Artículos de Opinión

08 PM | 12 Mar

Sin novedad en el frente. (Im Westen nichts Neues. Edward Berger, 2022)

Voy a remar a contracorriente. La crítica y los festivales están bendiciendo esta tercera adaptación de la celebérrima novela de Enrich Maria Remarque. A mí me ha parecido muy cortita. Y no me refiero al metraje, que se alarga hasta los 147 minutazos.

Además, voy a escribir esta nota, esta tarde, cuando faltan horas para que, previsiblemente, sea proclamada mejor película internacional por la Academia de Hollywood.

Mi osadía se amparará, entre otras cosas, en el hecho de pertenecer a la media docena de personas (quizá menos) que hayan escrito, previamente, más de cincuenta folios sobre el cine de la Gran Guerra.

La novela “Sin novedad en el frente” fue un fenómeno editorial desde la primera edición. Vendió un millón de ejemplares en Alemania en 1929 y otro más, traducida a los principales idiomas, durante el año siguiente. Su éxito respondió a la conjunción de dos factores decisivos: por un lado, la calidad y la sencillez de una obra reflexiva, lúcida y antibelicista que, segundo factor, llegó al lector en un momento en el que ya era capaz ―por fin se atrevía― de mirar hacia atrás para tratar de entender la enorme monstruosidad cometida por la humanidad entre 1914 y 1918. Aún no había llegado la segunda.

Hollywood, la Universal Studio, un sentido de la industria totalmente diferente al actual, olfateó la oportunidad y Lewis Milestone obró el milagro de poner en imágenes el profundo y demoledor mensaje de la novela, que no es otro que la decepción y el aniquilamiento físico y moral de toda una generación de jóvenes alemanes. Y por extensión, franceses, británicos, americanos… de todos y cada uno de los países involucrados en tan espantosa carnicería.

En el film de Edward Berger no hay nada de esto. La narración es tan deshilachada, tan anecdótica, que se percibe muy poco más que las desdichas personales del soldado Paul Baüman. El director, por ejemplo, prescinde de uno de los pasajes que, en mi opinión, es de los más representativos de la obra escrita. Me refiero a cuando el protagonista, de permiso en su ciudad, se acerca a la escuela desde la que lo incitaron a alistarse a base de grandilocuencia y falso sentido del deber patriótico. Su maestro, ahora, le pide que discursee a los alumnos actuales, en tanto que héroe surgido del combate. Ante el estupor de todos, Paul termina por escapar vencido por el asco, la decepción y el extrañamiento que siente. Como consecuencia, decide renunciar al resto del permiso y volver a las trincheras. Siente que ya solo puede comunicarse de verdad con los que viven y sufren la misma tragedia de las trincheras.

La camaradería, la comunión del soldado con los compañeros, está en Milestone, está en W. Pabst, está en Kubrick, está en Tavernier. Está en todos los directores que comprendieron cabalmente aquella forma de lucha tan inhumana y tan particular que asimilaba los hombres a las ratas. Un espíritu que está perfectamente trasmitido por Remarque en su novela. Sin embargo, eso, Berger lo ignora por completo. Tendrá sus razones, pero no es fácil adivinarlas.

Asesoramiento militar, ninguno. Los tanques no son tanques de la Primera Guerra Mundial; los regimientos no tienen más que soldados rasos y algún que otro sargento suelto, pero carecen de capitanes, de tenientes, de comandantes, de organigrama. Y esto no es un detalle menor. Una de las causas, no la única, pero sí de las importantes, del estallido de la Gran Guerra fue la extensión y la preponderancia del militarismo en el imperio alemán. Pues bien, la tropa de esta película, sin mandos ni orden, más parece el ejército de Pancho Villa (por cierto, coetáneo de los hechos narrados) que divisiones formadas en la tradición prusiana.

Si esta noche “Sin novedad en el frente” se lleva premio, incluso de consolación, será un paso más en el camino de destrucción del cine. Del buen cine hecho con rigor y gusto.

Alfonso Peláez

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12 AM | 10 Feb

EL MAR, JUEVES DÍA 16

Hay pocos directores españoles hoy que sepan crear climas de terror mudo y angustia opresiva como Agustì Villaronga. Blai Bonet con su novela le dio tema y argumento, ambiente: Mallorca, guerra civil de 1936. Una pandilla; un niño, empujado por el ejemplo de los adultos, mata a otro niño, y se suicida. Durante la postguerra, se reencuentran -ya jóvenes- dos amigos de aquella pandilla en un hospital antituberculoso para soldados, y la única chica, hoy monja de la Orden que atiende a los enfermos.

La trayectoria de la joven queda marcada por su presencia como religiosa, fiel a la amistad de sus antiguos amigos, y ejemplarmente fiel a su vocación. El que fue líder del grupo es ahora un chulo prepotente, que arrastra indignidad y delincuencia hasta el hospital. Su amigo de infancia, el tímido, es ahora un beato lleno de obsesiones y complejos, que le llevan a una morbosa sensualidad.

Hay una línea fuerte, que proviene de la novela de Blai Bonet, en la autobiográfica trayectoria del tímido: una religiosidad mal enfocada, centrada en las prácticas exteriores; un terrorífico sentido de la pureza, helado por la soberbia personal; un mundo interior sin amor; y la acechante muerte sobre tantas almas ateridas y tiernas, y sobre esos cuerpos jóvenes enfermos de tuberculosis.

En la imaginación creadora los conflictos del beato tímido y del chulo prepotente son llevados hasta una pasión enfebrecida, loca, hasta el odio y la violencia, en imágenes escalofriantes, aterradoras. Villaronga, con su medida ambientación, agobiante enclaustramiento…, y apenas fugaces vislumbres del exterior -la montaña mallorquina-, lleva al espectador por las más sórdidas alcantarillas del alma humana, y a sus orillas, al alcance de la mano, el bien, atractivo e intocado. Como el mar, que está ahí, entornando la isla, luminoso y azul, y nunca se ve, como si el alma, ciega en el mal, no pudiera…

Ejemplo de obra acabada, bien hecha, controlada hasta el detalle. Todo coopera armónicamente a este retrato oscuro y cruel: luz y sombras, interiores, colores, música, sonido…, un ritmo narrativo perfecto, pocos diálogos y contundentes, y unas interpretaciones tan sobrecogedoras como el tema; aunque, más que interpretaciones, cabría hablar de desgarramientos: Bruno Bergonzini y Roger Casamajor realmente se desangran. Es un cine el de Villaronga, y esta película en especial, terrible, desasosegante; pero el miedo y el espanto interiores que provoca traen verdad, saben a ella.

Pedro Antonio Urbina

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12 AM | 29 Dic

El quinto, no matarás

Alfonso Peláez

 

Dice Kieslowsky que dice Dios que no matarás. Quinto Mandamiento de su Decálogo. Lo sabemos todos porque no hay, ni ha habido, código ético para el que tal máxima no sea un imperativo categórico. También conocemos la infinidad de excepciones que el género humano se ha otorgado a sí mismo para justificar o legitimar la liquidación de sus semejantes.

Por otro lado, son múltiples y variados los alegatos cinematográficos conta la pena de muerte. Castigo que, durante la mayor parte de la historia, ha sido considerado por los más variados regímenes políticos como una de las excepciones plenamente justificada para suspender el mandato divino.

El argumento del director oponiéndose a la pena capital no es novedoso en absoluto. ¿Dónde reside pues la relevancia de este episodio quinto de la serie producida para la televisión polaca? Ni más ni menos que en la poderosa escalada comparativa y en las escalofriantes imágenes de los preparativos para la ejecución del reo como estímulo para el horror del espectador.

El relato se inicia con tres acciones simultaneas entremezcladas mediante montaje. A saber: un abogado joven que se enfrenta al examen oral que lo capacitará para ejercer la profesión; un taxista que prepara su coche antes de iniciar su jornada laboral, y una especie de lobezno solitario de rostro maléfico que deambula por la ciudad en busca de algo, aunque de momento no sabemos qué es.

El abogado es pulcro y brillante. El taxista en un sujeto mezquino que practica esa crueldad de perfil bajo, propia de los inútiles hasta para causar grandes daños. El joven confunde al espectador. O mejor, lo mantiene en una expectativa tensa a base un callejeo confuso, sin aparente dirección, manejando objetos banales y siniestros: fotos cuarteadas, rollos de cuerda, etc…

Avanzado el día, el taxista indeseable fenece en una agonía larga y truculenta a manos del joven. Aparentemente, la acción, aunque premeditada, carece de motivo. ¿El comportamiento deleznable del hombre le ha hecho merecedor de una muerte tan brutal? Evidentemente, no. Para acentuar la desazón moral, Kieslowky se regodea en la secuencia del asesinato con una minuciosidad que raya lo enfermizo. Desde luego, parece un abuso narrativo morboso. Pero no. Está preparando el terreno para lo que vendrá más tarde.

Tiempo después, el abogado fracasa en la defensa del joven asesino. Este es condenado a muerte. El relato pasa de un lobezno solitario que mata a un mal ciudadano por una oscura motivación a un aparato de justicia que va a ejecutar a un convicto según una lógica legal correctamente articulada. Parce lógico. El procedimiento ha sido impecable. El juez confiesa al abogado defensor que ha hecho el mejor alegato a favor del reo que ha visto en su vida, pero que, como juez, debe condenar y condena. ¿Quién puede objetar su veredicto, ante delito tan palmario y tanta rigurosidad procesal?

A partir de ahí es cuando el director, en lugar la jugar la baza del razonamiento para demostrar la aberración de la pena capital como castigo, recurre a un mecanismo mucho más elemental y eficaz: nos hiela la sangre mostrándonos los preparativos del patíbulo. No es frecuente ver un plano más conmovedor que el del funcionario engrasando y probando el husillo que tirará de la cuerda que va a izar al reo por el cuello. Viendo eso la conclusión es incontrovertible. Uno no puede menos de pensar que no hay delito en el mundo que legitime a ningún Estado para contravenir el sagrado mandamiento de “no matarás”.

Kieslowsky, en este capítulo de su Decálogo, nos da una lección de cine y, de paso, otra de humanidad.

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01 PM | 07 Dic

Los burócratas de Luis Enrique no leen a Weber

Alfonso Peláez

Desde hace más de un siglo, cualquiera puede distinguir entre un funcionario y un burócrata, gracias a la sagaz inteligencia de Max Weber. Funcionario es cualquier persona que cumple unas funciones dentro de una organización siguiendo procedimientos racionales, pautados, en orden a la consecución de un fin último. Este fin, normalmente, estará definido por un superior de carácter menos técnico, pero más carismático. La definición de funcionario, en términos weberianos, sirve lo mismo para un organismo estatal, que privado, que mixto.

En cambio, un burócrata es un funcionario que, pervirtiendo su desempeño, pone toda su atención en el procedimiento y olvida el fin que persigue dicho procedimiento.

Los chicos de Luis Enrique, frente a Japón y Alemania, y definitivamente ante Marruecos, deliberada o inconscientemente, olvidaron que el fin primordial del fútbol es meter el balón en la portería del contrario más veces de las que él lo meta en la tuya. Para divertir o para divertirse. Depende del contexto. En ningún caso, mover la pelota con desgana en la zona aséptica del campo será el objetivo; eso solo debe ser una parte menor del procedimiento.

El resultado más lamentable de ayer, no es que España esté eliminada del Mundial catarí (venirse de allí, cuanto antes, tampoco es tan malo): es el soporífero tostonazo con el que castigaron a todos los que de verdad nos gusta el fútbol sin estadísticas.

Y todo por dedicarse al streaming, en lugar de leer a Max Weber.

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