalismo, y muy especialmente la pérdida de aquel pequeño paraíso subproletario, de vida durísima pero mucho más intensa y luminosa que la hormigonación que vino luego: las borgate que conoció a su llegada, arracimadas a las orillas del Tíber y todavía oliendo, como sus gentes, “a jazmín y sopa humilde”.

El Pasolini de los últimos años es un hombre amargo, a menudo desaforado, quizás porque la época, los terribles “años de plomo”, también lo fue; un utopista que pide cosas tan imposibles (y en el fondo tan comprensibles) como la abolición de la televisión y de la escuela secundaria, para empezar de cero. Recuerdo aquellos años, cuando no comprendíamos que la dicha impúdica de la Trilogía de la vida pudiera dar paso a la abjuración, al horror y a la violencia inasumible de aquel Salò que mostraba, como un almuerzo desnudo, la desolación de su quimera.

Escucho de nuevo el impresionante discurso fúnebre de Moravia a las puertas de su casa, el 5 de noviembre de 1975, mientras bajan el cadáver, diciendo, con rabia, con extrema claridad, sin gota de retórica, lo que había que decir: “Ha muerto un poeta y un testigo, un hombre valeroso, un hombre bueno, de inteligencia lúcida y firme”. Me vuelve ahora la lejana memoria de Vincenzo Cerami, que habla del Pasolini profesor, en la escuela de Ciampino, aquel profesor de voz dulcísima que vivía en Rebibbia y tenía que tomar dos autobuses y un tren para poder dar la clase, que jugaba al fútbol de manera prodigiosa y regalaba sus libros, y al que no le importaban tanto los errores gramaticales como los errores éticos: “hacer la pelota, decir mentiras”. Y pienso en Accattone cayendo como Ícaro en el poema de Auden, “y luego solo el agua negra que corre, y buenas noches”, pero no solo eso, nunca solo eso, y es así como florece de golpe, primaveral, este recuerdo: la primera vez que me topé con el nombre de Pasolini, en los primeros setenta, en casa de Raúl Ruiz. Tenía sobre la mesa una edición original de Le ceneri di Gramsci, y yo, que no sabía italiano, creí que el título era Las cerezas de Gramsci, y Raúl sonrió y dijo: “Cerezas por cenizas, a Pasolini le hubiera gustado eso”.

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10 AM | 22 May

FELLINI

Por Juan Forn

Federico Fellini está deprimido, una sensación que desconoce por completo, pero estos síntomas son inequívocos: una caída libre en lo oscuro, un vaciamiento, una bruma que ensombrece su humor y anula su voluntad. Nunca antes le ha pasado, nunca se ha tomado nada demasiado en serio en su vida, porque hasta ahora todo pasaba, y el buen humor y las ganas de vivir retornaban enseguida, pero esta vez la cosa viene en serio. El año es 1955, acaba de estrenar La strada, en el extranjero lo celebran, pero en Italia lo despellejan de la derecha a la izquierda. Natalia Ginzburg le recomienda el psicoanalista que la sacó a ella del pozo unos años antes. Es un judío austríaco, junguiano, llamado Ernst Bernhard. La Ginzburg, igual de remisa que Fellini a la exploración de la psique, le cuenta que ese hombre la devolvió a la vida cuando los nazis mataron a su marido Leone y ella quedó viuda, sin trabajo y con dos hijos pequeños al fin de la guerra (“Yo llegaba a su consulta y me esperaba un vaso de agua y una rodaja de limón en una bandejita junto al diván. Me acostaba y sentía la brisa que entraba por la ventana y miraba el vaso y la primorosa rodaja de limón y escuchaba la voz de Bernhard. Sólo puedo decirte que, cuando me hablo a mí misma hoy, en la noche oscura, me descubro una leve y reconfortante pronunciación austríaca”). Fellini va a la consulta de Bernhard, pero se sofoca en el diván, no puede, el médico abre la ventana para que entre aire, Fellini ve que afuera está por caer uno de esos gloriosos chaparrones de verano que hay en Roma, inventa una precipitada excusa y sale corriendo, se adentra en una plaza dejando que el agua lo empape; cuando se queda sin fuerzas, se queda con los ojos cerrados y los brazos caídos, perdido en la lluvia, hasta que de golpe se materializa un paraguas sobre su cabeza y una voz femenina le dice: “¿Quiere protegerse?”. Esperaron juntos el fin del chaparrón, se besaron, ella le dio su número de teléfono y le dijo que tenía que irse. Fellini tardó una semana en atreverse a llamar. Cuando lo hizo, atendió el teléfono una voz con acento austríaco: había llamado al doctor Bernhard.

Fellini se trató cuatro años con él, era el único de los pacientes que tenía tres sesiones semanales, logró que las consultas fueran los dos de sentados y que, en lugar de diván y vaso de agua, hubiera una mesita con strudel y strega, e incluso que a veces los encuentros fueran en la trattoria de la esquina, pero nunca logró que el doctor Bernhard aceptara hacer las sesiones en el lugar donde Fellini pensaba mejor, más a gusto: manejando su auto (“Fefé”, como le decían, era famoso por hacer sus reuniones importantes al volante, con su interlocutor en el asiento de al lado y el coche dando interminables y elípticas vueltas por las calles de las afueras de Roma). Por Bernhard comenzó Fellini a llevar un diario de sueños. Lo hizo a su manera: en viñetas, como comics. Un día tuvo un sueño después de leer un cuento de Dino Buzzati en el Corriere della Sera, un sueño tan vívido que al despertar se subió al auto y manejó hasta Milán para conocer a Buzzati y proponerle trabajar juntos la idea, y de ahí sale la película más famosa jamás filmada: El viaje de Mastorna. O, como decía Buzzati: La dolce morte. Después de La dolce vita, Fellini quería contar la historia de un tipo que bajaba de un avión que hacía un aterrizaje forzoso en la nieve, delante de la catedral de Colonia. El avión era un DC-8. El tipo llegaba a un bar y ahí descubría por la radio o por el barman que el vuelo en el que iba cayó en las montañas sin sobrevivientes. Mastorna iba a ser la historia de un hombre después de su muerte. Mastorna iba a ser el diario de sueños en celuloide.

Desde que hizo Julieta de los espíritus, Fellini consultaba videntes y espiritistas. Su consejero de cabecera era un tal Rol, un tipo que restauraba cuadros a oscuras y tenía poderes de telequinesia. Fellini llevó a Buzzati a ver a Rol. La leyenda dice que Rol depositó en el bolsillo de Fellini un papelito al finalizar el encuentro. El papelito decía: “No hagas esa película”. La leyenda dice que Fellini tardó tres años en descubrir el papelito. En el medio había enganchado a Dino De Laurentiis en el proyecto y le había hecho gastar una fortuna en decorados en Dinocittà, el estudio con que el napolitano pensaba superar a Cinecittà. Cuando De Laurentiis se fue a Hollywood, en aquellos decorados llenos de yuyos que parecían una ciudad fantasma, al fondo de Dinocittà se instalaron unos hippies que hicieron una comuna y una canción, el “Mastorna Blues”. De Laurentiis llegó a embargar a Fellini (Giulietta Masina vio cómo se llevaban los muebles de su casa e hizo una escena legendaria, no con su marido sino con el productor: fue hasta sus oficinas y le dijo con famosa vehemencia que ella no tenía problema con que los chicos jugaran, pero que dejaran en paz a los adultos).

Mastorna quedó trunca, pero no olvidada. Fellini tuvo un recrudecimiento cuando leyó Las enseñanzas de Don Juan de Castaneda. Llegó a contactar al esquivo autor, entendió que a través de él podía reformular su obsesión, su diario de sueños, y en 1971 consiguió que De Laurentiis le financiara una aventura delirante: Viaje a Tulum. El plan era subir a un auto en San Francisco, con Castaneda y las cámaras, y enfilar al México profundo. Castaneda se bajó del viaje antes de subir, alegó signos adversos, pero Fellini partió igual, con los datos para encontrar a Don Miguel, uno de los brujos compadres de Don Juan. Tuvo su trip, volvió a Italia y empezó a dibujar, que era su manera de empezar una película, pero esa primera noche en Roma, cuando acababa de ponerle a una de las figuras que dibujaba los rasgos de Castaneda, sonó el teléfono y una voz le dijo: “No hagas esa película”. Ese fue el fin de Mastorna: del diario de sueños al cuento de Buzzati, a la ciudad fantasma, al desierto mexicano, al fondo del cajón.

Hasta el último año de vida de Fellini, dos décadas después. Italia y el mundo lo trataban como un monumento, pero nadie le pedía una película. Después de un suelto periodístico que contaba su cumpleaños con el título: “Cumpleaños de un desempleado”, el Banco de Roma le encarga tres comerciales. Fellini no tenía nada que perder: sacó tres sueños de su diario de sueños y los filmó. Según todos sus amigos, fue la última vez que se lo vio feliz. Recién en el entierro descubrieron que, durante esos meses, Fellini se había reencontrado con una mujer de su pasado, a quien frecuentó y pintó una y otra vez durante esos meses de agónica felicidad. La anciana dama tenía todos aquellos cuadros en su casa, y aceptó que los amigos de Fellini fueran a verlos después del entierro: eran todos retratos al óleo de una hermosísima mujer de cuarenta años. Los amigos le preguntaron a la anciana cuándo había conocido a Fellini. Ella dijo que a fines de los años ’50, en un parque, una tarde, durante una lluvia de verano, y sonrió como sonreía la luminosa beldad de aquellos cuadros.

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04 PM | 28 Abr

OLVIDO Y SILENCIO DE JULIAN GRIMAU

                                                                                                           GREGORIO MORAN

Hay un poema impresionante de César Vallejo, como todos los suyos, que se refiere a un cadáver, el del desconocido miliciano Pedro Rojas, que estaba “lleno de mundo”. A Julián Grimau le ocurrió exactamente lo contrario. Decía, digo, que César Vallejo, el Inmenso, tiene un poema en el que se refiere a un cadáver lleno de vida, que es lo mismo que estar pletórico de mundo. Pues bien, yo voy a escribir sobre un cadáver lleno de muerte, porque todo lo que rodeó los últimos meses de su vida no fue más que un cruel descenso hacia al cadalso.

Resulta difícil imaginarse a esas asociaciones dedicadas a la celebración de la memoria histórica, a los grandes acontecimientos que conforman nuestro presente y que son analizados y evaluados como si se tratara de diamantes en el mercado de Amsterdam. Ese muerto ¿es nuestro o del enemigo? ¿Nos ayuda o nos perjudica? ¿Es bajo en calorías políticas o puede provocar reacciones airadas? Los muertos más útiles en el terreno de la cultura son aquellos que produjeron mucha obra, fallecieron pobres y dejaron viudas. En el caso de los militantes asesinados, ocurre lo contrario. Las viudas sobran porque siempre tienen la tentación de levantar la alfombra y las alfombras están para que se las pise. Evite usted levantar las esquinas.

¿Quién se acuerda ya de aquel policía republicano que fusilaron una madrugada del día 20 de abril de 1963 en los descampados del cuartel de Wad Ras, nombre exótico que designa la paramera que rodea Madrid, hacia el barrio de Campamento? Se llamaba Julián Grimau y era un tipo común, sabía leer de corrido, incluso tenía una cultura, su padre ya había sido madero de oficina y él había entrado en el Cuerpo y se había hecho policía. Estábamos en plena II República. Estalló la guerra y él, que procedía de clase media, votante republicano, entre Casares Quiroga (conocía bien Galicia) y Manuel Azaña, se afilió al Partido Comunista. Entre aquella patulea de conversos radicales dispuestos a poner en la cuneta a todos los enemigos de clase, empezando por la portera, Julián Grimau era un profesional del Cuerpo de Policía republicano. Ascendió como la espuma. En Barcelona se ocupó de la Quinta Columna. No olvidemos que el gran Cambó estaba dando apoyo al enemigo y los demás habían huido, si habían tenido suerte, a San Sebastián o a Burgos. Se mató mucho.

Lo que viene luego es muy sencillo. El exilio, México, Cuba y la larga espera a que el Partido Comunista se acordase de él cuando le necesitara. Como se iban achicando los espacios de la militancia, ya no quedaba gente que enviar al interior; muerte segura o cárcel de por vida. El ínclito mitinero del exilio, felizmente olvidado, González Jerez, tenía un acento caribeño y un rostro de cemento armado, pero cuando le dijeron que fuera a España para cubrir las bajas de la represión (un trabajo para suicidas sin pretensiones), dijo que no. Julián Grimau aceptó. Era un militante. Llegó a España en 1957, en los prolegómenos del gran levantamiento contra la dictadura, la huelga general política que pronosticaban Carrillo y Claudín.

Habría que reconstruir los años de Julián Grimau en España, desde 1957, que llega a Barcelona, y luego en Madrid, a donde le ordenan que se desplace en 1959, hasta su detención el 7 de noviembre de 1962. Recuerdo perfectamente el sitio porque me lo repetía un viejo militante cada vez que pasábamos por allí. La plaza Manuel Becerra, al lado de un parque coqueto y amable que nos servía para charlas, sin llamar la atención. Grimau tenía que hacer de todo, no es como en las novelas: transcribía mensajes, los leía tras pasarlos por la plancha, iba al libro convenido de claves, se arriesgaba por las mañanas en las fábricas de Méndez Álvaro para entregar los paquetes de panfletos, y se recogía por las tardes, algunas reuniones, y como todo clandestino que se precie se metía después de comer en un cine de barrio para ver las sesiones dobles, mientras amagaba una siesta. Vida clandestina, topos urbanos.

Pero aquel día en la plaza Manuel Becerra tenía el contacto con Lara, un currante. Un veterano, nada de un confidente. Siete años de cárcel tenía en su haber. Había soportado las torturas de la época, las de verdad, nada de película, y de su boca no había salido nada. Francisco Lara, un militante de honor hasta ese día cuando le pillaron tirando panfletos y le achucharon. Una sórdida historia más común de lo que la gente estaba dispuesta a creer. ¡Se casaba su hija! Cómo no iba a estar él en la boda de su hija. Esa vergonzosa debilidad que nos concede la vida y nos la arruina. “Si me dejan asistir a la boda de mi hija, les puedo decir algo”. Me avergüenza hasta contarlo. Unos sicarios policiales dispuestos a matar a su madre, si es que sabían quién era, ante un guindo que les promete una entrega si le dejan asistir a la boda de su hija. Es obvio añadirlo, no asistió a la boda de su hija, pero un tipo delgado, de aspecto anodino, fue detenido apenas subió en la parada de Manuel Becerra, junto al jardín coqueto y con el fondo del coso de las Ventas. “Soy del Partido Comunista, soy del Partido Comunista”, gritó cuando se dio cuenta de que le habían pillado. No evitó que le forraran en el mismo autobús. Era el 7 de noviembre de 1962.

Pero lo más curioso es que la policía no tenía ni puta idea de a quién acababa de detener. Cuando lo dijo en la dirección general de Seguridad, Puerta del Sol, hoy museo, tampoco avanzaron mucho, pero cuando echaron mano de los dossiers descubrieron que se trataba de un madero, un madero del enemigo, un descubridor de quintacolumnistas en Madrid y Barcelona. Le dieron tantas hostias, le infligieron tantas humillaciones, que al final lo tiraron por una ventana a ver si se moría y se quitaban al muerto de encima. Pero resistió y se convirtió en una de las leyendas más importantes de la historia del antifranquismo. El comunista Julián Grimau se hizo como un verso de Vallejo: Un cadáver lleno de vida.

Para Santiago Carrillo y la dirección del PCE en París, fue la ocasión para ocupar el espacio que les habían retirado las demás fuerzas de oposición, dispuestas a todo tras el llamado Contubernio de Munich. Demostraba la presencia valiente hasta la temeridad del PCE, que en las huelgas mineras asturianas del 62 había estado ausente –su dirección había caído unos meses antes–. Y sobre todo consagraba que el enemigo que batir por parte del franquismo era el comunismo, que le servía de tapadera y de acicate. La de Julián Grimau fue la campaña internacional más importante de la historia del antifranquismo.

 

El consejo de guerra. Una parodia que alcanzó la mascarada. El juez togado, entre aquellos pistoleros uniformados desde la guerra, era un falsario. Se llamaba Manuel Fernández Martín y había hecho un par de cursos de Derecho en Sevilla y ganado la guerra; un estafador que había encontrado su oportunidad para rehabilitarse ante aquellos caballeros. Se lo cobró, vaya si se lo cobró.

Se hizo legendaria la protesta de Manolo Sacristán ante la fuente de Canaletas y el chaqué de don Ramón Menéndez Pidal para visitar al Caudillo y pedirle clemencia. Se lo tuvo que quitar cuando se enteró de que ya no valía la pena, y que a las cinco y media de la madrugada un pelotón de soldados, en las afueras de Madrid, le habían dejado como un colador. Hay quien aseguró que fueron necesarios tres tiros de gracia; sospecho que por inexperiencia.

El ministro Fraga Iribarne, que denominaba al muerto “ese caballerete”, ayudado por su cuñado, Robles Piquer, y por el tándem cerebral de Jiménez Quílez y Martín Gamero (futuro ministro), editó un libro anónimo, sin pie de imprenta, pero del que se publicaron miles de ejemplares, titulado Grimau, crimen y castigo. Sin todo esto es imposible acercarse a la mitología de la transición democrática. Medio siglo después resulta imprescindible explicar por qué Julián Grimau fue un cadáver lleno de vida. La guerra no había terminado.

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