03 PM | 18 Ene

POR QUE SE EQUIVOCAN LOS CINICOS


El filósofo Slavoj Zizek analiza una lectura recurrente (“cínica”, la llama) del triunfo de Obama. La que sostiene que será “un Bush con rostro humano”. A partir de Kant y de su reflexión sobre la Revolución Francesa, Zizek explica, en lo que sigue.


La lectura cínica del éxito de Obama culminó con la sarcástica afirmación de Noam Chomsky de que Obama es un blanco ennegrecido por un par de horas de sol. Chomsky instó a votar a Obama, pero sin ilusiones… Comparto plenamente las dudas de Chomsky respecto de las verdaderas consecuencias de la victoria de Obama: desde una perspectiva de un realismo pragmático, es muy posible que Obama se limite a hacer algunas mejoras cosméticas menores y que resulte ser “Bush con un rostro humano”. Instrumentará las mismas políticas pero de manera más atractiva y así terminará hasta por fortalecer de forma eficaz la hegemonía estadounidense que tanto afectó la catástrofe de los años de Bush.

De todos modos, hay un profundo error en esa reacción, a la que le falta una dimensión clave. Es debido a esa dimensión que la victoria de Obama no es un mero desplazamiento más en las eternas luchas parlamentarias por la mayoría, llenas de manipulaciones y cálculos pragmáticos. Es un indicio de algo más. Es por eso que un amigo estadounidense, un izquierdista experimentado y nada propenso a engañarse, lloró durante horas cuando se proclamó la victoria de Obama. Cualesquiera fueran nuestros temores y dudas, en ese instante de entusiasmo cada uno de nosotros fue libre y participó en la libertad universal de la humanidad.

¿De qué tipo de indicio hablamos? En este punto deberíamos volver al gran filósofo idealista alemán Immanuel Kant, que en el último de sus libros publicados, El conflicto de las facultades (1795), abordó una pregunta simple pero difícil: ¿hay un verdadero progreso en la historia? (Se refería a progreso ético en la libertad, no sólo a desarrollo material.) Admitía que la historia es confusa y no brinda pruebas claras: basta con pensar en la forma en que el siglo XX dio lugar a una democracia y un bienestar sin precedentes, pero también al holocausto y al gulag… A pesar de ello, concluyó que, si bien el progreso no puede demostrarse, podemos discernir indicios que indican que el progreso es posible. Kant interpretó la Revolución Francesa como un indicio que apuntaba hacia la posibilidad de libertad: había sucedido lo que hasta entonces resultaba impensable; todo un pueblo afirmaba sin temor su libertad e igualdad. Para Kant, más importante que la realidad –a menudo cruenta– de lo que pasaba en las calles de París era el entusiasmo que los acontecimientos franceses despertaban en los observadores de toda Europa: “La reciente revolución de un pueblo rico de espíritu puede fracasar o triunfar, acumular sufrimiento y atrocidades, pese a lo cual despierta en el corazón de todos los espectadores (que no participan en la misma) una toma de partido según deseos que rayan en el entusiasmo y que, dado que su expresión no carece de peligro, sólo pueden ser producto de una disposición moral del género humano.”

Hay que destacar que la Revolución Francesa no sólo generó entusiasmo en Europa sino también en lugares tan remotos como Haití, donde desencadenó otro acontecimiento histórico: la primera revuelta de esclavos negros que lucharon por la plena participación en el proyecto emancipador de la Revolución Francesa. Sin duda el momento más sublime de la Revolución Francesa tuvo lugar cuando la delegación de Haití, que encabezaba Toussaint l’Ouverture, visitó París y fue recibida con entusiasmo en la Asamblea Popular. La victoria de Obama se inscribe en esa línea, no en la oscura búsqueda de raíces premodernas “auténticas”. En ese sentido, es un indicio de la historia en el triple sentido kantiano de signum rememorativum, demonstrativum, prognosticum, un indicio en el que resuena la memoria del largo PASADO de esclavitud y la lucha por su abolición; un hecho que AHORA demuestra un cambio; una esperanza de logros FUTUROS. No es extraño que Hegel, el último gran idealista alemán, compartiera el entusiasmo de Kant en su descripción del impacto de la Revolución Francesa: “Era un glorioso amanecer mental. Todo el pensamiento se compartía en el júbilo de esa época. En ese momento la mente de los hombres estaba llena de emociones excelsas; un entusiasmo espiritual recorría el mundo, como si la reconciliación entre lo divino y lo secular se concretara por primera vez.”

¿Acaso la victoria de Obama no generó el mismo entusiasmo universal en el mundo entero? ¿La gente no bailó en las calles desde Berlín hasta Río de Janeiro? El escepticismo del que daban muestras a puertas cerradas incluso muchos progresistas preocupados (¿y si en la privacidad del cuarto oscuro reaparecía el racismo que se negaba en público?) quedó desmentido. Hay algo de Henry Kissinger, el Realpolitiko cínico por antonomasia, que no puede sino llamar la atención de todos los observadores: qué errada estaba la mayor parte de sus predicciones. Cuando llegaron a Occidente las noticias sobre el golpe militar anti Gorbachov de 1991, Kissinger aceptó de inmediato el nuevo régimen (que se desplomó de manera ignominiosa tres días después) como un hecho, etc., etc.: en resumen, cuando los regímenes socialistas ya eran muertos en vida, él apostó a un pacto a largo plazo con los mismos. La posición del cinismo es de sabiduría. El cínico paradigmático nos dice en privado, en tono confidencial: “¿Pero no entiende por dónde pasa todo? Dinero, poder, sexo. Todos los principios y valores elevados no son más que frases vacías que no tienen importancia alguna.” Lo que los cínicos no ven es su propia ingenuidad, la ingenuidad de su sapiencia cínica que ignora el poder de las ilusiones.

La razón por la que la victoria de Obama generó tal entusiasmo no es sólo el hecho de que, contra todo lo esperado, se produjo, sino que se demostró la posibilidad de que algo así pase. Lo mismo vale para todas las grandes rupturas históricas, y no hace falta más que recordar la caída del Muro de Berlín. Aunque todos éramos conscientes de la ineficiencia de los regímenes comunistas, de algún modo no “creíamos del todo” que se iban a desintegrar. Como Kissinger, todos fuimos víctimas del pragmatismo cínico. Nada ilustra mejor esa actitud que la expresión francesa je sais bien, mais quand même… sé muy bien que puede pasar, pero igual… (no puedo aceptar que en serio pueda pasar). Por eso, si bien la victoria de Obama era predecible por lo menos desde dos semanas antes de las elecciones, su victoria se vivió como una sorpresa. En cierto sentido, sucedió lo impensable, algo que en verdad no creíamos que PUDIERA pasar. (Hay que destacar que también hay una versión trágica de lo impensable que sucede: el holocausto, el gulag… ¿cómo se puede aceptar que algo así pudo pasar?)

Eso mismo habría que contestarles, también, a quienes destacan todas las concesiones que Obama tuvo que hacer para convertirse en elegible. Cuando hace dos meses los Estados Unidos recordaban la trágica muerte de Martin Luther King, Henry Louis Taylor señaló con amargura: “Todo lo que sabemos es que ese tipo tenía un sueño. No sabemos en qué consistía ese sueño.” Ese borramiento de la memoria histórica abarca sobre todo el período posterior a la marcha sobre Washington de 1963, cuando se proclamó a King “el líder moral de nuestro país”. Más adelante King se concentró en los temas de la pobreza y el militarismo porque consideró que eran esos, y no sólo el fantasma de la hermandad racial, los temas cruciales para que la igualdad fuera algo real. El precio que pagó por ello fue que se convirtió en un paria.

El peligro que rondaba a Barack Obama en la campaña es que ya se estaba infligiendo a sí mismo lo que la censura histórica posterior le hizo a King: limpiar su programa de temas conflictivos a los efectos de asegurarse la elegibilidad. En la sátira religiosa de los Monty Python La vida de Brian hay un diálogo famoso que tiene lugar en Palestina en tiempos de Cristo: el dirigente de una organización de la resistencia revolucionaria judía sostiene con vehemencia que los romanos sólo llevaron sufrimiento a los judíos. Cuando sus seguidores contestan que también llevaron educación, carreteras, irrigación, etc., éste concluye: “De acuerdo, pero aparte de sanidad, educación, vino, orden público, irrigación, caminos, el sistema de agua y la salud pública, ¿qué hicieron los romanos por nosotros? ¡Sólo nos trajeron sufrimiento!” ¿Las últimas afirmaciones de Obama no siguen la misma línea? “¡Propongo una ruptura drástica con la política de Bush! De acuerdo, me comprometí a brindar pleno apoyo a Israel y a mantener el boicot contra Cuba… ¡pero sigo proponiendo la ruptura drástica con la política de Bush!”

La sospecha, entonces, era que, cuando Obama habla de la “audacia de desear”, de un cambio en el que podemos creer, usa la retórica del cambio que carece de contenido específico: ¿desear qué? ¿Cambiar qué? No hay que acusar a Obama de hipócrita. Estamos aquí ante una limitación de nuestra propia realidad social. Dada la compleja situación de los Estados Unidos en el mundo actual, ¿qué puede hacer un nuevo presidente? ¿Cuánto puede avanzar en lo relativo a imponer cambios sin desencadenar una crisis económica o una reacción política?

Esa posición pesimista, sin embargo, es insuficiente. Nuestra situación global no sólo es una dura realidad, sino que también está definida por sus contornos ideológicos, por lo que tiene de visible e invisible, de expresable y de inexpresable. Hay que tener en cuenta la respuesta que hace más de diez años dio Ehud Barak a la pregunta de Gideon Levy de qué habría hecho de haber nacido palestino: “Me habría incorporado a una organización terrorista.” La declaración no constituye un apoyo al terrorismo, pero supone la apertura de un espacio para un verdadero diálogo con los palestinos. Recordemos los lemas de glasnost y perestroika de Gorbachov: no importa a qué “se refería en realidad” con esos términos, pero desencadenó una avalancha que cambió el mundo. Recordemos también un ejemplo negativo: en la actualidad, hasta quienes se oponen a la tortura la aceptan como tema de debate público, lo que implica un gran retroceso en nuestras costumbres. Las palabras nunca son “sólo palabras”, sino que tienen peso, definen los límites de lo que podemos hacer.

Obama ya dio muestras de una extraordinaria capacidad para cambiar los límites de lo que puede decirse en público. Su mayor logro hasta ahora es que, con su estilo refinado y suave, introdujo en el discurso público temas de los que no se hablaba: la persistente importancia de la raza en la política, el papel positivo de los ateos en la vida pública, la necesidad de dialogar con “enemigos” como Irán o Hamas, etc. Eso es lo que la política estadounidense necesita hoy para salir del estancamiento: palabras nuevas que cambien la forma en que pensamos y actuamos. El viejo proverbio “¡Hechos, no palabras!” es una de las cosas más estúpidas que se pueden decir, incluso según los bajos parámetros del lugar común.

La verdadera batalla empieza ahora, DESPUES de la victoria: la batalla para la que esta victoria tendrá importancia efectiva, sobre todo en el contexto de otros indicios más ominosos de la historia: el 11 de septiembre y la crisis financiera. La victoria de Obama no decidió nada, pero su triunfo amplía nuestra libertad y, por lo tanto, el alcance de las decisiones. No importa lo que pase, la victoria de Obama seguirá siendo una señal de esperanza en esta época oscura, un indicio de que no son los cínicos realistas –de izquierda o de derecha– los que tienen la última palabra.

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