09 PM | 01 Jul

HAGAN SITIO AL PASADO (del blog de Arias Maldonado)

EL PASADOEn 1937, el director norteamericano Leo McCarey hizo algo peculiar: dirigió dos películas de signo opuesto en un solo año. Por un lado, la irresistible The awful truth, protagonizada por Cary Grant e Irene Dunne, una screwball comedy de tema matrimonial, más exactamente una de las «comedias de recasamiento» analizadas por Stanley Cavell en su conocido estudio sobre el subgénero: una pareja se divorcia y vuelve a casarse1. Mucho más peculiar es, sin embargo, Make way for tomorrow, razonablemente calificada por Orson Welles como una de las películas más tristes de las que hay noticia. En ella, un anciano matrimonio se ve obligado a vender la casa familiar y, ante la negativa de sus hijos, ya con las vidas «hechas», a acogerlos conjuntamente, se reparten entre ellos. Incapaces de adaptarse a las dinámicas de unos hogares donde no son bienvenidos, incurablemente afligidos por su separación, la pareja escapa una tarde para bailar y cenar en el hotel donde celebraron su luna de miel antes de decirse adiós de nuevo, quizá para siempre: como reza el título, dejen paso al futuro. Por supuesto, la Academia de Hollywood dio un Óscar a la comedia y dejó a un lado el drama, ante lo que McCarey replicó que le habían premiado por la película equivocada.

Pues bien, sólo quedan unos años para que la industria cinematográfica occidental pueda hacer un remake de esta última película que conserve más o menos intacto su poder de significación. Es tal el envejecimiento de nuestra población, debido a la combinación de unas bajas tasas de natalidad y, en menor medida, al aumento de la longevidad2, que una versión actualizada del guión habrá de contemplar dentro de poco tiempo una situación casi inversa: unos robustos ancianos que apenas pueden volverse hacia el único de sus hijos, si lo tienen, en busca de cobijo. Pero eso, a su vez, sólo sucederá si el problema de las pensiones y la acelerada reducción de la población activa no hace saltar antes por los aires el entero equilibrio de nuestras economías público-privadas. Ya que, como veremos enseguida, las consecuencias políticas del envejecimiento de las sociedades occidentales, que ya se dejan notar, son superlativas. No importa cuán jóvenes sean los líderes: nuestras democracias van pareciendo cada vez más gerontocracias enmascaradas.

Y es que una de las paradojas de nuestra época, rica en paradojas, es la coexistencia del culto a la juventud y el crecimiento imparable del número de ancianos. Así es, al menos, en las sociedades avanzadas, mientras que la evolución demográfica en los países desarrollados muestra –con algunas excepciones– una sostenida tendencia a la baja. De ahí que la sensibilidad dominante hacia la cuestión demográfica esté ahora cambiando de signo: tras décadas de obsesión con la superpoblación y el agotamiento malthusiano de los recursos, empieza a dibujarse una cierta ansiedad hacia la despoblación gradual del continente europeo. Sucede que, como demuestran las reacciones a la advertencia del gobernador del Banco de España sobre la insostenibilidad del sistema de pensiones, se trata de un debate incómodo que preferimos ignorar. Y el problema no atañe únicamente a las pensiones, sino al aspecto general de nuestras sociedades. En suma, esperábamos con fervor el fin de la superpoblación y ahora no sabemos bien a qué atenernos.

Los datos son concluyentes. En España, hemos pasado de tres millones de pensionistas en 1975 a los nueve de hoy; y aunque la población ocupada ha pasado de 12 a 17 millones, la proporción entre trabajadores y pensionistas ha disminuido: teníamos un pensionista por cada cuatro trabajadores, ahora uno por cada dos. Nuestro dividendo demográfico, que es como se conoce al estado ideal de la pirámide poblacional de una sociedad, caracterizado por la abundancia de jóvenes y la escasez de ancianos, está agotado. Y la situación en el resto de Europa no es muy diferente. En sus últimas proyecciones, la Comisión Europea señala que entre 2013 y 2030 la población activa decrecerá un 6% en la eurozona, un declive especialmente marcado en Alemania, donde el número potencial de trabajadores disminuirá en un 13%. A cambio, la caída en Francia será solamente del 1% y Gran Bretaña experimentará un aumento del 2%. En consecuencia, se producirá un espectacular aumento del número de jubilados, cuya proporción respecto de los menores de sesenta y cinco años pasará del 32% al 45% en 2030. Si combinamos ese dato con el aumento de la esperanza de vida, no hace falta subrayar la redoblada presión que padecerán las arcas públicas.

Fuera de Europa, dejando a un lado ese laboratorio del avejentamiento que es Japón, donde se espera que la actual población de ciento veintisiete millones pase a ser de ochenta y siete a la altura de 2060, la tendencia ha sido la opuesta a la prevista por el ecologismo apocalíptico de los años sesenta y setenta, con la «bomba poblacional» de Paul Ehrlich a la cabeza3. A medida que la revolución de la mujer ha ido produciendo sus efectos perturbadores y que la alfabetización ha aumentado en todo el mundo, se ha reducido casi universalmente el número de hijos por mujer, que, con plena libertad de elección, tiende hacia un número ideal de dos. Es llamativo que esta reducción no haya hecho todavía mella en la opinión pública de los países desarrollados, donde sigue prevaleciendo la impresión contraria: acaso nos falte una ola de películas de ciencia ficción apocalíptica dedicadas al asunto (aunque la notableChildren of Men, dirigida por Alfonso Cuarón en 1996, ya giraba en torno a una nueva natividad). Así, la población en Oriente Medio ha ido declinando gradualmente, aunque en lugares como Egipto ha vuelto a repuntar en los últimos años. África alcanzaba tasas de natalidad entre el 5,5 y el 7,5 a comienzos de los años sesenta, similar a la de países como Brasil, China o Indonesia: todos, ahora, se sitúan entre 1,5 y 3. La diferencia es que los países asiáticos y latinoamericanos han experimentado un cambio paulatino durante medio siglo y en los africanos la caída ha sido súbita y pronunciada desde mediados de los ochenta. Dicho esto, África no ha mostrado un desarrollo estable y hay demógrafos que advierten sobre la posible reversión de su tendencia general a la baja.

Finalmente, si atendemos al dibujo demográfico global, encontramos un claro patrón de envejecimiento. En 2010, el mundo tenía dieciséis personas mayores de sesenta y cinco años por cada cien adultos, una proporción parecida a la de 1980. En 2035, en cambio, Naciones Unidas espera que ese número ascienda a treinta y cinco de cada cien. Ya hemos señalado que Japón es el campeón de la ancianidad: su tasa será nada menos que de sesenta y nueve ancianos por cada cien personas en edad de trabajar, seguida de cerca por los sesenta y seis de Alemania. Incluso Estados Unidos verá aumentar esa tasa un 70%, hasta situarse en el 44%. Y ello pese a que la capacidad de la sociedad norteamericana para atraer inmigrantes de todo el mundo no tiene rival.

Hasta aquí, los datos. Si las hipótesis sobre la convergencia socioeconómica global se confirmasen y, como se sugirió en este mismo blog, acabamos pareciéndonos más a Oslo que a Lagos dentro de doscientos o trescientos años, hay que esperar que las sociedades también converjan alrededor de un mismo patrón demográfico. Será entonces cuando pueda darse por completada globalmente la «transición demográfica» que Paul Demeny, en una obra clásica sobre el tema, describe así:

En las sociedades tradicionales, mortalidad y fertilidad son altas. En las sociedades modernas, fertilidad y mortalidad son bajas. Entre ambas se produce la transición demográfica4.

Es cierto que, como demuestra el fracaso de las proyecciones realizadas en la década de los setenta, no resulta nada fácil acertar en este campo; entre otras razones, porque las predicciones influyen sobre el presente de la realidad cuyo futuro tratan de anticipar. Pareciera que la población es un recurso social –o una constricción para las sociedades– que no se deja manipular fácilmente, ni deja de producir graves efectos secundarios allí donde esa manipulación parece haber sido exitosa. Pensemos en China, donde la política de hijo único implantada por las autoridades como parte de la tarea de modernización social y económica de tan vasto territorio no sólo provocó un monstruoso número de abortos, dada la tentación de ejecutar uno allí donde una niña trataba de venir al mundo, sino que ahora, por esa misma causa, existe una brutal desproporción entre varones y hembras que condena a muchos de aquellos a una soltería irremediable y multiplica con ello el número de violaciones y agresiones sexuales.

Evidentemente, el control político de la población no es algo nuevo. Maria Sophia Quine, en su estudio sobre las políticas demográficas del siglo XX, documenta los intentos que países como Italia, Francia y Alemania llevaron a cabo durante el período de entreguerras con objeto de influir sobre el tamaño y la calidad de sus poblaciones5. En todos estos casos, el debate público estaba fuertemente influido por las aspiraciones nacionales en una época de Angst soberanista, así como por la fe en la ciencia como instrumento de progreso social. La caída de la fertilidad en Europa en los años treinta se tradujo en el miedo a la despoblación y éste, a su vez, en temor a la decadencia nacional:

Como valor cultural, el respeto por las libertades personales de orden sexual y reproductivo fue subordinado a un compromiso con la idea de que los derechos individuales eran secundarios respecto de los de la colectividad.

Para Quine, la eugenesia y el darwinismo social han de situarse en este contexto. Una eugenesia que, como sabemos, fue abrazada por países tan intachables como Suecia, lo que vendría a confirmar una de las principales tesis de la autora británica: que las agendas biopolíticas de los regímenes fascistas no estaban tan alejadas de las desarrolladas, en formas más suaves, por las democracias de la época. De hecho, su fracaso no ha terminado con los intentos públicos por influir en la fertilidad, frecuentemente a petición de unos ciudadanos que demandan las facilidades correspondientes: ayudas a la maternidad, guarderías públicas, protección frente al despido.

Se dejan ver aquí las dos interpretaciones principales que las ciencias sociales, desde al menos el siglo XIX, hacen sobre la función de la población. Más que como un fin en sí mismo, ésta es contemplada como un medio cuya manipulación permite alcanzar otros objetivos sociales. Ni que decir tiene que, en nuestra época, esos objetivos son el crecimiento económico y el bienestar material. Básicamente, la primera de esas orientaciones considera que al progreso social conviene una población reducida, a fin de evitar así los problemas que trae consigo una elevada tasa de crecimiento de la población. Su contraparte, en cambio, subraya las ventajas que proporciona una población de gran tamaño: motor de cambio social, mayor división del trabajo, mercados amplios, más potencia militar6. Distinto es, sin embargo, considerar los problemas que plantea un descenso pronunciado de la misma, que suele entenderse –conforme a una extendida concepción estática de la economía– como una ventaja para los jóvenes que hoy aspiran a ocupar los puestos de trabajo de sus mayores.

Parece establecido, sin embargo, que el impacto económico de una población envejecida es negativo. Tiene su lógica: el crecimiento potencial sólo puede descender si decrece la población activa, a menos que la productividad se multiplique o la edad de jubilación aumente sensiblemente. Hay, así, economistas que ven en la demografía –sobre cuya importancia metasocial no dejan de insistir ecólogos y biólogos– la causa de lo que ha venido en llamarse «estancamiento secular». Más exactamente, el problema puede consistir en el descenso del número de nuevos hogares –con sus inversiones correspondientes– que trae consigo un descenso de la fertilidad7. Y aunque se habla de la inmigración como mecanismo compensatorio, su efecto no es suficiente. De la misma manera, el aumento de la presión fiscal sobre el Estado debida al gasto en pensiones y sanidad no se ve en absoluto compensado por los ahorros en el capítulo educativo. Por lo demás, es evidente que no están adoptándose las reformas necesarias para reducir la carga fiscal que sufre el Estado como consecuencia del envejecimiento de la sociedad: aumentar un par de años la edad de jubilación dista de ser suficiente si una persona pasa quince o veinte años retirada disfrutando de sus entitlements o derechos adquiridos.

Es aquí donde entra en juego el problema democrático, esto es, el problema de la disfuncionalidad de la democracia como mecanismo colectivo de toma de decisionessi un grupo social se encuentra sobrerrepresentado en el proceso mismo de su adopción. Quienes abracen una concepción simplista de la democracia como una totalidad espiritual donde el «pueblo» decide en favor del «interés general» de ese mismo pueblo, se sentirán decepcionados al comprobar que distintos grupos sociales pueden tener intereses dispares y ejercer, de hecho, mayor influencia que quienes albergan intereses «rivales» por la mera fuerza de su número. Ya hay voces que señalan el peso que los pensionistas han tenido en la actual crisis griega, dada la renuencia del Gobierno de Alexis Tsipras a reformar contra los abundantes jubilados de su país. Y también está viva en la memoria la resistencia social contra los modestos aumentos de la edad de jubilación aprobados por los gobiernos francés y español en los últimos años. Las matemáticas poco importan aquí: el frío dato del aumento de la longevidad desde tiempos de Bismarck en nada conmueve a quienes se sienten afectados por la reforma. España es también un caso interesante en otro sentido: si bien el movimiento 15-M empezó enarbolando la bandera del injusto reparto de las cargas intergeneracionales, pronto se impuso la lógica electoral y desapareció todo rastro del conflicto entre viejos y jóvenes, para ser reemplazado por la más imprecisa divisoria entre arriba y abajo. Y legendaria es, por supuesto, la American Association of Retired People, el lobby de los pensionistas norteamericanos, que constituyen –allí como aquí– una disciplinada fuerza electoral siempre presta a defender sus intereses. ¡Cualquiera se atreve!

Se trata de un problema de difícil solución, para el que la imaginación creadora de Adolfo Bioy Casares concibió, allá por 1954, una deriva fantasmagórica. En su novela El sueño de los héroes, el escritor argentino relata la angustia de los jubilados bonaerenses a medida que grupos de jóvenes organizados empiezan a asesinarlos violentamente8. Durante las semanas en que transcurre la acción, el gobierno va retrasando el pago de las pensiones por miedo a las consecuencias que podría desencadenar: «Reconozcamos que para dar la orden de pago hace falta mucho coraje. Una medida impopular, lógicamente resistida», dice un personaje. Hay rumores de que se plantea, como medida compensatoria, dar tierras en el sur a los ancianos. Y otro de los amenazados está seguro de que detrás de la ola de violencia hay sociólogos y planificadores, dispuestos a afrontar «el problema de los viejos inútiles». Una fantasía que apunta hacia la ira del puer robustus cuando se siente relegado en las prioridades públicas.

Es evidente que la fábula de Bioy no encontrará siquiera el más tímido reflejo en la realidad. De hecho, lejos de ser unos «viejos inútiles», los jubilados contemporáneos exhiben una buena salud envidiable. Y esa misma exhibición de buena salud podría conducir en el futuro a una resignificación de la vejez, entendida ahora como el fin de la vida laboral activa. No en vano, el estatus a ella asignado ha experimentado muchos cambios históricos, más de los que suele admitir el cliché que asocia ancianidad y sabiduría en las sociedades premodernas9. En ese mismo sentido, no cabe duda de que son decisiones sociales las que han categorizado como «prejubilados» a personas que no pasaban de los cincuenta y cinco años u obliga a los profesionales de la sociedad del conocimiento a jubilarse a los setenta, aun en contra de su voluntad. Hay, pues, una definición social de la vejez. Y nuestra comprensión actual de la misma habrá de cambiar en el futuro próximo si queremos sobrevivir a un mundo crecientemente envejecido.

A decir verdad, los efectos de la geriatrización de la sociedad son ya visibles por doquier. Si la producción cinematográfica va adaptándose al nuevo público creando comedias y dramas que reflejan los conflictos propios de las décadas finales de la vida, abundan también las ofertas de viaje para los jubilados, y las tiendas de audífonos ocupan los espacios antes dedicados a la venta de discos. Hay que pensar también en el aumento de los conductores ancianos y el contraste cada vez mayor entre distintos estilos de conducción en las carreteras. Más aún, podemos anticipar también una sociedad de hijos únicos, donde tener hermanos será una rareza y donde, como se ha señalado al comienzo, no sólo será un problema el cuidado de los padres en su ancianidad, sino la propia madurez y vejez de esos hijos únicos privados del colchón psicológico familiar que proporciona la familia extendida. «Help the aged / Because one day you’ll be just like them», cantaba Jarvis Cocker, líder de Pulp, en su cínico hitde 1997. Así es. Y, si bien se piensa, no deja de ser irónico que una de las causas mayores del envejecimiento de la población occidental sea el empeño que ponemos, desde las revoluciones de la década de los sesenta, en apurar el dulce cáliz de la juventud. Tal como puso de manifiesto Ramón González Férriz en su ensayo sobre esos movimientos sociales, aquella «revolución divertida» provocó cambios morales que, indirectamente, han tenido unas consecuencias económicas y políticas distintas de las perseguidas por sus protagonistas10. De la libertad sexual a los hijos sin hijos: toda fiesta tiene un día después.

No obstante, ya se ha señalado la poca fiabilidad que han mostrado hasta ahora las proyecciones demográficas. Por su propia naturaleza, las estimaciones de este tipo pueden verse fácilmente afectadas por procesos sociales imprevisibles. Por ejemplo, Suecia, vanguardia habitual en los procesos sociales asociados a la composición familiar, ha conocido últimamente un repunte en el número de matrimonios, si bien matrimonio y natalidad no van necesariamente unidos en este repunte de la venerable institución11. Hay también factores que presionan en sentido contrario: la competencia global por el trabajo empuja a las familias a concentrar sus recursos en uno o dos vástagos, para evitar perjudicar sus opciones futuras de empleo. Y no se avizora un giro moral colectivo que reduzca la importancia que hoy concedemos a las biografías experimentales, donde el tiempo de libre disposición individual –durante al menos la veintena– ocupa un papel central en nuestro sentido de la identidad personal. En otras palabras, parece improbable el regreso de la Gran Familia premoderna; así como la repetición de un baby boom como el sobrevenido durante la posguerra. De ahí que parezca más razonable empezar a pensar en serio sobre el impacto del envejecimiento colectivo sobre la estructura económica, las prestaciones públicas y el funcionamiento de las democracias representativas. Porque es verdad que los jóvenes se echan a la calle, pero quienes van a votar son quienes ya han dejado de serlo: el mayor ejército desarmado del mundo contemporáneo.

01/07/2015

1. Stanley Cavell, Pursuits of Happiness. The Hollywood Comedy of Remarriage, Cambridge, Harvard University Press, 1981.
2. La demografía matemática tiene demostrado que el envejecimiento de la población se debe más a las bajas tasas de natalidad que al aumento de la esperanza de vida. Véase Ansley J. Coale, The Growth and Structure of Human Populations, Princeton, Princeton University Press, 1972.
3. Paul Ehrlich, The Population Bomb, Nueva York, Sierra Club, 1969.
4. Paul Demeny, «Early Fertility Decline in Austria-Hungary. A Lesson in Demographic Transition», en David Glass y Roger Revelle (eds.), Population and Social Change , Londres, Edward Arnold, 1972.
5. Maria Sophia Quine, Population politics, Nueva York, Routledge, 1996.
6. Elwood Carlson, «Population», en William Outhwaite (ed.), Modern Social Thought, Malden, Blackwell, 2006.
7. Diane J. Macunovich, «The Role of Demographics in Precipitating Economic Downturns», Journal of Population Economics, vol. 25 núm. 3 (2012), pp. 783-807.
8. Adolfo Bioy Casares, El sueño de los héroes, Madrid, Alianza, 2014.
9. Peter Laslett, «Societal Development and Aging», en Robert Binstock y Ethel Shanas (eds.), Handbook of Ageing and Social Sciences, Nueva York, Van Rostrand Reinhold, 1976.
10. Ramón González Férriz, La revolución divertida, Barcelona, Debate, 2012.
11. Sofi Ohlsson-Wijk, «Sweden’s Marriage Revival. An Analysis of the New-Millenium Long-term Decline to Increasing Popularity», en Population Studies, vol. 65, núm. 2 (2011), pp. 183-200.
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