05 PM | 19 Jun

filosofia de la educacion en rousseau

Jean-Jacques Rousseau, que prefirió correr el riesgo de presentarse como un “hombre de paradojas” en vez de seguir siendo “hombre de prejuicios” plantea al historiador del pensamiento educativo una paradoja mayúscula: la obra que indudablemente ha ejercido mayor influencia en el desarrollo del movimiento pedagógico, la que, según la fórmula de Pestalozzi , marcó “el centro de movimiento del antiguo y del nuevo mundo en materia de educación”, se creó basándose en un total desprecio por la práctica, arrinconada de un plumazo en el Prólogo del Emilio, escarnecida cuando un padre lleno de admiración le presentaba su hijo educado según los “nuevos principios” y puesta en la picota del ridículo cuando abandonó a sus propios hijos. Rousseau distaba mucho de ser un buen preceptor, lo que no deja de ser un enigma: ¿por qué hombres como Pestalozzi, Fröbel, Makarenko, Dewey, Freinet, todos ellos hombres de práctica comprometidos en experiencias históricas, nunca pudieron apartarse del Emilio, esa obra de pura utopía, y por qué se nutrieron periódicamente de ella? ¿Es acaso a guisa de consuelo por la repetición de sus propios fracasos, o bien presentían algo en la obra del ginebrino que no cesaba de inspirarlos y cuyos efectos no parecen haberse agotado aún?

La filosofía de la educación

La consabida pregunta “¿En qué consiste la originalidad de Rousseau en materia de educación?”, suscita abundantes respuestas que hay que pasar por el tamiz de la crítica. Rousseau, iniciador de una “revolución copernicana”, habría situado al niño en el centro del proceso educativo. A ello ha contribuido en gran medida el Emilio, pero conviene recordar que, tras un largo período de indiferencia, el interés por el niño era propio de la época y hasta tendía a convertirse en una moda: moralistas, administradores y médicos utilizaban toda clase de argumentos para incitar a las madres a preocuparse por su prole, empezando por darle el pecho. Rousseau participa en el desarrollo de este “sentimiento de la infancia”. Pero también reacciona contra la complacencia inconsiderada del adulto hacia quien tendería a convertirse en el centro del mundo: aunque deba rechazarse la imagen del niño como fruto del pecado, tampoco se deben divinizar sus deseos.

La literatura sobre la educación era ya abundante en la época en que Rousseau escribe el Emilio. Son incontables los libros, partes de libros y artículos que se le consagraron. Todo el mundo opinaba sobre el tema: filósofos como Helvétius, quien en su obra Del espíritu, publicada en 1758, afirma que todo depende de la educación en el hombre y en el Estado; sabios y utopistas como el abad de Saint-Pierre, autor de un Proyecto para perfeccionar la educación; hasta los poetas, que ponen en cuartetos las máximas sobre educación … Por la misma época se publican gran cantidad de manuales para iniciar al niño desde sus primeros años en el método experimental; por ejemplo, en 1732 se inventa el “pupitre tipográfico” cuya finalidad es enseñar a leer a los niños por el medio de letras móviles que ellos mismos colocan en las correspondientes casillas. La Chalotais publica su Ensayo de educación nacional en el que indica que en este terreno se produce en el público europeo una especie de “fermentación”.

Se ha intentado desentrañar lo que Rousseau debe tanto a sus grandes antecesores como a sus brillantes contemporáneos: Montaigne, citado doce veces en el Emilio, Locke, a quien critica poniendo aún más de relieve lo que le debe, Fenelon, Condillac. En esos autores consagrados, al igual que en otros que la historia no ha reconocido, como “el sabio Fleury”, afortunado autor de un Tratado de la elección y el método de los estudios, publicado en 1686 y reeditado en 1753 y 1759, y “el sabio Rollin” y su Tratado de los estudios, es fácil encontrar muchas ideas que se anticipan a las de Rousseau. Pero me parece indiscutible que el autor del Contrato social y del Emilio es todo menos un ecléctico. En realidad, esos préstamos son refundidos en el crisol de un pensamiento que se presenta como sistemático e innovador: “No escribo sobre las ideas de los demás sino sobre las mías”, dice en el prólogo del Emilio. “No veo igual que los demás; hace tiempo que me lo reprochan”.

El rasgo genial de Rousseau, que consagra la originalidad radical de su talante intelectual, radica en haber pensado la educación como la nueva forma de un mundo que había iniciado un proceso histórico de dislocación. Mientras sus más activos contemporáneos, también tocados por la gracia educativa, se dedican a “fabricar educación”, y las grandes figuras de la inteligencia se esfuerzan en remodelar al hombre mediante la educación haciendo de él un humanista, o un buen cristiano, o un caballero, o un buen ciudadano, Rousseau deja de lado todas las técnicas y rompe todos los moldes proclamando que el niño no habrá de ser otra cosa que lo que debe ser: “vivir es el oficio que yo quiero enseñarle, al salir de mis manos no será, lo reconozco, ni magistrado, ni soldado, ni sacerdote: antes que nada será hombre”.2

El gran problema radica en que el hombre del humanismo, aquel que vivía en armonía con la naturaleza y con sus semejantes, en el seno de unas instituciones cuya tutela no ponía en tela de juicio, se ha extinguido. Ahora la necesidad se libera de la naturaleza, engendrando en el hombre una pasión por poseer y un sentimiento de ambición que alimenta a su vez la carrera por el poder.

El interés prolifera desbordando los límites de la necesidad natural y contaminando rápidamente todo el tejido social. Las instituciones que tenían tradicionalmente la tarea de contenerlo se presentan ahora como los instrumentos de una vasta manipulación tendiente a asentar el poder de los más fuertes. Ese saber del cual el hombre espera, desde Platón, la salvación es un engaño: las ciencias nacieron del deseo de protegerse, las artes del afán de brillar, la filosofía de la voluntad de dominar. La requisitoria pronunciada en los dos Discursos de 1750 y 1755 echa por tierra desde la raíz toda tentativa tendiente a definir, a priori, una esencia del hombre, dado que, manifiestamente, toda definición se sitúa en el nivel de la representación social y participa en la corrupción por el interés que caracteriza a nuestra sociedades históricas.

Ciertamente, el Contrato social permite soñar con un mundo en el que los conflictos de intereses quedarían apaciguados, en el que la voluntad general sería la expresión adecuada de la voluntad de cada uno. Pero ¿qué otra cosa se puede hacer sino soñar tal cosa en un mundo condenado a la insatisfacción? ¡Ay de quien se atreva a dar a ese sueño una consistencia histórica!

Ese se expondría a ver cómo los intereses, artificialmente contenidos por la instauración autoritaria de una “sociedad de naturaleza” en este mundo civilizado, hacen estallar con violencia aun mayor una estructura que se les ha vuelto completamente extraña. La sociedad va a la deriva: “Nos acercamos al estado de crisis y al siglo de las revoluciones. ¿Quién puede decirnos qué será de nosotros entonces?” Ello no hace sino reforzar la urgencia de la exhortación: “Adaptar la educación del hombre al hombre y no a lo que no es: ¿No veis que tratando de formarle exclusivamente para un estado, le volvéis inútil para todos los demás3?”.

¿Hay pues que dejarse llevar por la corriente y aceptar el hecho consumado de la dislocación social, jugar sin escrúpulos el juego del interés y de la mascarada mundana ? Rousseau pudo, en su existencia errante y parasitaria, pasar por un gozador escéptico. Pero eso supone desconocer su voluntad de servir al hombre, su sentimiento –calvinista– del “deber ser” de la Ley, aun vaciada de todo contenido histórico, el papel que él atribuye a la sociedad en el desarrollo de las cualidades que constituyen al hombre; supone también olvidar que Rousseau siempre manifestó una repulsión por la anarquía y un amor casi abusivo por el orden: vestimenta impecable, interior limpio, letra aplicada, herbolarios meticulosamente ordenados… Su pensamiento, sistemático en la forma, busca siempre la unidad.

Así pues, siendo el mundo como es, ¿qué hacer? La respuesta nos la ofrece Rousseau finalmente en esa obra en la que en un principio pensaba reunir algunas reflexiones y que luego iba a adquirir las dimensiones de un “tratado sobre la bondad original del hombre”, titulado Emilio y que él considera como “el mejor de sus escritos, y el más importante”, lo que más merecedor le hace del agradecimiento de los hombres y de Dios: ahora se trata de educar. La educación será el arca gracias a la cual la humanidad social podrá salvarse del diluvio. Cuando el hombre ya no pueda desarrollar sus potencialidades abandonándose al solo movimiento de la naturaleza, cuando corra el riesgo de vivir otra alienación convirtiéndose en “una unidad fraccionaria que responde al denominador y cuyo valor consiste en su relación con el todo que es el cuerpo social”, resulta que puede llevarse a cabo una forma de acción específica que provoca el encuentro del deseo (natural) y de la ley (establecida) de tal manera que el homo educandus se construya su propia ley, se vuelva, en el sentido etimológico del término, autónomo.

En otras palabras, la idea de educación, lejos de dar lugar a una nueva ideología, no cesa de arraigarse en la condición contradictoria del hombre. La obra de Rousseau y, sobre todo, el Emilio, es efectivamente un punto donde se enfrentan las grandes corrientes y contracorrientes de la época, las mismas que no han cesado de labrar en profundidad el pensamiento occidental desde sus orígenes platónico-cristianos. Necesidad y libertad, corazón y razón, individuo y Estado, conocimiento y experiencia: términos de estas antinomias que se nutren en el Emilio, publicado en 1762. Rousseau sigue siendo un hijo del Siglo de la Luces, pero el racionalismo convive abiertamente en él con su adversario de siempre, ese contra el cual Platón y Descartes habían erigido su sistema de pensamiento: el yo sensible que afirma su propia verdad en la autenticidad de una existencia coherente consigo misma. Así, la educación será para Rousseau el arte de organizar los contrarios en la perspectiva del desarrollo de la libertad autónoma.

Consideremos, por ejemplo, el problema de la libertad y de la autoridad, Rousseau critica de entrada toda forma de educación fundada sobre el principio de autoridad que someta la voluntad del niño a la de su maestro. ¿Hay que dejar pues al niño a su propio albedrío? Ello supondría, siendo el mundo lo que es, un fatal error que comprometería su desarrollo: si el yo sensible quiere acceder a la conciencia autónoma, tiene que chocar con la realidad, y sería pura ilusión recrear alrededor del niño una forma de paraíso, forzosamente artificial, en el que su deseo se realizara plenamente: parecería “seguir a la naturaleza”, pero en realidad, sólo seguiría a la opinión. Como muestra el desarrollo del héroe epónimo Emilio , hay que conquistar al contrario su libertad y su autonomía personal más allá del encuentro conflictivo con la dura realidad del mundo, con la realidad del otro, con la realidad de la sociedad. Y es entonces cuando el educador recobra un papel decisivo permitiendo la experiencia formadora, acompañando al niño a lo largo de todo su itinerario lleno de pruebas y de escollos, y sobre todo, brindándole un estímulo esencial en el momento en que debe esforzarse por reconstituirse tras la ruptura de su deseo. El arte del pedagogo consistirá en actuar de manera tal que su voluntad no suplante nunca la del niño.

Consideremos ahora el encuentro entre conocimiento y experiencia. Se trata de afrontar también aquí una situación contradictoria. Si bien es cierto que el conocimiento quita a la experiencia espontaneidad e imprevisibilidad, no lo es menos que resulta vital para el hombre comprometido en este mundo de intereses y de cálculos. La enseñanza sigue siendo pues esencial.

Pero la pura y simple transmisión del saber que se necesita para vivir en sociedad puede originar una alienación en el individuo; si la ciencia libera al hombre, puede también encerrarlo en un nuevo tipo de conformismo intelectual. Es necesario pues organizar la transmisión del conocimiento de manera que el propio niño se encargue de esa tarea; en esa etapa donde se impone una pedagogía que no sea un simple proceso de adaptación del “mensaje” a un “receptor”, sino que se base en el sentido mismo del saber con respecto al interés que cada uno tiene al recibirlo.

Así pues, la sociedad necesita ahora crear en su seno un entorno pedagógico que favorezca, por medio de una acción adecuada a los fines perseguidos, el acceso de cada uno a la libertad autónoma. Pensamos en seguida en la escuela, pero el propósito de Rousseau va más allá de los límites de la institución escolar o familiar y, de una manera general, de la institución social, para buscar una forma de acción que permita que el hombre sea liberado a pesar de la mutilación que la sociedad produce en su yo sensible.

Los malentendidos

Se comprende que este tipo de argumentación, tan hábilmente matizada y tan sutilmente dialéctica, haya dado lugar a muchos malentendidos.

Hay primero quienes se obstinan en buscar en el Emilio un tratado práctico de educación.

Sin embargo, se trata de una ficción novelesca en la que se escenifica la reflexión pedagógica, donde un Emilio de un perfil muy vago y un preceptor sin nombre ni biografía viven una serie de experiencias que parecen fabricadas e inventadas para ilustrar un enfoque particular. En el tercero de los Diálogos, donde se erige en “juez de Jean-Jacques”, Rousseau reconocerá que su Emilio, “ese libro tan leído, tan poco comprendido y tan mal apreciado”, es sólo, en fin de cuentas, un “tratado sobre la bondad original del hombre, destinado a mostrar cómo el vicio y el error, extraños a su constitución, se introducen en ella desde el exterior y la alteran insensiblemente…_ 4” Mientras que en los dos Discursos se lleva a cabo una “desconstrucción” completa del universo humano, la obra de 1762 intentaría reconstruirlo, pero mediante una “metafísica de la educación” que, como advierte el prólogo, trata exclusivamente de formular los principios, despreocupándose abiertamente de la aplicación.

Es incluso de temer que una escrupulosa puesta en práctica literal del Emilio conduzca al educador a la catástrofe. Las nefastas consecuencias de ello las sufrirá Pestalozzi en la educación de su hijo Jakob: el niño de cuatro años quedó muy a menudo a su libre albedrío, pero el padre se dedicó de manera regular a quebrantar sin explicación alguna su sensibilidad egocéntrica con la esperanza de que del choque de voluntades naciera en el interesado el sentido de la ley y de la autoridad. En realidad, el resultado de todo ello fue un niño que no comprendía qué tipo de padre tenía en frente, por un lado en extremo liberal, por otro tirano insoportable. Ello originará un daño irreparable en la constitución nerviosa de Jakob, ya de por sí frágil5.

Hay también quienes no aceptan la antinomia de Rousseau y prestan a su obra el sentido que les conviene según sus propias presuposiciones o la representación social de una época determinada. Así se ha solido considerar al Emilio, tanto por quienes querían tomarse una revancha contra la Revolución Francesa –en la que Rousseau se vio comprometido muy a pesar suyo– como por los nostálgicos de la revolución pedagógica, como la Biblia de las “pedagogías de la libertad” que abogan por la liberación del niño y la prohibición de intervenir en su desarrollo. Es cierto que Rousseau establece deliberadamente sus preceptos sobre el principio de libertad: toda actitud que ponga la voluntad de Emilio bajo la dependencia de otra voluntad es rechazada sistemáticamente.

Su voluntad no deja por ello de ser formada gracias a una acción permanente y enérgica que se ejerce sobre ese “amor de sí mismo” que constituye su raíz. Emilio debe darse a sí mismo una ley, y esa ley no puede caerle del cielo, y menos aún surgir de la sola expresión de su propio interés, sino que debe forjarla en el encuentro conflictivo con el otro. En efecto, la atmósfera de la obra de Rousseau no tiene nada de paradisíaca; el niño no se dedica a retozar plácidamente en medio de una naturaleza idílica y los episodios que se suceden tienen en su mayoría un carácter dramático.

Con frecuencia se ha recurrido a la exhortación de Rousseau a observar y a conocer al niño para reducir su proyecto a una psicología aplicada a la educación. Ello supone olvidar que su psicología es muy aproximada y que dista mucho de ser científica en el sentido en que la entienden los experimentadores modernos (Rousseau se apasionaba, sin embargo, por la experimentación científica): los conceptos utilizados (pasión, interés, deseo, etc.) son sumamente equívocos.

Psicólogos y psicoanalistas podrían con toda la razón sonreír ante semejante falta de rigor científico, pero la cuestión no es ésa. A Rousseau le interesa ciertamente que el educador conozca bien al sujeto que debe educar, es decir, el niño, y las ciencias humanas entonces nacientes podían contribuir útilmente a esa investigación. Sin embargo, el educando no es para él más que un sujeto, es decir, un ser libre, reacio a todo intento de determinación a priori de lo que es y puede llegar a ser: “Ignoramos lo que nuestra naturaleza nos permite ser”.

Si la psicología, como toda ciencia humana, basa su propósito y su investigación en el presupuesto de una naturaleza constituida, que por los demás se interpretará desde tantos puntos de vista como ciencias hay, la pedagogía se aferra a una naturaleza plenamente abierta a las infinitas posibilidades de la libertad.

No menor es el malentendido con los pedagogos, ya que a menudo éstos han confundido la escenificación de un principio de acción con una directiva que debe aplicarse sin más. Cuando Rousseau critica el libro y demora lo más posible el acceso de Emilio a la lectura, ello no quiere decir en modo alguno que rechace los libros, como tampoco intenta destruir la cultura en el Discurso sobra las ciencia y las artes. Lo que quiere decir Rousseau es que si se le presentan prematuramente al niño textos ya elaborado, juicios establecidos y abstracciones sin sentido para él, se le encierra en un mundo prefabricado en el que sólo piensa por intermedio de los demás. Si el concepto, la frase estructurada y el texto escrito siguen siendo para el hombre los elementos por excelencia que garantizan la dominación intelectual del mundo, también es preciso que se le den medios para llegar a ellos por sí mismo: éste será el sentido pleno de una pedagogía de la lectura.

La lectura no es un fin en sí, sino que debe iniciarse en el momento oportuno –que puede ser muy diferente de un niño a otro– en el proceso de reapropiación intelectual del mundo. Es este movimiento en efecto el que da sentido a la lectura, y es en la medida en que se lo toma en su origen para seguirlo a lo largo de su desarrollo como surge en el niño el deseo de leer.

Otro tema de controversia es la educación de Sofía y la manera en que el pensador de la igualdad parece abandonar su principio tan pronto como se enfrenta con un ser del otro sexo.

Cuando leen ciertas frases del Libro V del Emilio, las feministas tienen razones sobradas para montar en cólera: “La mujer está hecha especialmente para agradar al hombre”, debe ser educada conforme a las tareas de su sexo, evitando la búsqueda de verdades abstractas especulativas, y limitarse a la realización de las tareas domésticas… Si a Rousseau le falta audacia en ese plano, es seguramente en buena parte a causa de su búsqueda patológica de la mujer-refugio en un mundo que se le había vuelto totalmente extraño. Pero no por ello deben olvidarse los extractos de ese mismo Libro V en que Rousseau denuncia la trampa que representan las doctrinas igualitarias para el poder que reclaman las mujeres. Dotadas de una naturaleza esencialmente sensible y práctica, las mujeres poseen, en efecto, un talento que las coloca en igualdad de condiciones con su compañero:

“En sus encantos está su violencia propia […] Esa habilidad peculiar de su sexo es una muy justa compensación por la fuerza que le falta, sin lo cual la mujer no sería la compañera del hombre sino su esclava. Gracias a esta superioridad de talento sigue siendo su igual y le gobierna al obedecerle […] Tomad partido por educarlas igual que a los hombres, y ellos lo aceptarán gustosos. Porque cuanto más quieran ellas parecérseles, menos los gobernarán, y sólo entonces serán ellos realmente los dueños6”.

Este debate nos lleva a tratar de esclarecer el principio de igualdad tal como lo define Rousseau en el Discurso de 1755 y como lo plantea en el proyecto educativo del Emilio. No olvidemos que la referencia sigue siendo ese “estado de naturaleza” que evoca en la primera parte del Discurso sobre el origen de la desigualdad y que se caracteriza por un total desequilibrio de las fuerzas, ya que cada uno puede desplegar la suya con toda libertad en un mundo sin obstáculos. Al ejercerse en el ámbito social, esas fuerzas tendrán que llegar a un acuerdo entre sí y acabarán entregando su poder a una fuerza superior capaz de arbitrar los conflictos. Pero he aquí que ese poder ha entrado también en una era de crítica generalizada que libera una vez más las fuerzas naturales. En este contexto se inscribe la misión de la educación, cuyo propósito es a la vez – necesidad de conciliar los contrarios– favorecer la integración social del deseo natural en un universo amenazado por la violencia y promover la liberación de ese deseo de autonomía en la situación de insatisfacción social que caracteriza a nuestras sociedades modernas. En otras palabras, la misión de la escuela no es tanto garantizar la igualdad mediante una integración forzada como dar a cada uno los instrumentos de su libertad en un contexto de responsabilidad y solidaridad activas.7

Así pues, es de aconsejar una gran prudencia antes de considerar a Rousseau como el padre de la “educación republicana”. Ya en tiempos de la Revolución Francesa los que organizaban la instrucción pública, tras rendir el homenaje debido a Rousseau, tuvieron muchas dificultades para integrar en sus proyectos el esquema del Emilio, considerado más bien como un modelo de educación privada. En vista de ello, se las ingeniaron para deducir, a partir de una interpretación estrictamente política del Contrato social, la necesidad de una educación cívica elaborada pensando únicamente en garantizar la integración en la nueva ciudadanía y atribuyendo las frases embarazosas del Emilio a la subjetividad exacerbada de su autor. La publicación póstuma del manuscrito de las Consideraciones sobre el gobierno de Polonia en que Rousseau aconseja la creación de un sistema de educación nacional, vino a punto para respaldar la tesis sociocéntrica.

Esta interpretación política tiene la desventaja de olvidar algunas frases contundentes con que se inicia y concluye el Emilio: “La institución pública ya no existe, y no puede ya existir; porque donde no hay patria, ya no puede haber ciudadanos. Estas dos palabras, patria y ciudadanos, deben borrarse de las lenguas modernas” (Libro I); “Vano es esperar a la libertad bajo la tutela de las leyes. ¡Leyes! ¿dónde las hay? ¿dónde se respetan? Por doquier has visto únicamente reinar bajo ese nombre el interés particular y las pasiones de los hombres.” (Libro V). Quiere decirse que el escepticismo de Rousseau acerca de todas las formas de gobierno sigue intacto desde los análisis corrosivos de los dos Discursos. Dada la corrupción de las instituciones, el Contrato social sigue siendo un sueño, aunque sea un sueño necesario, que orienta la acción política, pero un sueño que hay que guardarse de transformar en realidad.

La realidad humana será en adelante un proceso esencialmente educativo que requiere una reconstrucción de la humanidad sobre la base del interés que cada uno tiene en ella, empezando por este adolescente que tiene la ventaja de poder vivir este proceso desde su principio. Y la política, metida en una contradicción sin salida, puede de nuevo recobrar sentido gracias a la educación.

A través de todo esto volvemos a encontrar simplemente la justa relación entre el Emilio y el Contrato social tal como pensaba Rousseau. Efectivamente, para él era mucho más importante su tratado de educación que su opúsculo político, compendio de una obra más amplia sobre las Instituciones políticas que nunca pudo llevar a cabo; si “los dos juntos forman un todo”, escribe a un corresponsal, se entiende que el Contrato social “debe considerarse como una especie de apéndice” al tratado de educación.8 Y el hecho es que toda la substancia del Contrato social se encuentra en el Libro V del Emilio, pero en forma de “propuestas y preguntas” que deben examinarse y que no se transformarán en principios “antes de quedar suficientemente resueltas9”.

Advertimos aquí claramente las raíces que lo político tiene en lo educativo.

De todos los malentendidos que se han originado en la interpretación del Emilio, es seguramente el político el que mayores consecuencias ha tenido. En efecto, ha impedido el acceso al enfoque antropológico original que Rousseau había logrado elaborar en torno a la idea de educación y que confería al hombre una nueva base de sentido. Puede explicarse esta “desviación” por el deseo de nuestras sociedades modernas, nacidas de la conmoción de 1789, de recobrar a todo precio la estabilidad. Ya que la idea revolucionaria ha agotado sus efectos, cabe esperar que la crítica razonable devuelva todas sus oportunidades de éxito a la educación.

Una posteridad contradictoria

Hablando de “Rousseau y su contradictoria posteridad”, un buen analista del pensamiento educativo contemporáneo ha observado lo siguiente: “Se comprende que lectores apurados, pedagogos con escasa idea del deber, para asimilar sus teorías educativas y profundizar en sus ideas filosóficas, hayan ignorado los sutiles equilibrios del pensamiento de Rousseau. El Emilio fue desde el siglo XVIII y es todavía objeto de una lectura equivocada10”. Compartimos totalmente esta opinión.

Pero Rousseau puede asumir sin problemas esta posteridad contradictoria. Así, tantos los partidarios de la no intervención del adulto y de la autodeterminación infantil (las comunidades escolares de Hamburgo, la escuela A.S. Neill en Summerhill) como quienes se contentan con “facilitar” el libre desarrollo del deseo natural de aprender en el niño (Rogers y la no directividad) han podido legítimamente basarse en el principio de la “educación negativa”, según el cual el maestro tiene que “hacerlo todo sin hacer nada” y “hacer nacer en el niño el deseo de aprender”, siendo bueno para ello cualquier método. Pero quienes así piensan tienen poco en cuenta la desnaturalización del deseo por las instituciones sociales. Como escribe acertadamente Georges Snyders, dado lo que es nuestra sociedad, “sería una quimera dejar a un niño a su propia espontaneidad, porque lo que en él se expresaría no será nunca la naturaleza, sino el conjunto de las influencias no criticadas y no corregidas que la recubren”; y cita este fragmento del Libro II del Emilio: “Un hombre que quisiera verse a sí mismo como un ser aislado a quien no interesa nada y se basta a sí mismo sería inevitablemente un ser miserable11”. Los “liberadores del deseo natural” han terminado por aceptar –realidad obliga– numerosos compromisos con esas instituciones sociales de las que afirmaban poder prescindir.

Así pues, el educador no puede escapar a su responsabilidad en un mundo que es como es; tendrá, a pesar de todo, que hacer obra de educación, pero actuando de tal manera que “su alumno crea siempre ser el maestro pero siga siéndolo él12”. El pedagogo deberá, pues, hacerse cargo del deseo del niño dejándolo libre y hasta obligándole a serlo. El respeto de esta segunda exigencia se podrá garantizar mediante un proyecto pedagógico claro y preciso en el que la instrucción se hará por la “necesidad de las cosas”, fuera de alcance de la voluntad humana. El único problema es que este proyecto sólo puede establecerse sobre la base de un presupuesto fundado en un punto de vista sobre el hombre y sobre lo que debe ser. A partir de aquí, y basándose en el Emilio, van a esbozarse las grandes corrientes que constituirán la historia de la pedagogía y cuyo desarrollo prefiguró Pestalozzi entorno a los tres grandes ejes que forman la tríada corazón, cabeza y mano.

Rousseau abrió las puertas de la humanidad al corazón –la sensibilidad, el sentimiento, la pasión– exigiendo para él un lugar similar al de la razón. Toda una cohorte de pedagogos se lanzará por esta brecha abierta, deseosos de fundar su acción en la primacía del amor, de la confianza, de la unidad de la vida: de Fröbel a Korczak, pasando por todas las experiencias que intentarán crear alrededor del niño “un lugar de vida”, hasta nuestros educadores modernos interesados por la comunicación que buscan ávidamente la identidad en la transparencia de la relación. Pero todos ellos olvidan que el personaje que seguramente encarna mejor el ideal según Rousseau es Julia en la Nueva Eloísa, quien, aunque se deja llevar a veces por efusiones (pre)románticas, guarda siempre ciertas distancias respecto de sus íntimos, y, sobre todo, de sus hijos: acabará siendo una mujer consagrada más al deber que al amor. En cuanto a la frialdad y a la aparente indiferencia del preceptor es visible que el sentimiento que une a Emilio con su mentor combina el afecto con una especie de temor.

Para el preceptor, en efecto, todo parece resolverse a través de una visión superior y calculadora. Vista así, la pedagogía parece ser ante todo una cuestión de inteligencia, de una inteligencia apta esencialmente para comprender las leyes que rigen el desarrollo de la naturaleza humana y para anticipar sus evoluciones. Se inicia así la larga serie de pedagogos que van a basarse en un conocimiento positivo de las determinaciones del hombre biopsíquico (Decroly, Montessori) como psicológico (de Herbart a Piaget) o sociológico (Spencer, Durkheim, la Emanzipationspädagogik). Nos hallamos aquí ante una encrucijada de interpretaciones en que todas pueden legitimarse recurriendo a la obra de Rousseau: la ley del interés vital cohabita con el enfoque genético, todo ello sobre un fondo de crítica social constante. Por lo demás, desde el Discurso sobre las ciencias y las artes, sabemos lo que se debe pensar de esos diversas escuelas de ciencias sociales y de la pretensión de cada una de ellos de dar cumplida cuenta de la naturaleza humana.

Otra gran corriente se inspira en el hecho de que Emilio está siempre en una situación en la que se le pide que sea activo, en la que se le ve a menudo realizando una actividad sobre la cual reflexiona a posteriori, en la que se ve obligado a tener un trabajo manual que le sitúa en la esfera del trabajo social; para esta corriente, la educación será esencialmente una cuestión de práctica. En esta corriente se incluyen los métodos de la “pedagogía activa” –como los que tratarán de educar al niño para convertirlo en un técnico de su propio saber (Freinet) o las experiencias de formación por medio del trabajo (Dewey, Makarenko)– hasta la utilización de las modernas tecnologías que deberán transformar el comportamiento y la práctica de los maestros. No obstante, Rousseau proclama en toda su obra de Rousseau que, si el niño ha de realizarse en y por la acción, esta praxis solo cobra sentido en una comprensión superior que no es propia de la esfera de la acción: se trata una vez más de comprender lo que está en juego en el acto educativo.

Pedagogías del corazón, pedagogías de la cabeza, pedagogías de la mano: Rousseau asume enteramente las contradicciones de las que está cargada su posteridad. Pero su huella está aun presente cuando, tras su fracaso histórico, esos entusiastas de la relación afectiva de la inteligencia discursiva o de la acción productiva formulan invariablemente la pregunta: ¿tiene la pedagogía la posibilidad de abrirse camino en este mundo histórico en que su acción ha acabado por encallar?

Cuando los invade la desesperanza, como a Pestalozzi en su retiro de Neuhof, vuelven sus miradas hacia el Emilio, ese “libro de sueño” que releen ávidamente como si todavía no les hubiera confiado su secreto, como si siguiera siendo “un libro sellado”, como decía Pestalozzi al final de una vida rica en experiencias.

¿Y cuál es ese secreto? Quizás sencillamente que el hombre –y ante todo el homo educandus– está más allá de todo cuanto de él se pueda pensar científicamente libre y que todos los esfuerzos que se hacen para amarlo, entenderlo y ponerlo en acción olvidando esa libertad están condenados al fracaso. Si la educación es efectivamente una cuestión de amor, a cada instante se corre el riesgo de un asfixiar al niño con un exceso de afecto: es pues indispensable que el amor permanezca en los límites de una actitud de fe en lo que la naturaleza tiene la intención de hacer por el otro, en este caso el niño. Si la educación consiste en comprender de manera positiva al sujeto que hay que formar y los factores que lo determinan, se corre el riesgo de hacer de esa persona un simple resultado de estas determinaciones: conviene, pues, vigilar el límite más allá del cual ese conocimiento positivo anula el poder del hombre para controlar su propia naturaleza. Si, en cambio, la educación es esencialmente una cuestión de acción, el peligro estaría en hacer del educando un simple producto técnico, en cuyo caso conviene resituar constantemente esas técnicas dentro de la esfera de la libertad y de la independencia.

Así, en el espíritu del Emilio, la educación no será un proyecto para situar en la realidad histórica, sino más bien una forma que hay que dar a la acción pedagógica en sí, habida cuenta de lo que con ella se persigue y de los equilibrios que pone en acción. Resultado paradójico de la obra de Rousseau: ese soñador de la educación, por haber sabido ir hasta el cabo de su sueño, vendría a ser en definitiva un maestro de la práctica pedagógica.

Es seguramente así como Rousseau supo ver la idea de educación, la piedra angular de nuestra modernidad, mientras nosotros seguimos embarrancándola en proyectos sin salida. En Rousseau sigue estando por delante de nosotros y sigue teniendo algo que decirnos ante los grandes retos de nuestro tiempo.

Basta, por ejemplo, observar los conflictos culturales que debilitan cada vez más las estructuras de nuestras naciones y amenazan con romperlas irremediablemente. Dividido también él entre dos mundos, el de Ginebra, republicano, calvinista y particularista, y el de su patria de predilección, Francia, monárquica, católica y universalista, Rousseau formuló en sus dos Discursos el cruel diagnóstico de la dislocación de los universos culturales cuya estabilidad parecía garantizada para la eternidad: la cultura, lejos de situarse en un cielo ideal, se halla vinculada a los intereses vitales de los que a ella se adhieren y fomenta en los que la poseen un sentimiento de dominación. ¿No han nacido las ciencias del deseo de protegerse, las artes de afán de brillar y la filosofía de la voluntad de dominar? El poder pertenece a los más cultivados, a los más hábiles en el manejo de ese florón de la cultura que es la palabra. Con esta toma de conciencia se abre la “crisis de la cultura”.

No se puede esperar que los Estado históricos superen una crisis en la cual están ellos mismos implicados. Se necesita pues un espacio social particular en el que pueda desarrollarse en libertad un proceso de reconstrucción de la cultura más allá de su diversidad recobrada, en el que su forma, universal a pesar de todo, pueda darse un nuevo contenido más conforme con los intereses de quienes se adhieren a ella: un espacio educativo. Pero tampoco aquí sería una cuestión de institución, a merced de la locura y de las contradicciones de los hombres, sino el efecto de una acción pedagógica capaz de favorecer en cada individuo, más allá del conflicto social entre las culturas, la capacidad de descubrir y de reapropiarse los valores que la fundamentan. Cuando, en el Libro V del Emilio, el joven regresa de su periplo europeo en que ha cobrado plena conciencia de la diversidad histórica de los pueblos y de la relatividad de sus constituciones sociales, acaba por aceptar que, si el hombre debe mucho a la patria que le vio nacer y a la cultura que le ha amamantado, no puede esperar de ellas más de lo que pueden darle dentro de los límites históricos que les son propios. Y es en definitiva, de manera muy socrática, en el fondo de sí mismo, en su corazón de hombre libre, donde tendrá que encontrar el resorte de la indispensable regeneración cultural.

Nos abrió así Rousseau mediante el análisis de las contradicciones que continúan desgarrando nuestro mundo social, las puertas de la modernidad, indicándonos la pauta que debíamos seguir: la educación, la formación de los hombres. Si él mismo no siguió esas senda es porque, después de descartar toda práctica establecida, no quería satisfacerse “con una a medias buena”. Lo que le importaba, como explica una vez más en el prólogo del Emilio, era que la educación propuesta fuera “conveniente para el hombre y bien adaptada al corazón humano”.

¿Lo es todavía en este fin del siglo XX? Es claro que las contradicciones se han radicalizado: nunca las pretensiones de la ciencia y de la técnica han sido tan grandes, pero nunca se ha discutido tanto su poder; el deseo de comunicar no ha sido nunca tan profundo en una época en que se despliegan tanto medios para satisfacerlo; y nunca se habló tanto de la acción sin dejar por ello de ser conscientes de las incoherencias de la práctica. En definitiva, todo esto da fe de una gran fragilidad conceptual, particularmente manifiesta en la reflexión sobre la educación, desgarrada entre las pasiones y las modas de la época. Si Rousseau pudiera ayudarnos a recrear la idea de la educación le deberíamos un agradecimiento histórico.
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