09 PM | 05 May

DUSAN MAKAVEJEV

Dusan Makavejev, el disidente jovial
El cineasta comparaba el desmoronamiento de Yugoslavia con una película editada chapuceramente, ‘una cadena de cortes en bruto en manos de montadores ineptos y directores asustados’
“El objetivo principal del cine es transformar las cuestiones densas, complejas, embrolladas y desagradables de la existencia humana en algo cercano a una canción o una alfombra voladora”. En esta sola frase, el cineasta Dusan Makavejev, fallecido el pasado 25 de enero, resumía tanto su proyecto artístico como su talante, donde confluían la profundidad, el sentido trágico, la iconoclastia y la socarronería. Makavejev, el realizador más internacional de Yugoslavia hasta la descollante aparición de Emir Kusturica, afrontó numerosas tribulaciones tanto por su heterodoxia política como por su representación sin tapujos del sexo, al que consideraba la fuente más caudalosa de vitalidad, sofocada por la ideología. Disidente primero del comunismo y luego del nacionalismo serbio, Makavejev fue siempre un espíritu libre, partidario del individuo real frente a la abstracción esclavizadora de la Idea.

Nacido en pleno centro de Belgrado, por aquel entonces capital de Yugoslavia, la infancia de Makavejev quedó marcada por la Segunda Guerra Mundial, en la que la Alemania de Hitler ocupó la mayor parte de Serbia. Al otro lado de la calle donde vivía se estableció el cuartel general de las tropas alemanas, por lo que desde el alféizar de su ventana contemplaba el ir y venir cotidiano de los oficiales nazis. En una Belgrado famélica y devastada por los bombardeos, Makavejev constató ya de chiquillo los repentinos vuelcos que trastocan la Historia: en la liberación de la ciudad, los cadáveres de los soldados del Tercer Reich yacían por las calles, mientras junto a ellos los belgradenses celebraban la victoria bailando en corro. En estas estampas macabras de deshumanización, Makavejev descubrió lo que luego definiría como “el secreto excitante del desorden”.

El entusiasmo de Makavejev por el cine se despertó en su adolescencia, durante la que se convirtió en asiduo al Kino Klub de Belgrado. En los pases reservados a los profesionales cinematográficos, Makavejev y sus compinches acechaban la llegada de la furgoneta que transportaba las cintas, cogían un par de bobinas cada uno y arrancaban a correr hacia la cabina de proyección, sabedores de que, encariñado con ellos, el personal les dejaría quedarse. Además, acudían en grupo a curiosear en los rodajes nocturnos que tenían lugar en Belgrado, donde escudriñaban los preparativos anteriores al chasquido de la claqueta: el camarógrafo que colocaba el celuloide en el aparato; los responsables de vestuario acicalando a los actores, y la continuista, que anotaba con minuciosidad los detalles de cada plano para evitar incoherencias.

Formado en el comunismo entusiasta de los primeros tiempos del régimen, Makavejev se desengañó al contemplar las cruentas purgas efectuadas por el gobierno yugoslavo tras su ruptura de relaciones con la Unión Soviética. De repente, los mismos instructores de las Juventudes Comunistas que le habían inculcado la devoción por Stalin perseguían con furor a aquellos de sus compañeros que se mantenían fieles al líder de la URSS, muchos de los cuales fueron condenados a picar piedra en Goli Otok, una isla baldía del Adriático. Al descubrir el arribismo y la hipocresía ocultos tras los discursos altisonantes, Makavejev desarrolló una aversión pertinaz a las grandes construcciones ideológicas, que le llevaría a considerar el cine “una acción de guerrilla contra todo lo fijo, establecido, definido, dogmático, eterno”.

Desde sus inicios como cineasta, Makavejev se encuadró en el movimiento denominado Novi Film (Nuevo Cine), resuelto a sacar a la luz todos aquellos aspectos de la Yugoslavia de la época que habían quedado sepultados bajo la propaganda. En las películas de sus integrantes, que acostumbran a transcurrir en paisajes embarrados y sórdidos, la cerrazón del entorno asfixia a los personajes y propicia su alienación psicológica o bien su ruina. Aunque Makavejev describió el propósito del Novi Film –encabezado por él, Aleksandar Petrovic, Zika Pavlovic y Zelimir Zilnik– como “ver el mundo tal como es, sin ninguna intervención ideológica ni literaria”, las autoridades miraban a los nuevos cineastas con recelo. Un periodista adepto al régimen rebautizó involuntariamente el movimiento al denunciarlo como “una ola negra en nuestro cine” que propagaba el pesimismo y la desesperanza. Pese a su intención despectiva, el término “Ola Negra” cuajó y es con este nombre con el que el grupo de cineastas ha pasado a la Historia del Cine.

Frente al Nuevo Hombre desencarnado que proclamaba el comunismo, Makavejev consideraba que el verdadero protagonista de la Historia eran los hombres y mujeres corrientes, atrapados entre un ideal inalcanzable y su mezquina realidad. Esta convicción inspira su primer largometraje, “El hombre no es un pájaro”. En una desolada ciudad industrial de provincias, saturada de humos mefíticos y estruendos de fábrica, un ingeniero se obceca en su responsabilidad sobre la producción en lugar de atender a su amante. Mientras, un arquetipo de obrero estajanovista, supuesto pilar del nuevo orden, se revela como un bruto alcoholizado, pendenciero y maltratador. Con un fatalismo implacable, Makavejev muestra cómo, aunque la hipnosis ideológica convenza al ser humano de que es capaz de volar, apenas consigue levantarse del suelo, mientras bate patéticamente los brazos como si fuesen alas.

Makavejev se consagró como una referencia del cine de autor con “WR: los misterios del organismo”, de nuevo una denuncia del conflicto entre ideología y vida, pero esta vez impregnada de desparpajo contracultural. Admirador del psiquiatra Wilhelm Reich, quien propugnaba la vinculación indisoluble entre la liberación sexual y la emancipación política, Makavejev adoptó buena parte de sus teorías: “Si alguna vez llegamos al comunismo no será en batallones, sino en parejas de amantes”. En el carrusel de transgresiones que es “WR”, descrita por el propio Makavejev como “un sueño activo y sanador”, la ideología aparece como un dique que coarta el fluir de la libido y, por ende, la vida, con el riesgo de que, al desbordarse el vigor sexual reprimido, lo haga en forma de destructividad. Por su vitalismo arrollador y la audacia de su tema, sumadas a la habilidad prodigiosa de Makavejev en el montaje, la película fue recibida con ovaciones y obtuvo el Premio Luis Buñuel en el Festival de Cannes.

Al tiempo que Makavejev alcanzaba la fama internacional, en Yugoslavia el régimen viró hacia el dogmatismo y desató una oleada represiva en el mundo de la cultura. Desde las purgas que había presenciado en su juventud, Makavejev consideraba a Stalin como su “fantasma personal” y en “WR” lo representó como encarnación de la frigidez ideológica: entraba en escena al son de “Lili Marleen”, sus discursos se intercalaban con grabaciones de tratamientos psiquiátricos e incluso, en un salto entre escenas, se contrastaba un falo de plástico con una imagen del líder soviético erguido. Según una política habitual en la época, las autoridades no prohibieron “WR” oficialmente, sino que congelaron el procedimiento para la licencia de exhibición, con lo cual la película no se proyectaría en Yugoslavia hasta los estertores del régimen comunista. Pronto se le dio a entender a Makavejev que debía abandonar el país: al arrancar su Escarabajo, el cineasta descubrió que alguien había quitado los tornillos de una rueda para luego dejárselos sueltos bajo el tapacubos como mensaje.

Desde esta partida forzosa hasta su muerte, Makavejev vivió entre Belgrado y París, pese a que, en sus propias palabras, hablaba “un francés de Tarzán”. Su carrera, que hasta entonces había seguido su curso con fluidez, quedó interrumpida por el exilio y tuvo que adaptarse a una forma distinta de organización tanto del cine como de la sociedad. Donde antes solo tenía que preocuparse por elaborar una metáfora que sortease la censura, le desconcertaban las normas difusas y proteicas que rigen el mundo capitalista. Además, se sentía atenazado por la preponderancia absoluta del guión, al que repudiaba por ser “un ataque de las palabras a un universo visual”. Rota la armonía entre espontaneidad y método que había caracterizado su obra hasta entonces, las películas de Makavejev se volvieron más deslavazadas y obvias. Sin embargo, el cineasta asumía el cambio con su particular actitud irónica y aseguraba que Yugoslavia le había condenado a trabajos forzados en el extranjero.

En 2001 Makavejev declaró a una revista neoyorquina: “Aunque mi país afirmaba ser un experimento social, parecía más bien una mezcla de prisión y circo”. Además, comparaba el desmoronamiento de Yugoslavia con una película editada chapuceramente, “una cadena de cortes en bruto en manos de montadores ineptos y directores asustados”. El auge del nacionalismo serbio, que Makavejev describía como “un pueblo entero sumido en un sueño psicótico”, cambió la faz de su Belgrado natal, donde se había instalado de nuevo: “La gente se mueve como si le faltasen una o dos partes del cuerpo. Todo es agonía y amnesia de masas”. Partidario de la democracia liberal, adoptó de nuevo una postura de disidencia, esta vez respecto al autoritarismo de Slobodan Milosevic, y pasó el resto de su vida preso de una yugonostalgia profunda. Su última obra, rodada en 1994, es un documental autobiográfico titulado “Un agujero en el alma”, en referencia al estado de ánimo que embargaba a Makavejev tras la disolución de su país.

Desde mediados de los 90 hasta su fallecimiento, Makavejev no consiguió reunir la financiación necesaria para rodar las películas que tenía en mente, pese a que la industria cinematográfica serbia cuenta con un sistema de apoyo del Estado. Los achaques de salud, ostensibles en su caminar encorvado y moroso, le habían dejado tan frágil que abandonó sus apariciones en público, si bien no lograron acabar con su proverbial retranca. Al ser nombrado doctor honoris causa por la Facultad de Artes Escénicas de Belgrado, Makavejev explicó a la prensa que se alegraba de recibir el título: “Como hace ya cierto tiempo que estoy rodeado de doctores, es bueno poder tratar con ellos de igual a igual”. Tras la muerte de este cineasta insobornable y libérrimo, quedan sus películas para quien las quiera disfrutar: obras transgresoras, crudas y excéntricas que sobrevuelan las tribulaciones de la existencia humana con el hechizo y la gracilidad de una alfombra voladora.

Marc Casals

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