12 PM | 28 Ene

Encubridora

ENCUBRIDORA (1952), de Fritz Lang


Hay mujeres que se han jugado la vida para obtener la independencia. Casualmente, eso es lo que las hace aún más atractivas, aún más deseables, hermanas de un pecado que se aparta inmediatamente de la cabeza pero que vuelve con la fuerza de una bala que parece rellenada con el veneno de la pasión. La madurez comienza a volverse algo irresistible y algunos hombres deciden dejarse arrastrar y otros se agarran a su pistola para ser parte de una integridad que parecía olvidada.
Puede parecer extraño que un western de la categoría e intensidad de Encubridora sea dirigido por un alemán tan ajeno a las praderas como Fritz Lang pero era un hombre de tal categoría escénica que no sólo consigue una obra maestra, sino también un fascinante estudio sobre la mujer que se ha superado a sí misma y que ya tiene un pie en el vacío, que maneja a los hombres a su antojo, como marionetas a punto de estallar, y que, con ganas de vivir un nuevo y último amor, no deja de ser la querida predilecta de la ambición.
Para ello, ahí está Marlene Dietrich, inquietante y segura, porcelana en la madurez, cristal irrompible de belleza bohemia que domina la escena incluso sin estar en ella. Pocas veces (salvo, quizá, Johnny Guitar, de Nicholas Ray) se ha construido una película del Oeste en función del carácter de una mujer y el resultado no deja de ser casi una canción sobre la suerte, la ruleta, el destino y la rebelión. Quizá haya algo de cartón falseado en el número ganador pero también es una historia que descubre la debilidad del hombre ante una mujer que tiene el arma en el empuje, en la seducción sutil, en la sugeridora posibilidad de oler de cerca un perfume que parece el aroma del peligro. Todos esos matices están presentes como una apuesta que podría parecer imposible.
Detrás de ella hay un actor sólido, de esos que aportaban prestancia al secundario con hechuras de protagonista, con recursos más que suficientes y aires más que interesantes como Arthur Kennedy. El tercer lado del triángulo lo forma Mel Ferrer, de recursos limitados y que se queda rezagado ante el vendaval que despiertan los otros dos compañeros de reparto. El caso es que no hay camaraderías al estilo Hawks, ni tampoco la lírica de Ford. Estamos ante una parábola inteligente sobre esos extraños designios que forman la línea de un destino del que no se puede escapar, seña de identidad inequívoca de un cineasta de la longitud y anchura de Fritz Lang, hacedor de sinos, maestro de hados.
Que gire la suerte para saber sobre quién se posa. La negrura del relato hace que podamos pensar que las calles de la urbe son sustituidas por el espacio de los enormes ranchos. La delación es una profesión muy rentable, así que no le digan a nadie que yo recomiendo una película que está en el umbral del arte. La recompensa puede ser un número impar, rojo sangre y pasa, senderos que llevan a la derrota a lomos de un caballo.

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