Opinión

09 PM | 08 Sep

LA DERECHA SIN DIOS

Fuera de Italia, Berlusconi ha sido siempre tomado un poco a broma. Pero haríamos mal en desdeñar el impacto de Berlusconi y de lo que representa para otras democracias. Como recuerda Alexander Stille, otros tres fenómenos incubados en Italia también fueron minusvalorados inicialmente. La mafia, el fascismo y el terrorismo de izquierdas (Brigadas Rojas) parecían unas excentricidades italianas, intransferibles a democracias más serias. Sin embargo, esas tres supuestas rarezas se convirtieron, con o sin cambios cosméticos, en pesadillas en muchos otros países. Igualmente, el berlusconismo es exportable y, si nos centramos en sus características centrales, veremos que, de hecho, lleva bastante tiempo entre nosotros.

¿Cuáles son los componentes delberlusconismo? ¿Cuál es la esencia de la superficialidad política? Creo que la clave no son sus aspectos más reconocibles: las velinas, la televisión como espectáculo desinformador, el control casi monopolista de los medios de comunicación para alcanzar el poder. Nos podemos reconfortar con la idea de que el enorme poder político de Berlusconi ha sido el resultado de una persona excepcional (un ciudadano Kane dicharachero) en unas circunstancias extraordinarias (el colapso del sistema de partidos italianos en los noventa). Pero Berlusconi es simplemente la punta visible de un iceberg enorme que se pasea por el Mediterráneo: la derecha sin principios. Una derecha sin Dios, si por Dios entendemos algo que está por encima de nuestro interés egoísta.

Es cierto que es una derecha con Iglesia, pero una Iglesia que ha dejado de lado la promoción de la moral social. Como explicó Miguel Mora para este diario, el apoyo del que ha gozado Berlusconi en la Iglesia se ha basado en la doctrina, inconcebible en otras confesiones cristianas, del pensador católico Vittorio Messori: “Mejor un putero que haga buenas leyes para la Iglesia que uno catoliquísimo que nos perjudique”. La Iglesia, pues, tiene mucho que hacer para convertirse en un faro moral y esperemos que el papa Francisco se ponga a ello rápidamente.

Mientras, la derecha del sur de Europa promueve un laissez faire sin restricciones sobre el comportamiento individual. Casi cualquier cosa vale para enriquecerse o ganar elecciones. Esto se observa en la tolerancia que los partidos de derechas han mostrado ante la proliferación de todo tipo de actividades ilícitas u opacas: desde la manipulación de las estadísticas griegas hasta el entramado Gürtel-Bárcenas, pasando por todos los escándalos alrededor de Berlusconi. Los partidos de izquierda han tragado sus buenas dosis de corrupción también, pero en la derecha no hay visos ni de introspección profunda ni de propuestas de regeneración.

Pero no es en las prácticas ilícitas, sino en las lícitas, donde elsinDiosismo de nuestra derecha se percibe con más claridad. Si miramos a otros países de la OCDE, vemos unos programas políticos de derecha regidos por unos principios, surjan de las universidades (de economistas liberales) o de las Iglesias (de intelectuales luterano-cristiano-demócratas), que aspiran a construir una sociedad más virtuosa y justa. Así, el laissez faire económico queda atemperado por un conservadurismo cívico (en Reino Unido), compasivo (en EE UU) o socialcristiano (en la Europa continental), además de por un ideal de movilidad social.

Tanto Thatcher como Reagan tuvieron una narrativa construida por intelectuales próximos

La altura intelectual de la derecha británica es un ejemplo. El conservadurismo de Cameron parte de un diagnóstico de su país como una sociedad rota y propone, junto a medidas dinamizadoras del mercado, una combinación de principios paternalistas y de devolución de poder a las comunidades locales y barrios que bebe directamente de Edmund Burke, considerado el padre filosófico del conservadurismo occidental moderno. Bueno, del nuestro no, claro, pues Burke dedicó su vida a denunciar el “capitalismo de amiguetes” y el individualismo rampante destructor del tejido social —dos tendencias bien estimuladas en nuestras latitudes—.

Por su parte, el thatcherismo y el reaganismo estaban fundamentados en las ideas de intelectuales —como Milton Friedman, Friedrich Hayek o William Niskanen— que consagraron su vida a pensar cómo podemos tener sociedades mejores. La vida política para muchos conservadores europeos implica un diálogo permanente con intelectuales y, en muchos casos, son los propios políticos quienes escriben panfletos o libros (y no solo esas listas de buenas intenciones llamadas programas electorales) proponiendo una nueva narrativa ideológica. En lugar de ese esfuerzo intelectual creativo, los de aquí suelen entrar en política ganando una oposición y luego a esperar su turno en la cadena ascendente de nombramientos administrativo-políticos. Podemos discutir obviamente qué es lo que entienden otros conservadores europeos por una sociedad más justa y si sus propuestas generan más costes que beneficios. Pero, y aquí radica la cuestión, no podemos discutir con nuestras derechas qué es justicia social —ni tan siquiera cómo activar el ascensor social o la compasión— porque sencillamente son conceptos fuera de su discurso habitual.

Mientras los políticos de derechas continentales y anglosajones buscan inspiración en universidades e iglesias, los nuestros parece que se inspiren en un supermercado. El objetivo no es construir un relato que mezcle individualismo capitalista con unas virtudes morales y sociales. El objetivo del supermercado conservador del sur de Europa es satisfacer las necesidades del mayor número posible de clientes. Así, en una estantería, exhiben leyes al gusto de la jerarquía de la Iglesia, Opus, Legionarios de Cristo y otros grupos católicos. En la de enfrente, pero es que en la mismísima estantería de enfrente, ofrecen Eurovegas y trajes legales a medida para quien traiga negocio al país, aunque sea a costa de fomentar vicios. En la estantería de más allá, metros y trenes para satisfacer el ego de cualquier alcalde o mandamás provincial que se precie. Da igual que endeudemos a las generaciones venideras con proyectos de infraestructuras megalómanos y de dudosa rentabilidad —algo impensable en las derechas del norte de Europa, donde la responsabilidad fiscal se antepone al electoralismo cortoplacista—.

Lo que une a Berlusconi y Rajoy es que ninguno tiene un proyecto para transformar la sociedad

Pero la derecha mediterránea se mueve básicamente para ganar elecciones. No hay proyecto transformativo de la sociedad detrás. Eso une a Berlusconi y a Rajoy, a pesar de que sus estilos sean diametralmente opuestos. Carlos Cué comenzaba uno de sus análisis más recientes sobre nuestro presidente diciendo que “Rajoy suele presumir en privado de su profundo conocimiento de las leyes de la política. En 30 años él ha visto ya de todo, repite. Y esa experiencia y su particular forma de ser casi siempre le dicta que lo mejor es esperar”. Es toda una declaración de intenciones. Para Rajoy, la política no parece que sea una lucha de ideas para transformar el mundo, donde cada segundo cuenta; la política parece más bien una lucha de personas por ocupar puestos y, como en la guerra, la inacción puede ser una gran aliada.

Me diréis que la izquierda también cojea ideológicamente, incapaz de formular un mensaje innovador. Que lleva años inmersa en una larga travesía por el desierto, sin encontrar la ideología prometida. Pero la diferencia es que intelectuales y políticos de izquierda —en el sur como en el norte de Europa— siguen buscando sin cesar. No pasa semana sin que leamos algún artículo con propuestas sobre cómo vigorizar el proyecto socialdemócrata o de izquierdas. Los hay más o menos prometedores, más o menos fundados en trabajos académicos sólidos, más o menos pragmáticos. Pero es indudable que hay una constante lucha intelectual detrás.

La izquierda, pues, sigue caminando, inspirada por unos ideales que trascienden el interés individual (una sociedad sin pobreza, con igualdad de oportunidades); o sea inspirada por su Dios. El desierto es duro, pero Dios da fuerzas para seguir. Nuestra derecha mediterránea, por el contrario, parece como si, renunciando a caminar, hubiera decidido acampar en un confortable supermercado, entregándose a la adoración del becerro de oro, entre casinos, sobres marrones y confetis.

Víctor Lapuente Giné es profesor en el Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo.

 

 

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06 PM | 11 Ago

¿EL FINAL DE LOS PARTIDOS?

La actual crisis de los partidos políticos, su descrédito, pérdida de relevancia o fragmentación, es manifestación de una crisis más profunda. Se acaba, a mi juicio, una era política que podríamos llamar “la era de los contenedores”. El mundo de los contenedores presuponía un contexto social estructurado en comunidades estables, con roles profesionales definidos y formas de reconocimiento y reputación consolidadas. En esa realidad social se gestaron esas máquinas políticas que son los partidos de masas clásicos.

El periodo de la “democracia de los partidos” tal como la hemos conocido representaba una geografía sólida, mientras que hoy parecemos movernos más bien en un escenario de liquidez, inestabilidad e incluso volatilidad que afecta a los grandes contenedores de antaño (los partidos, las iglesias, las identidades e incluso los Estados). Este panorama líquido, cuyos flujos no tienen una dirección reconocible, afecta tanto al público como a sus representantes. A los primeros les confiere una desconcertante imprevisibilidad. En la terminología del marketing se habla de un electorado menos fidelizado, volátil e intermitente. Hemos pasado del “cuerpo electoral” al “mercado político”, con todas las reglas (o ausencia de ellas), todos los riesgos y toda la imprevisibilidad del mercado.

La volatilidad de los electores afecta igualmente a los agentes políticos y a los partidos. Si los electores son tan “infieles”, los partidos se ven cada vez menos obligados a unos compromisos ideológicos. No lo digo para disculpar esos incumplimientos, sino para tratar de comprender a qué obedecen. Es la volatilidad general del espacio político lo que explica que se haya debilitado la idea de programa electoral e impere un cierto ocasionalismo de las decisiones y los programas. La racionalidad estratégica se ha vuelto muy difícil cuando ya no se dan las circunstancias de estabilidad del mundo que la hacían posible.

¿Cómo será el paisaje después de la actual crisis de los partidos? La crisis de los partidos solo se superará cuando haya mejores partidos. Tirar el niño con el agua sucia, como suele decirse, no sería una buena solución, y la experiencia nos enseña que todavía peor que un sistema con malos partidos es un sistema sin ellos; quien lamente su carácter oligárquico tendrá más motivos para quejarse si los partidos se debilitan hasta el punto de ser incapaces de cumplir las expectativas de representación, orientación, participación y configuración de la voluntad política que se espera de ellos en las democracias constitucionales.

El movimiento 5 Estrellas es muy ilustrativo de la ambigüedad digital

Digo esto como una invitación a explorar las posibilidades de desintermediación que tenemos por delante —las expectativas suscitadas por las redes sociales, la realización de elecciones primarias o la renovación procedente de los movimientos sociales, por ejemplo—, pero a no hacerse demasiadas ilusiones con ellas.

Las nuevas organizaciones políticas surgidas con el impulso de inmediatez y horizontalidad de las redes sociales han tenido unos resultados más bien pobres en relación con las expectativas que suscitaron. Es cierto que la Red confiere una capacidad inédita de conectar a todos instantáneamente, aproxima aquello que se había separado (como los representantes y los representados), permite la observación y el control, sin necesidad de mediación organizativa, como los partidos. Ahora bien, convertir esa inmediatez en el único registro democrático lleva a minusvalorar otros elementos centrales de la vida democrática, como la deliberación o la organización.

Como ocurrió con Margaret Thatcher —que debilitó el Estado y se fortaleció a sí misma— en algunos movimientos políticos surgidos al amparo de las redes sociales, sin estructura, ni reglamentos, ni programa, la autoridad se ejerce a veces de manera más despótica que en los partidos tradicionales, ya que la supuesta flexibilidad permite una adopción de decisiones menos limitada por los derechos de los afiliados, las comisiones de garantías y la referencia a un cuerpo de doctrina o programa estable. El destino del movimiento italiano 5 Estrellas es un caso muy ilustrativo de la ambigüedad digital. Como decía Michels en un célebre ensayo sobre la sociología de los partidos políticos, la organización es el arma de los débiles contra el poder de los fuertes.

Algo similar podría decirse de la institución de las primarias para elegir a los líderes políticos y sus candidatos electorales. De entrada, es un recurso interesante que introduce un elemento de imprevisibilidad en la vida de los partidos. Pero también tiene su ambivalencia: permite a los partidos generar un simulacro de democracia en el exterior, mientras mantienen una vida interna empobrecida, externalizando la participación en un momento concreto y en torno a una elección de personas, que se resuelve frecuentemente con una lógica más mediática que política.

La organización es el arma de los débiles contra el poder de los fuertes, decía Michels

Tampoco deberíamos esperar de los movimientos sociales lo que no pueden dar, que es algo más radical que lo proporcionado por los partidos políticos, pero que no puede sustituirlos. Como dice Michael Walzer, los partidos se dedican a recoger votos y los movimientos sociales a modificar los términos de esa recogida. Ambas cosas no se llevan muy bien, pero de esa tensión cabe esperar una mayor revitalización de nuestra política extenuada que de esa mezcla fatal de fórmulas mágicas, propuestas populistas y lugares comunes.

Comparar a Grillo con Thatcher no es por mi parte un recurso retórico ni una maledicencia. Responde a una coincidencia objetiva que siempre me ha parecido muy sospechosa entre quienes quieren desregular el espacio político desde la izquierda digital y quienes, desde la derecha extrema, impulsan esa desregulación de la esfera pública porque confían en que decaigan así determinadas exigencias sociales y políticas.

Hay una creciente intolerancia del electorado hacia las connotaciones oligárquicas de los sistemas consolidados de representación. Pero no simplifiquemos la complejidad de la vida democrática al esquema populista de un pueblo-víctima, sano y virtuoso, opuesto a un cuadro institucional corrupto y desorientado, un esquema que encuentra ardientes defensores en todo el arco ideológico, que tienen en común la estigmatización de todo lo que parece oponerse a la homogeneidad del pueblo imaginario: ya sea el enemigo, el extranjero, la oligarquía o los cuadros dirigentes.

Lo que se ha acabado es el control monopolístico del espacio público por parte de los partidos políticos, el partido-contenedor, pero en absoluto la necesidad de instancias de mediación en las que se forma la voluntad política. Una cosa es que los partidos y los sindicatos deban renovarse profundamente y otra que las conquistas sociales y de participación ciudadana puedan asegurarse sin organizaciones del estilo de los partidos y los sindicatos. Es evidente que los partidos actuales están muy lejos de cumplir satisfactoriamente tales expectativas; tras la crisis de los partidos estamos en la encrucijada de o bien hacer mejores partidos o bien ingresar en un espacio amorfo cuyo territorio será ocupado por tecnócratas y populistas, definiendo así un nuevo campo de batalla que sería todavía peor que el actual.

Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política e investigador “Ikerbasque” en la Universidad del País Vasco. Acaba de publicar el libro Un mundo de todos y de nadie. Piratas, riesgos y redes en el nuevo desorden global (Paidós).

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06 PM | 11 Ago

EL MALENTENDIDO SOBRE HANNAH ARENDT

Cuando en 1961 se celebró en Jerusalén el juicio del líder nazi Adolf Eichmann, la revista The New Yorkerescogió como enviada especial a Hannah Arendt, una filósofa judía de origen alemán exiliada en Estados Unidos. Arendt, que se había dado a conocer con su libro Los orígenes del totalitarismo, era una de las personas más adecuadas para escribir un reportaje sobre el juicio al miembro de las SS responsable de la solución final. Los artículos que la filósofa redactó acerca del juicio despertaron admiración en algunos (tanto el poeta estadounidense Robert Lowell como el filósofo alemán Karl Jaspers afirmaron que eran una obra maestra), mientras que en muchos más provocaron animadversión e ira. Cuando Arendt publicó esos reportajes en forma de libro con el título Eichmann en Jerusalén y lo subtituló Sobre la banalidad del mal, el resentimiento no tardó en desatar una caza de brujas, organizada por varias asociaciones judías estadounidenses e israelíes.

Tres fueron los temas de su ensayo que indignaron a los lectores. El primero, el concepto de la “banalidad del mal”. Mientras que el fiscal en Jerusalén, de acuerdo con la opinión pública, retrató a Eichmann como a un monstruo al servicio de un régimen criminal, como a un hombre que odiaba a los judíos de forma patológica y que fríamente organizó su aniquilación, para Arendt Eichmann no era un demonio, sino un hombre normal con un desarrollado sentido del orden que había hecho suya la ideología nazi, que no se entendía sin el antisemitismo, y, orgulloso, la puso en práctica. Arendt insinuó que Eichmann era un hombre como tantos, un disciplinado, aplicado y ambicioso burócrata: no un Satanás, sino una persona “terriblemente y temiblemente normal”; un producto de su tiempo y del régimen que le tocó vivir.

Lo que dio aun más motivos de indignación fue la crítica que Arendt dispensó a los líderes de algunas asociaciones judías. Según las investigaciones de la filósofa, habrían muerto considerablemente menos judíos en la guerra si no fuera por la pusilanimidad de los encargados de dichas asociaciones que, para salvar su propia piel, entregaron a los nazis inventarios de sus congregaciones y colaboraron de esta forma en la deportación masiva. El tercer motivo de reproches fueron las dudas que la filósofa planteó acerca de la legalidad jurídica de Israel a la hora de juzgar a Eichmann.

De modo que lo que esencialmente provocó las críticas fue la insumisión: en vez de defender como buena judía la causa de su pueblo de manera incondicional, Arendt se puso a reflexionar, investigar y debatir. Sus lectores habían esperado de ella un apoyo surgido del sentimiento de la identidad nacional judía y de la adhesión a una causa común, y lo que recibieron fue una respuesta racional de alguien que no da nada por sentado. En palabras de Aristóteles, en vez de limitarse a ser una “historiadora”, Arendt se convirtió en “poeta”.

Sus adversarios llegaron a ser muchos; el filósofo Isaiah Berlin no quería ni oír hablar de ella, y el novelista judío Saul Bellow afirmó que Arendt era “una mujer vanidosa, rígida y dura, cuya comprensión de lo humano resulta limitadísima”, aunque otra conocida escritora, Mary McCarthy, publicó en Partisan Review un largo ensayo en apoyo de Eichmann en Jerusalén. Así, el libro de Arendt generó en los sesenta toda una guerra civil entre la intelectualidad neoyorkina y europea.

En vez de defender incondicionalmente, como buena judía, la causa de su pueblo, debatió, investigó, reflexionó

Ahora, medio siglo después de la primera polémica, la realizadora alemana Margarethe von Trotta ha ofrecido al público su películaHannah Arendt, que ha despertado una nueva ola de reacciones contra el tratado de la filósofa. Lejos de ser un documental sobre Arendt, esta “película de ideas”, que se estrenó en mayo en Estados Unidos y en junio en España, enfoca el caso Eichmann sirviéndose de escenas de su juicio en Jerusalén, extraídas de los archivos. Otra vez en Estados Unidos y en Europa se ha despertado una polémica, aunque más respetuosa con la filósofa, la cual, a lo largo de las décadas, ha ido cobrando peso.

La mayoría de los participantes en el debate actual sostienen que, en la “banalidad del mal”, Arendt descubrió un concepto importante: muchos malhechores son personas normales. En cambio, según ellos, Arendt no supo aplicar adecuadamente ese concepto. Según lo expresó Christopher Browning en New York Review of Books: “Arendt encontró un concepto importante pero no un ejemplo válido”. Elke Schmitter argumenta en el semanario alemán Der Spiegel que “la actuación en Jerusalén fue un exitoso engaño”, y que Arendt no llegó a entender al verdadero Eichmann, un fanático antisemita. Alfred Kaplan ha escrito enThe New York Times que “Arendt malinterpretó a Eichmann, aunque sí descubrió un gran tema: cómo las personas comunes se convierten en brutales asesinos”. Todos los críticos —y hay muchos más que los citados— invocan los documentos hallados sobre Eichmann tras la publicación de Eichmann en Jerusalén y las investigaciones posteriores, y afirman que Arendt en su época los ignoraba y debido a ello malinterpretó a Eichmann.

El problema es que —y aquí subyace el primer malentendido— Arendt sí conocía, al menos parcialmente, esos materiales, y su tratado los tuvo muy en cuenta. Dichos documentos provienen de la estancia del jerarca nazi en Argentina, antes de que allí le capturaran los servicios secretos israelíes: se trata de sus memorias y apuntes, además de una entrevista. A partir de esos materiales, diversos estudiosos han publicado en los últimos años nuevos ensayos sobre Eichmann y, por lo general, le dan la razón a Arendt en el hecho de que Eichmann no era un maniático que odiaba a los judíos, sino un hombre común. En cambio, esos historiadores le echan en cara a Arendt su idea de que Eichmann meramente obedecía órdenes.

Logró poner de manifiesto que el mal puede ser obra de gente corriente, de las personas que renuncian a pensar

Y aquí está el segundo malentendido: la filósofa nunca sostuvo que Eichmann se limitara a obedecer órdenes. En su libro, Arendt resaltó la rebelión de Eichmann contra las órdenes de Himmler quien, al aproximarse la derrota, recomendó un mejor trato a los judíos, mientras que Eichmann “se esforzó por hacer que la solución final lo fuera realmente”, escribió Arendt. La filósofa dibujó un minucioso retrato de Eichmann como un burgués solitario cuya vida estaba desprovista del sentido de la trascendencia, y cuya tendencia a refugiarse en las ideologías le llevó a preferir la ideología nacionalsocialista y a aplicarla hasta el final. “Lo que quedó en las mentes de personas como Eichmann”, dice Arendt, “no era una ideología racional o coherente, sino simplemente la noción de participar en algo histórico, grandioso, único”. El Eichmann de Arendt es un hombre que, engañándose y convenciéndose a sí mismo, está persuadido de que sus sangrientas acciones manifiestan su virtud.

Muchos ensayistas y comentaristas no han entendido y siguen sin entender las ideas de Arendt porque no han leído su libro, o lo han leído bajo la influencia de los comentarios anteriores. Por eso el malentendido sobre Eichmann en Jerusalén no acaba de disiparse y Hannah Arendt se ha convertido en una autora de la que se habla mucho, pero a quien leen pocos.

Sus ideas siguen molestando hoy como lo hicieron hace cincuenta años. Nada en la historia es blanco y negro, y los análisis de Arendt despiertan la animadversión de los que prefieren explicárselo todo con esquemas simples que no permitan la duda ni obliguen a reflexionar sin fin. Por ello es más preciso que nunca ir a la fuente y leer a Hannah Arendt, porque ella puso de manifiesto que el mal puede ser obra de la gente común, de aquellas personas que renuncian a pensar para abandonarse a la corriente de su tiempo. Y eso es válido también para los tiempos que vivimos.

Monika Zgustova es escritora. Su última novela es La noche de Valia (Destino).

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08 PM | 21 Jul

FUERZA Y PODER

¿Cómo es posible que un grupo de cincuenta personas pare un desahucio? Y eso una y otra vez (hasta seiscientas). Esta pregunta me ronda desde hace un tiempo. El 25-S, en la plaza de Neptuno, constatamos directamente que la policía es capaz de desalojar un espacio con cualquier número de manifestantes. Entonces, ¿qué fuerza es la que permite a esas cincuenta personas parar un desahucio? ¿Qué significa tener fuerza, si no coincide exactamente con tener poder (físico, cuantitativo, económico, institucional, etc.)? Lo que viene a continuación es un ensayo de respuesta que no pretende agotar la pregunta. Es decir, caben otras respuestas y, sobre todo, cabe seguir planteándose la respuesta -y esto me parece lo más importante.

Guerra de movimiento y guerra de posiciones

Abro ahora un delta extraño antes de volver al cauce central del río que es la pregunta por la fuerza de ese puñado de personas frente a una casa. Me sitúo así en el debate en torno a la idea de revolución que se dio en el marxismo de entreguerras, interesándome especialmente por el planteamiento del marxista italiano Antonio Gramsci. A primera vista es un salto muy extraño, pero se trata de un debate con resonancias bien contemporáneas. El pasado no pasa: es un depósito riquísimo de imágenes y saberes siempre actualizable (resignificable) desde los problemas y las necesidades del presente.

Gramsci interviene en el debate con una distinción entre “guerra de movimiento” y “guerra de posiciones”. Pensar la lucha de clases como una guerra y usar por tanto el lenguaje de la estrategia militar era algo muy típico entonces en el marxismo. Y además Gramsci escribe desde las cárceles de Mussolini y bajo la necesidad de inventar continuamente metáforas para esquivar la censura. Paradójicamente, el recurso a ese lenguaje alusivo y muchas veces críptico, en lugar del vocabulario marxista clásico, multiplicó por mil la capacidad de sugerencia e inspiración de la obra de Gramsci para el futuro.

Pues bien, los rasgos clave de la “guerra de movimiento” son: la velocidad, el carácter minoritario y el ataque frontal. Gramsci está discutiendo aquí con nociones como la “revolución permanente” de Trotsky, la huelga general de George Sorel, la insurrección obrera de Rosa Luxemburgo y, especialmente, con la toma de poder leninista. Estas imágenes del cambio revolucionario chocan una y otra vez con la realidad europea y occidental: represión sangrienta del levantamiento espartaquista en Alemania (1918), desarticulación de la revuelta popular de los consejos obreros en Italia durante el “bienio rojo” (1919-20), etc. Para evitar los efectos previsibles de frustración y seguir aspirando activamente al cambio social, hay que reimaginar la revolución.

La guerra de movimiento sólo tiene éxito, medita Gramsci desde la cárcel, allí donde la sociedad es relativamente autónoma del Estado y la sociedad civil (como llama a las instituciones interrelacionadas con el poder estatal: justicia, medios de comunicación, etc.) es primaria y no tiene forma: por ejemplo, Rusia. Pero en Europa occidental, por el contrario, las instituciones de la sociedad civil son muy sólidas y hacen las veces de “trincheras y fortificaciones que protegen el orden social. Parece que una catástrofe ecónómica ha abierto una brecha decisiva en la posición enemiga, pero sólo es un efecto superficial y detrás hay una línea de defensa eficiente”.

Gramsci critica el “misticismo histórico” (la revolución como fulguración milagrosa) y el determinismo económico (la suposición de que el hundimiento económico desencadenará el proceso revolucionario), y teoriza otra estrategia, otra imagen de la transformación social: la “guerra de posiciones”. El rasgo clave de la guerra de posiciones es la afirmación y el desarrollo de una nueva visión del mundo. En cada gesto de la vida cotidiana, dice Gramsci, hay una visión del mundo (o filosofía) implícita. La revolución difunde una nueva visión del mundo (y por tanto otros gestos) que vacía poco a poco el poder de la antigua y finalmente la desplaza. Ese proceso es lo que Gramsci llama “construcción de hegemonía”. No hay poder que puede durar mucho tiempo sin hegemonía, sin control sobre los gestos de la vida corriente. Sería un dominio sin legitimidad, un poder reducido a pura represión, a miedo. A la toma del poder le debe preceder, por tanto, una “toma” de la sociedad civil.

Cristianismo e Ilustración

Para ilustrar esta otra idea de revolución, Gramsci recurre a dos ejemplos: el cristianismo y la Ilustración. Es bien curioso: usa una reforma religiosa y un cambio intelectual como modelos para pensar la revolución política que anhela. En ambos ejemplos, el elemento determinante del cambio es una nueva definición de la realidad.

En el caso del cristianismo, la idea de que Cristo ha resucitado y hay vida después de la muerte. El cristianismo se organiza en torno a esta “buena nueva” que se trata de infiltrar por todas las rendijas del viejo mundo pagano. Lo interesante aquí es que los primeros cristianos obvian el poder. Actúan más bien de modo que el poder viene finalmente a ellos, lo que ocurre con la conversión del emperador Constantino en el siglo IV d.C. La lección de los primeros cristianos sería: no pelees directamente por el poder, extiende la nueva concepción del mundo de la que eres portador y así finalmente el poder caerá (en tus manos).

En el caso de la Ilustración, la idea de una igual dignidad de todas las personas en tanto que seres dotados de razón. La Ilustración es el movimiento que disemina esta idea, en salones, clubs o enciclopedias. Finalmente, dice Gramsci, cuando se hace la Revolución Francesa, ya se ha ganado antes. La dominación no tiene legitimidad porque la nueva concepción del mundo ha desplazado silenciosamente a la antigua, dejando fuera de juego a los poderes del Antiguo Régimen casi sin que se den cuenta. La lección de los ilustrados sería: la revolución se gana antesde hacer la revolución, en el proceso de elaboración y expansión de una nueva imagen del mundo.

Estos son los ejemplos que menciona Gramsci, que murió en prisión en 1937. Pero el siglo XX nos deja otros seguramente mucho más cercanos a nosotros. Pensemos por ejemplo en el movimiento homosexual. Un movimiento a la vez visible e invisible, formal e informal, político y cultural, que transforma completamente la percepción común sobre la la diferencia afectivo-sexual y alcanza como efecto cambios a nivel legislativo. O en el movimiento negro de derechos civiles. Martin Luther King explicaba que la fuerza irresistible del movimiento era la superación de los sentimientos profundamente interiorizados de inferioridad mediante la confrontación con los opresores de igual a igual (por ejemplo en las campañas de desobediencia civil). Ese levantamiento de dignidad traería por añadidura modificaciones en las leyes del país.

Por tanto, la guerra de posiciones, a diferencia de la guerra de movimiento, es una infiltración más que un asalto. Un lento desplazamiento más que una acumulación de fuerzas. Un movimiento colectivo y anónimo más que una operación minoritaria y centralizada. Una forma de presión indirecta, cotidiana y difusa más que una insurrección concentrada y simultánea (aunque ojo: Gramsci no excluye en ningún momento el recurso a la insurrección, pero lo subordina a la construcción de hegemonía). Y se basa sobre todo en la elaboración y el desarollo de una nueva definición de la realidad, esto es, explicado con palabras del filósofo Cornelius Castoriadis, de “lo que cuenta y lo que no cuenta, lo que tiene sentido y lo que no lo tiene, una definición inscrita, no en los libros, sino en el ser mismo de las cosas: el actuar de los seres humanos, sus relaciones, su organización, su percepción de lo que es, su afirmación y búsqueda de lo que vale, la materialidad de los objetos que producen, utilizan y consumen”.

El 15-M como revolución cultural

Volvamos ahora a la primera escena, teniendo en mente este apunte de Gramsci. Creo que si cincuenta personas son capaces de parar un desahucio es porque (en alguna medida) ya se ha parado antes. Es decir, porque el 15M, entendido como un nuevo clima social y no como organización o estructura, ha redefinido la realidad. Lo que antes no se veía (el mismo hecho de que haya desahucios) ahora se ve. Lo que antes se veía (normalizado) como una “ejecución rutinaria por impago de hipoteca”, ahora nos resulta algo intolerable. Lo que se nos presentaba como inevitable, ahora aparece como algo contingente. El clima 15M pone en crisis, en los términos del análisis de Gramsci, las instituciones de la sociedad civil asociadas al Estado:policías que rechazan acudir a los desahuciosjueces que aprovechan cualquier resquicio legal para favorecer a los desahuciados, periodistas y medios de comunicación que empatizan y amplifican sus mensajes, etc. En definitiva, cincuenta personas, en conexión directa con el clima 15M, tanto en el qué (por lo que luchan) como en el cómo (las formas de luchar), no sólo son cincuenta personas. Están acompañadas por millones, invisibles. Es lo que el filósofo Alain Badiou llama una “minoría mayoritaria”. Un agente del cambio: capaz de contagiarlo porque él mismo está contaminado.

Podemos definir entonces fuerza, volviendo a la pregunta que nos hacíamos al principio, como la capacidad para redefinir la realidad: lo digno y lo indigno, lo posible y lo imposible, lo visible y lo invisible. El clima 15M no tiene seguramente mucho poder (físico, cuantitativo, institucional o económico) pero sí fuerza. No sólo es un cambio social o político, sino también -y muy especialmente- una transformación cultural (o incluso estética): una modificación en la percepción (los umbrales de lo que se ve y lo que no se ve), en la sensibilidad (lo que consideramos compatible con nuestra existencia o intolerable) y en la idea de lo posible (“sí se puede”).

La importancia de todo esto no la han entendido muy bien quienes critican el sesgo excesivamente “emocional” del 15M, empezando por el famoso sociólogo Zygmunt Bauman. Porque es precisamente eso que llamamos vagamente afectivo o emocional -es decir, la base inconsciente de nuestra vida en común- lo que puede mover a alguien a considerar vecino a alguien que vive lejos y a plantarse enfrente de su casa para protegerle de un desahucio. El sentimiento de que la vida de cada cual no se agota en uno mismo, sino que está interconectada a otras muchas vidas desconocidas (“somos el 99%”).

La política no es en primer lugar un asunto de denuncia y concienciación, porque no hay gota que colme el vaso y lo malo se puede tolerar indefinidamente, sino una especie de cambio de piel por el cual nos hacemos sensibles a esto o alérgicos a aquello. No pasa por convencer (discurso) o seducir (marketing) sino más bien por abrir todo tipo de espacios donde hacer una experiencia de otra forma de vida, de otra definición de la realidad, de otra visión del mundo. En la pelea por la hegemonía, la piel -la tuya, la mía, la de todos- es el campo de batalla.

Amador Fernández-Savater acaba de publicar Fuera de Lugar. Conversaciones entre crisis y transformación

Algunas referencias:

-Las ideas básicas de este texto surgen como siempre en conversaciones con amigos, en este caso sobre todo con Juan, Leo y Ema. Las expuse por primera vez en el encuentro 15MP2P.

-Si te ha interesado este texto, puedes probar con estos otros que van en la misma línea: “La Cultura de la Transición y el nuevo sentido común”“Discutir la configuración neoliberal de lo humano”“Olas y espuma. Otros modos de pensar estratégicamente”.

Guerre de mouvement et guerre de position, Antonio Gramsci & Razmig Keucheyan, La Fabrique (2012).

-El capítulo “El compromiso de Antonio Gramsci” en el libro En compañía de los intelectuales, Michael Walzer, Nueva Visión (1993).

-Me parece muy importante la argumentación de John Beasley Murray contra la idea de hegemonía reducida a una cuestión de discurso e ideología en Posthegemonía. Teoría política y América Latina, Paidós (2010). Puedes escuchar una entrevista aquí.

-La introducción a La experiencia del movimiento obrero, de Cornelius Castoriadis, Tusquets (1979).

-Sobre Martin Luther King y el movimiento negro de derechos civiles, puede leerse con provecho el capítulo “La disciplina espiritual contra el resentimiento” en The True and Only Heaven (Progress and its Critics), Christopher Lasch (1991).

Antonio Gramsci (montaje encontrado en Internet)

Antonio Gramsci (montaje encontrado en Internet)

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11 PM | 08 Jul

ANDREU NIN EN EL PARLAMENT

Queridos Sres. y Sras., diputados, amigos y amigas

Es para mí un placer y al mismo tiempo un honor veniros a hablar en un lugar tan singular como es el Parlament de Catalunya, de Andreu Nin, una de las figuras más emblemáticas y al mismo tiempo más maltratadas, durante muchos años, de la historia contemporánea de Cataluña. Tanto más porque, como recordábamos hace un rato con el alcalde de El Vendrell, es la primera vez que se rinde un homenaje, a través de una institución nacional como es el Parlament, a Andreu Nin. Una figura que, justamente ayer hizo setenta y seis años, desaparecía sin dejar rastro y sin que todavía, actualmente, sepamos donde se encuentran sus restos. Su obra, su pensamiento, su trayectoria, está, sin embargo, más presente que nunca entre muchos de nosotros. Y más, quizás, lo tendría que estar en estos tiempos que corren de profunda confusión ideológica.

En primer lugar, querría destacar el hecho de que Nin es el paradigma de militante obrero honesto en todos y cada uno de los momentos de sus militancias políticas. Desde sus inicios en el seno del republicanismo federal, ya durante la primera década de siglo, hasta su última militancia en el Partido Obrero de Unificación Marxista (el POUM), treinta años más tarde, defendió sus ideas con pasión y con honestidad, respetando al contrincante y a quien pensaba diferente. Pero era intransigente en la defensa de los principios, que no traicionó nunca. Su fidelidad a las ideas, a la causa de los trabajadores, a la emancipación social y nacional fueron siempre los indicios que guiaron su militancia.

La personalidad de Nin, por otro lado, destaca con luz propia por su trayectoria política: desde los inicios del siglo XX hasta su muerte, en plena guerra civil, lo encontramos en muchos de los escenarios políticos más importantes de nuestra historia, a partir ya de la revolución de julio de 1909 –la mal llamada Semana Trágica– hasta la revolución de otro julio, casi treinta años más tarde, el 1936, pasando por los intentos de cuajar una alternativa catalanista y de izquierdas, por los años más intensos de las luchas sindicales en Cataluña, por la revolución rusa, etc. Su trayectoria militante, su coherencia con el compromiso social a favor de la emancipación de la clase trabajadora, lo convierten en el prototipo de revolucionario que supeditó toda su existencia a un proyecto muy determinado de militancia y a la causa del socialismo. Su trágica muerte –a manos de unos verdugos enviados por Stalin desde la Unión Soviética– contribuye a engrandecer su trayectoria militante.

Una trayectoria militante que se inicia muy pronto, con dos acontecimientos que también son, indudablemente, emblemáticos: el once de septiembre de 1906, con catorce años, Andreu Nin pronunció el discurso de saludo de la señera en el Centro Catalanista de El Vendrell. Tres años más tarde, cuando tenía diecisiete, y en el marco de la Semana Trágica, participó desde El Vendrell en una acción para evitar que un tren militar que iba a reforzar la guarnición militar de Barcelona llegara a su destino.

A partir de este momento, la militancia de Nin pasa por tres etapas muy concretas:

1.- La etapa de su primera militancia, que llega hasta 1921, cubre los años en que militó en las filas del republicanismo, del socialismo y en el seno de la Confederación Nacional del Trabajo, la CNT. Fueron los años de la primera juventud, en que ya se muestra como un propagandista y activista de primera fila. Ya en 1905, con trece años, publicaba el primer artículo en el periódico La Comarca de El Vendrell, inaugurando una actividad periodística y publicista que ya no abandonó nunca más. Son los años en que estudió, primero en Tarragona y después en Barcelona, la carrera de magisterio, una carrera que ejerció en la Escuela Horaciana, en el Ateneo Obrero de la Barceloneta y en el Ateneo Enciclopédico Popular de la Ciudad Condal. A partir de su profesión de maestro, desarrolló sus ideas pedagógicas, vinculadas a las corrientes de renovación pedagógica que en la segunda década del siglo estaban logrando una importante expansión en Cataluña. Lo encontramos defendiendo una escuela catalana, laica, abierta, democrática y participativa en artículos de prensa y conferencias.

Desde 1910 militaba en el republicanismo catalanista. Su militancia republicana fue, sin embargo, breve, y estuvo impregnada de un claro contenido obrerista. De hecho, estos dos elementos que encontramos muy pronto en el pensamiento y en la acción militante de Nin –el nacionalismo y la acción obrera– ya no lo abandonaron a lo largo de su vida. A partir de 1913 militó a las filas del socialismo catalán, donde defendió las ideas catalanistas de su etapa anterior, polemizando con dirigentes socialistas como Fabra y Ribas, y se manifestó con un pensamiento al mismo tiempo crítico y heterodoxo. Esta etapa culminó en su militancia en la CNT, cuando se convirtió en presidente del Sindicato de Profesiones Liberales –entonces trabajaba básicamente en prensa– y, más tarde, en secretario del Comité nacional del sindicato, en unos años especialmente importantes: los años del pistolerismo y de las intensas luchas sociales que culminaron con la proclamación de la dictadura de Primo de Rivera. Amigo de Salvador Seguí, Nin tampoco se pudo librar de un atentado que a punto estuvo de costarle la vida.

2.- Los años de su militancia en la URSS, entre 1921 y 1930, fueron cruciales. Su entusiasmo por la revolución rusa lo llevó a Moscú, donde finalmente permaneció y donde desarrolló una importante tarea sindical que lo obligó a hacer viajes por varios países europeos. Nin –que desempeñó el cargo de secretario general adjunto de la Internacional Sindical Roja (ISR)– fue muy activo en el movimiento sindical internacional, como lo prueba la participación que tuvo en los diversos congresos que celebró la ISR y los viajes que llevó a cabo a Berlín (1921), Roma (1924), Amsterdam (1925) y París (1926), en algunos de los cuales fue detenido por la policía, como aconteció en Berlín y en París. Desde Moscú, Nin no dejó nunca de estar pendiente de la realidad política española y catalana, y acogió en Moscú a los catalanes que viajaron durante estos años a la capital de la Unión Soviética, como fue el caso del escritor Josep Pla –que lo recuerda en varias de sus obras–, de Eugeni Xammar o de Francesc Macià, cuando el futuro presidente de la Generalitat de Cataluña viajó a Moscú a finales de 1925 con el objetivo de buscar ayuda del gobierno soviético para sus actuaciones en contra de la dictadura de Primo de Rivera, y Nin lo puso en contacto con las más altas autoridades soviéticas. En este contexto escribió un artículo, dirigido al público ruso con el emblemático título de “La cuestión nacional en España. El problema catalán”, donde hacía un repaso histórico de la “formación de la nación catalana”, los orígenes del movimiento nacional catalán, las causas del antagonismo entre Cataluña y España, etc.

Su compromiso con la revolución rusa lo llevó a afiliarse al Partido Comunista de la URSS y a partir de 1926 se comprometió con la oposición trotskista contra Stalin, que lo acabó condenando al ostracismo y a la marginación. A partir de 1928, fundamentalmente, se dedicó a la vida intelectual, y llevó a cabo las traducciones de los clásicos rusos al catalán.

3.- Cuando a partir de 1930 consiguió regresar a Cataluña, en vísperas de la proclamación de la Segunda República, inició la última etapa de su vida política, que culminó en la fundación del POUM y en el papel que desarrolló durante la guerra civil y la revolución. Justo es decir que su regreso fue acogido con expectación por publicaciones como L’OpinióImatges. Activo propagandista durante los primeros años republicanos, hizo a través de la prensa un estrecho seguimiento de todo el proceso republicano, intervino en la constitución de la Izquierda Comunista (IC), promovió la formación de las Alianzas Obreras y participó en los acontecimientos del 6 de octubre de 1934, que incentivaron la unificación de la IC con el Bloque Obrero y Campesino de Joaquín Maurín, su amigo desde los tiempos de la CNT.

El estallido de la guerra civil acabó concretando una de las expectativas de la vida y de la trayectoria política de Nin: las transformaciones revolucionarias que provocó la guerra civil en Cataluña hicieron que Nin, por segunda vez en la historia, viviera inmerso en un complejo proceso revolucionario. Es conocido que Nin defendió la revolución, se comprometió intensamente con ella, participó en el Consejo de Economía de Cataluña, que tenía que regular la nueva situación económica creada por la guerra y por la revolución, tuvo un papel de primer orden en la redacción del Plan de Transformación Socialista del País, y en septiembre de 1936 formó parte del gobierno de unidad, presidido por Josep Tarradellas, que se constituyó en Cataluña y que integraba la totalidad de las fuerzas obreras y de izquierda existentes en Cataluña. Asumió la Consejería de Justicia, donde llevó a cabo tres medidas fundamentales en los tiempos que corrían: la creación de los Tribunales Populares –que tenían que poner orden a la represión descontrolada que existía en la retaguardia catalana–, la agilización de los trámites matrimoniales, y, sobre todo, la concesión de la mayoría de 18 años a los jóvenes. Esta última medida la adoptó con el argumento tan racional según el cual, “si los jóvenes son mayores de edad para morir en el frente, también lo tienen que ser para conseguir los derechos civiles más elementales”.

La defensa intransigente que Nin y el POUM hicieron de la revolución, la crítica a qué sometieron a la estalinizada URSS –en un momento en que se habían iniciado en Moscú los grandes procesos contra la vieja guardia bolchevique– comportó la campaña de calumnias a qué fueron sometidos Nin y el POUM, que en primera instancia forzó su salida de la Generalitat y, posteriormente bajo las directrices llegadas directamente de la URSS, señalaba al POUM como una organización fascista que actuaba de acuerdo con el ejército de Franco y el fascismo internacional. Después de los acontecimientos de mayo de 1937, el POUM fue acusado injustamente de haberlos provocado y entonces esta campaña culminó en la represión a que se vio sometido el POUM y en la detención y posterior asesinato de Andreu Nin. Hoy todavía quedan aspectos desconocidos de este último episodio –exactamente cuando fue asesinado y dónde–, pero de lo que ya no hay duda es de la autoría de su asesinato, de las responsabilidades soviéticas y de las complicidades catalanas y españolas.

Más allá de esta trayectoria política y de las circunstancias de su muerte, hay un par de aspectos que querría destacar de la vida de Andreu Nin:

En primer lugar la significación de sus aportaciones teóricas. En el desierto teórico que caracterizaba nuestro país, en el transcurso de su trayectoria política, y especialmente en los últimos años, Nin también se distinguió por una importante tarea de divulgación teórica: sus análisis sobre el fascismo, sobre las dictaduras, en su libro Les dictadures dels nostres dies, que publicó el 1930 en su doble versión catalana y castellana, como réplica al libro Les dictadures de Francesc Cambó; sus concepciones nacionalistas, que se extienden en el transcurso de toda su militancia política, y que culminan en 1935, con Els moviments d’emancipació nacional, donde hace una defensa del derecho a la autodeterminación, como derecho irrenunciable. Se trata de aportaciones que mantienen todavía hoy su plena actualidad.

En segundo lugar, su tarea como traductor, que ya había sido valorada en su momento por personalidades literarias como Puig y Ferreter, su editor en las Ediciones Proa, Rafael Tasis o Josep Maria de Sagarra. En la crítica que este último hizo de la traducción de Nin –“el catalán de la República de los Soviets” lo denominaba– de la versión catalana de Crimen y Castigo, de Dostoievski, destacaba que era la primera traducción “entera y vivísima” que aparecía en lengua románica sin mutilaciones y destacaba también que“nuestra lengua, con las puntas de verdor o de acidez, a veces tan directamente biológica, se empotra de una manera brutal en el realismo sin contemplaciones de Dostoievski”. Todavía hoy la única traducción existente en catalán de Crimen y Castigo es la que llevó a cabo Nin y fue publicada en 1929. Unos años después era Rafael Tasis i Marca quién hacía resaltar las virtudes de las traducciones catalanas que había llevado a cabo Nin de la novela de N. Bogdànov, La primera noia, y de la biografía de Bakunin escrita por V. Polonski.

Aportaciones en el campo de la literatura, del pensamiento político, de la pedagogía y de la cultura en general configuran una personalidad peculiar e irrepetible. Y en muchos aspectos recuperar la historia y las aportaciones de Andreu Nin debería convertirse en una referencia de futuro. Sin copiar clichés ni modelos, ni pretender repetir la historia, es evidente que el socialismo liberador, heterodoxo, plural y democrático, crítico y autocrítico, que representó Nin, y su voluntad de potenciar la liberación de las nacionalidades oprimidas presentan unos valores que hoy siguen siendo de permanente actualidad y que tendrían que formar parte de un proyecto de futuro que nos permita construir un mundo más justo, más fraternal y más igualitario.

Muchas gracias.

17/06/2013

Texto de la conferencia pronunciada en el Parlament de Catalunya

Pelai Pagès es autor del libro Andeu Nin. Una vida al servicio de la clase obrera, Laertes (2011)

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