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01 PM | 23 Sep

UNA BROMA EN BERLIN

Ya Alfonso Peláez en la sesión anterior nos puso sobre la pista del genial director. Cameron Crowe, el autor del libro que pone título a este ciclo, cuando pudo concretar la cita para hacerle una entrevista en su despacho de Beberly Hills se encontró el mismo con la siguiente decoración:

Un corcho con una foto de Marlen Dietrich

Un colage fotográfico con su esposa Andrey

Wilder con Akira Kurosawa y Fellini

…Y encima de la puerta el famoso letrero diseñado por Saul Steinberg (caricaturista rumano) que decía ¿CÓMO LO HARÍA LUBITSCH?

ESE ERA WILDER

Del libro de Cameron sacamos algunas anécdotas de BERLIN OCCIDENTE: Es una de sus mejores películas. John Lund, le parecía un buen actor, que podría estar a la altura de los mejores. La protagonista Jean Arthur le fue a ver junto a su marido para protestar por la desaparición de un primer plano, y su predilección por la Dietrich. Al cabo de cuarenta años recibió una llamada desde Carmel, en el norte, y era Jean Arthur. He visto la película, aquella cosa en la que yo hacía de congresista, y es maravillosa, siento muchísimo las cosas que le hice. Y dos años después murió… porque había sido amable conmigo (risas)

A Wider se le ocurrió una versión distinta que consistía en hacer al teniente un judío ¿el teniente americano que tiene una aventura con un judío? Nos dio miedo confiesa en la entrevista.

John Lund, no consiguió ser un actor popular, pero lo equipara con Lemon y Mattau. Se inventaba frases durante los rodajes. Memorable es el intercambio del pastel en el mercado negro por un colchón para tener que hacer el amor más cómodamente en la casa de Dietrich, donde se le ocurrió la frase: “Con cuidado cariño, es el día de la madre”.

Es muy potente la primera aparición de Dietrich lavándose los dientes, semejante a la que hizo con faldas y a lo loco con Marylim.

Todo el film está lleno de miradas cruzadas, muy interesante la del pianista cuando canta “mercado negro”

La secuencia del archivador es tremenda. Una peli divertida, sobre un tema muy triste. Si me dan a elegir prefiero la de Rosselini, pero ahora nos toca Wilder. A disfrutar

FÉLIX ALONSO

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05 PM | 18 Sep

Billy Wilders. Nadie es perfecto… salvo él

Billy Wilders. Nadie es perfecto… salvo él
Alfonso Peláez (Colectivo Rousseau)
10 de septiembre de 2019

Para esta temporada el cine del Colectivo Rousseau tiene novedades importantes.Unas, motivadas por la necesidad. Otras, por un ánimo de imprescindible renovación. Las de la necesidad ya casi no son novedades: las conocéis casi todos: Nueva sede, nueva tarifa. Las
voluntarias consisten fundamentalmente en que trabajaremos en base a ciclos. Breves. De directores indiscutiblemente consagrados. Y en los que se presentarán los títulos menos conocidos, y por tanto menos vistos, de la filmografía de cada autor que desfile por esta sala.
Es el caso del próximo: Billy Wilder. Nuestro querido y admirado Billy Wilder, de quien veremos Cinco tumbas al Cairo (1943); La vida privada de Sherlock Holmes (1970); En bandeja de plata (1966); y Uno, dos, tres(1961). ¿Por qué queremos a Billy Wilder? Wilder, en realidad, no fue más que un elegante señor
vienés, que incorporó el desaliño americano con la moderación suficiente para no dejar de ser un elegante señor vienés hasta su muerte.
Pero ni siquiera había nacido en Viena, sino en Sucha, en la extrema provincia de Galitzia, entonces, 1906, perteneciente al Imperio Austrohúngaro. Llegó a NY en 1933 con 11 dólares en el bolsillo, pero gracias a su talento extraordinario y a su capacidad de adaptación, es decir, a su inteligencia, cincuentaiséis años más tarde la galería Christie’s de la misma ciudad consiguió 32 millones y pico de dólares por su magnífica colección de arte, que incluía cuadros de Picasso, Botero o Paul Klee. Muchísimo más dinero del que le habían aportando los 31 títulos, entre guiones y dirección, que engendró a lo largo de casi medio siglo entregado al oficio de hacer cine en Hollywood.
De todos modos, Hollywood fue agradecido con su genio, y se lo recompensó con seis Oscar. Por su parte, él nunca supo qué hacer con las seis estatuillas. Utilizarlas de tope para las
puertas le parecía degradante para la Academia y ponerlas sobre la chimenea del salón lo consideraba presuntuoso. De lo que sí presumía con frecuencia era de haber aparecido dos veces en el crucigrama del NY Times. Ya se sabe, la eterna rivalidad de los de Los Angeles con los neoyorkinos. Nada parece halagar tanto a un angelino como triunfar entre los rascacielos de Manhattan. Ese detalle revela tal vez hasta qué punto fue poseído por el espíritu
americano. Pero como les decía, nunca dejó de ser un elegante señor vienés.
Como cineasta fue versátil, osado, sagaz y brillante. Entendió el cine como lo que fue en su mejor época: el antídoto perfecto para paliar las dolencias producidas por la realidad sin perder la conciencia. Sus diálogos punzantes, siempre críticos, a veces cínicos, sacan a la
superficie las aristas más abominables de la naturaleza humana sin herir en exceso la sensibilidad del espectador.
Dio unas cuantas lecciones de cine siendo, por ejemplo, más Hitchcock que Hitchcock, en Testigo de Cargo; más negro que nadie en Perdición; ablandando al rocoso Bogart en Sabrina;
exacerbando la ambición de un pringao en El Apartamento; levantándole las faldas a la Monroe en La tentación vive arriba; o vistiendo de mujer, de principio a fin de la peli, a Walter
Mathau y a Jack Lemmond en Con faldas y a lo loco.
Y fue tan visionario como para comprender con treinta años de antelación que el Muro de Berlín no caería por la acción del espionaje ni de las bombas, sino por la de una compañía
multinacional radicada en Atlanta: Coca-Cola. Lo contó en Uno, dos, tres. Fracasó a la primera, al estrenarse en 1961. Pero arrasó en el reestreno en el 86, cuando ya casi todo el mundo lo estaba viendo venir. Yo disfruté esa peli en la tele. Con mi abuelo. En una fecha hoy indeterminada, tal vez con trece, catorce años. Mi abuelo y yo nos reíamos mucho con
frecuencia (a mi abuelo solo le faltó haber sido judío y emigrar a Hollywood para ser Billy
Wilder). Decía, que con frecuencia, mi abuelo y yo nos reíamos mucho, pero esa noche fue especial. Yo tardaría años en saber quién era Wilder, sin embargo aquella sesión supuso un empujón muy grande para llegar a comprender que en el mundo existía un antídoto casi perfecto para paliar las dolencias producidas por la realidad sin perder la conciencia: el buen cine.
La que vamos a ver a continuación, Cinco tumbas al Cairo, es la segunda adaptación de una
obra de teatro Hotel Imperial, del húngaro Lajos Biró. La obra original está ambientada en la Primera Guerra Mundial, con los feroces combates entre rusos y austriacos por el control de
una ciudad estratégica de Galitzia (hoy Polonia) como fondo. Wilder y Charles Brackett, en este caso, trasladan la acción a la Segunda Guerra Mundial. A la campaña de Rommel con su Afrika
Korp. Atentos a la actuación de von Stroheim en el papel del Mariscal Rommel.
Nada más. Disfruten del arrollador talento narrativo de Billy Wilder.
AP/Colectivo Rousseau
10/09/19

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08 PM | 16 Sep

DESCRIPCIÓN DE LA MENTIRA

Descripción de la mentira o la lengua del silencio

/ por Selena Simonatti /

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 Cuando el poeta se dispone a quitar el óxido que se había depositado en su lengua y vuelve a meditar con palabras sobre el proceso histórico y existencial que le había exigido o sugerido la “perfección del silencio”, se abre la prosa poética abismal de Descripción la mentira, como si de improviso se abriera un cráter en una tierra baldía y empezaran a agitarse las sustancias magmáticas del subsuelo.

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08 PM | 16 Sep

ANTONIO GAMONEDA

La yerba que crece en nuestra juventud

/ por Jorge Praga /

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Fotografía: © Ricardo Otazo

No sé si la obra de Antonio Gamoneda es, en el decir de sus versos, “la pasión de la inutilidad”. Inútil es desde luego preguntarse por ese adjetivo cuando se encara la literatura; la gran literatura que alberga Descripción de la mentira. Lo que sí me alcanza es el enredo pasional, y biográfico, que me trae y renueva esta obra en la que una de sus puertas se abre sobre la vida pasada, eje de muchos de los versos, o versículos, de este poema torrencial. Sus fechas y lugares de composición están incorporados en la rúbrica final: “León y La Vega de Boñar: diciembre de 1975 -diciembre de 1976”. León, las praderías de Boñar al lado del Porma, el tiempo profundo de un individuo que resiste su singularidad en mi memoria, que cruza sus días con los míos. Potestad de lector. Antonio Gamoneda vive en León en la calle Particular, a poco más de cien metros de mi casa de la calle Padre Isla. La calle Particular se acaba pronto, está cortada por una tapia que impide su salida natural a las fincas que se prolongan hasta San Marcos. La cercanía cotidiana deja a su mujer albergada en mi censo vecinal, visual. La reconoceré muchos años después, prendida del reclamo de él, en presentaciones de sus obras. Entre su casa y la mía hay un elegante chalet rodeado de jardines, abandonado desde que una bomba de la guerra civil, enterrada durante veinte años, explotó en las manos de los hijos del dueño, matando a varios de ellos. Mi padre camina por la calle Padre Isla, deja atrás ese chalet, luego la calle Particular, llega hasta el Banco que gestiona el dinero de sus negocios y se cruza cotidianamente con las atenciones de un empleado al que luego redescubrirá en el predicamento de la fama posterior. Un amigo del bachillerato alberga en su casa una hilera creciente de libros de poesía que trae su padre, empleado de la Diputación leonesa. Nombres nuevos en los lomos: Julio Llamazares, Agustín Delgado, Luis Mateo, Luis Antonio de Villena, Antonio Colinas, José María Merino. La colección Provincia la dirige un pariente de la familia que, como ellos, llegó desde Oviedo en los años cercanos a la guerra. Un pariente que ha hecho sitio en la colección para un libro suyo, extraño, difícil: Descripción de la mentira.

Antonio Gamoneda ha sido, es, “una amistad dentro de mí mismo”. Las raíces de León me han empujado a una lectura de conocimiento que es en parte de reconocimiento, de vuelta a los sotos y las praderas en las que pronto desembocaban los confines de la ciudad que mira al norte: “voy a extender mis brazos y penetrar la hierba, / voy a deslizarme en la espesura del acebo para que tú me adviertas”. Una ciudad coronada por la catedral de vidrieras famosas: “Lee en las láminas de vidrio: los argumentos del placer y los capítulos de la destrucción atravesados por una sola mirada”. Una ciudad en la que ese tiempo especial de la alargadísima posguerra es evocado y analizado en los versículos, rastreado en sus barrios obreros, anotado en los gritos que no acaban de apagarse. Un tiempo de origen inalcanzable, llegado de la memoria remota de la infancia: “Una extracción de hombres hacia lugares fosforescentes, hacia los lavaderos comunales, bajo el milano del amanecer”. Un tiempo de muerte y tragedia, ni mitigado ni restañado, sellado en el dolor de las madres supervivientes, que unos versos comprimen en lo que Miguel Casado señala como la esencia de lo que ha venido a ser la Memoria Histórica: “Tierra desposeída de sus tumbas, madres encanecidas en el vértigo. / Es lo que queda de mi patria.”

Sobre ese suelo común se encabalga la biografía reconstruida del poeta: “mi fortaleza está en recordar; en recordar y despreciar la luz que hubo y descendía y mi amistad con los suicidas”. Vienen a mi cabeza ciertos cruces callejeros de aroma prohibido, aquella taberna de una calle estrecha en la que se nos prevenía de no estar en sus cercanías, el peligro de compañías o el compromiso de lecturas. Es el aire que vuelvo a respirar para hundirme definitivamente en el recuerdo tortuoso del poeta, en la destrucción que le atravesó y alcanzó a personas cercanas. En los matices de la cobardía, en los bordes de la traición, en la enajenación que alimenta los versos con una fuerza sobrecogedora. En la retirada despavorida que le privó de la escritura y casi de la vida: “Permanecí, permanecí, pero mi obra es la retracción, la retirada hacia una especie maternal / y la virtud de mis oídos se adelgazaba dentro del silencio.” El poema queda como testimonio personal de una vivencia y a la vez de un tiempo y un paisaje común, enhebrado en su propia furia, en su verdadera desgracia, en la falta de un asidero fiel, de un consuelo: “Mi boca es fría en las plegarias. Este relato incomprensible es lo que queda de nosotros”.

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08 PM | 01 Sep

Marcel Proust sin las muchachas en flor

Mi destino era el Gran Hotel de Cabourg, en Normandía. Después de atravesar colinas de jugosos pastos pobladas de vacas húmedas hice un alto en Rouen para rendir homenaje a Gustave Flaubert y en su honor en una terraza frente a la catedral, que un día pintó Monet, me tomé un calvados fabricado con manzanas benedictinas. Cualquiera de aquellas señoras provincianas que cruzaban la plaza podía haber sido Madame Bovary. Luego en la larga bajamar de la playa de Deauville galopaban jinetes contra la puesta de sol y bajo las sombrillas de color naranja había bañistas rodeadas de niños rubios y perros hermosos. Al pasar por Honfleur recordé al músico Erik Satie. Finalmente, a orillas de un mar brumoso estaba el establecimiento de baños, el Gran Hotel de Cabourg, el Balbec de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust.

Era un niño asmático con sombrerito blanco de paja dura cuando Marcel Proust llegó por primera vez aquí en 1881 llevado de la mano de su abuela y la criada Françoise. Durante su adolescencia y madurez, hasta 1914, nunca dejó de pasar temporadas de verano en este hotel de Cabourg. Tendido en una cama con dosel, muerto de melancolía, desde su habitación oía al atardecer una orquestina de pistones que tocaba valses en el templete de la música. Por el paseo de la playa discurrían las muchachas en flor, Albertina, Andrée, Gisèle, Rosemunde, de trenzas y mejillas doradas.

A la hora de la cena bajaba al comedor convertido en un maravilloso acuario, y allí aristócratas y burgueses anillados, damas con pamelas de frutas y niñas con muchos lazos, se mecían como extraños peces y crustáceos con una fosforescencia submarina. Amparados en la oscuridad de la noche, los pescadores y los obreros del pueblo pegaban la nariz a las vidrieras para contemplar la vida lujosa de esta fauna acuática y tal vez algunos ya dudaban si la pared de cristal protegería por siempre aquel festín. No fue la ira social de la pobre gente la que invadiría aquella pecera sino la oleada de sangre de la Gran Guerra del 14 y después la lluvia de acero del desembarco de Normandía de las tropas aliadas de la Segunda Guerra Mundial. Cuando llegué el asalto corría a cargo de un centenar de ejecutivos de una multinacional de informática que había invadido la pecera, cada uno detrás de un ordenador en mesas formando una herradura, llenas de carpetas, atentos a una gran pantalla que manipulaba un monitor.

Pero el ectoplasma de Proust parecía vagar todavía por las estancias y aposentos, por las salas de juego, los espacios de baile, el antiguo teatro del casino, las casetas de baño azules y blancas de la playa. En el mostrador de recepción había un busto del escritor. Un ejecutivo rezagado, mientras la recepcionista le abría la ficha, se entretenía acariciando con la yema de los dedos el bigote y la orquídea de bronce oscuro de ese busto cuyo nombre ignoraba.

—Es Marcel Proust. Lo pone ahí, en el pedestal— le sacó de dudas la recepcionista.

—El fundador de este establecimiento. ¿Me equivoco?

—Perdón. Marcel Proust fue un escritor muy famoso.

—Discúlpeme, señorita. Yo soy técnico en ordenadores. Uno se pasa el día vendiendo máquinas. Veo que he metido la pata.

—No, por Dios.

—¿Escribió algo importante este señor?

—Confieso que tampoco le he leído nada— respondió la recepcionista— Lo tenemos aquí porque fue un buen cliente del hotel. Creo que escribió la historia de una magdalena.

—¿Ah, sí? Precisamente, señorita, yo acabo de informatizar una vieja fábrica de galletas, magdalenas y bizcochos para ponerla al día.

—¡Qué casualidad! Tome la llave, señor. Habitación 216. Tiene una magnífica vista al mar. Bienvenido.

El hotel conservaba el esplendor decadente adherido a los espejos biselados, a los frescos con ninfas danzantes, a las cortinas de terciopelo verde manzana. En la pecera del comedor los antiguos crustáceos, que eran aristócratas y burgueses de entreguerras, habían sido suplantados por ejecutivos, programadores y vendedores informáticos, quienes después de cada sesión de trabajo invadían los salones y no paraban de soltar carcajadas sobre las floridas alfombras; repantingados en los canapés con un licor en la mano seguían con ojos golosos a las chicas de carnes mesocráticas que cruzaban en bikini por el salón, aunque ninguna era ya Albertina, ni Andrée, ni Gisèle ni Rosemunde, aquellas muchachas en flor desaparecidas junto con el fantasma de Proust.

MANUEL VICENT

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