04 PM | 06 Jun

derrida y la academia

 PATRICIO PEÑALVER
   
  

Durante mucho tiempo la resistencia más o menos expresa de la filosofía universitaria, tanto la europeo-continental como la anglosajona, frente a los motivos del pensamiento de la Escritura, quiso justificarse a partir de una descalificación genérica del presunto esoterismo de los textos de un Derrida inclementemente “difícil”  La leyenda que atribuye al filósofo argelino una especie de cultura perversa del enigma ha hecho mucho daño (no sólo a él). Desde luego, hay que reconocer que los escritos de Derrida, en general, “no dan facilidades”: en especial a quien ande buscando una doctrina clara y didácticamente transmisible. Pero a ese tipo de lectores habría que remitirles por lo pronto, en especial en el contexto gremial vinculado a la filosofía académica, al excursus epistemológico de la Carta séptima de Platón. Es cierto que la crisis del presencialismo y de la comunicación transparente, vinculada a la desconstrucción de las categorías ontológicas, no puede dejar de intervenir en la escena de la enseñanza y, en general, en la transmisión de la filosofía. Y se entiende que una exposición convencionalmente pedagógica del pensamiento de Derrida se enfrentaría a unas contradicciones que en suma devaluarían el interés de las buscadas facilidades. Pero no hay que exagerar el carácter singular de la indudable dificultad con que aquí nos encontramos. De hecho, sería interesante estudiar metódicamente las diferencias, pero también los paralelismos, en las respectivas estrategias para enfrentarse a esta dificultad clásica de la comunicación de la filosofía, las del fundador de la Academia y las del inventor del pensamiento de la escritura.
Habría que distinguir, en cualquier caso, aspectos distintos en el tópico “Derrida difícil”. Está, en primer lugar, la dificultad que se deriva del alto nivel de exigencia específicamente filosófica, por así decirlo “técnicamente” filosófica, que demandan los escritos de aquél. Este pensamiento supone de manera muy activa una cierta familiaridad con los códigos filosóficos históricamente relevantes, desde la dialéctica platónica a la fenomenología de Husserl y Heidegger, pasando, en especial, por la experiencia de la potencia especulativa del corpus hegeliano. Una lectura avisada de La voz y el fenómeno , que termina en una muy borgiana “memoria de los viejos signos”, remite sin embargo constantemente a la problemática en cierto modo interna de Husserl (intencionalidad, objetividad ideal, temporalidad de la conciencia, etc.) a través de la lectura, el comentario y la interpretación de las Investigaciones lógicas . Glas , otro ejemplo mayor, sólo puede “complicar” los temas hegelianos de la filosofía de la religión en la medida en que se posea un cierto dominio del tratamiento canónico, kojeviano o pöggeleriano digamos, de esos temas. “La farmacia de Platón” deja ver su dinámica inventiva en la búsqueda del lado “lunar”, egipcio, jeroglífico del filósofo del Sol y la Palabra, en el asedio de una lectura orientada por el sentido manifiesto, logicista y fonocéntrico del Fedro . Pero, en segundo lugar, y sin duda es éste un nivel más significativo, hay que tener en cuenta también los inusitados efectos de lenguaje que suscita el novum de este pensamiento: el momento o el movimiento mismo de un desplazamiento en la problemática teórica iniciado con la hipótesis de una archiescritura en la base misma de la experiencia. Y de la que se deduce una manera inaudita de abordar los textos filosóficos clásicos. Ese desplazamiento tiene sin duda premisas más o menos próximas y genéricamente aunque diversamente influyentes: el pensamiento heideggeriano de la finitud del ser, pero también la atención psicoanalítica al detalle aparentemente insignificante, la interpretación nietzscheana de las intensidades y las fuerzas del pensamiento, y la conmoción heterológica de las categorías ontológicas propuesta por Lévinas. Pero el programa gramatológico, expuesto en un largo artículo ya en 1965, significó una novedad teórica difícilmente asimilable al contexto intelectual donde surgió dicho programa. El mismo Derrida se refiere a la apariencia en cierto modo inevitablemente “monstruosa” de la Idea de Escritura como soporte del habla y de la experiencia en general: toda verdadera novedad rompe en alguna medida los horizontes de expectativa de una cultura. En este sentido cabría hablar de una dificultad “ontológica” en los textos de Derrida, sin caer en ingenuidades esencialistas: la lengua teórica y hasta el idioma de este filósofo escritor ha empezado a formar parte del paisaje intelectual de nuestra época, muchas veces malgré los usuarios no amistosos de sus conceptos, como ya del algo gastado de “desconstrucción”.
Habría un tercer sentido en que puede decirse que Derrida es “difícil”. Tiene que ver con el compromiso efectivo de esta filosofía con la escritura literaria, de lo que se deriva su capacidad para trasformar la relación clásica entre concepto y producción poemática en el interior del canon occidental. Esa trasformación está ligada a una vacilación metódica indefinida entre la búsqueda responsable de un racionalismo universalista (en la línea de Platón o de Husserl) y la pasión por el delirio babélico de un Joyce. Pero además una parte de los textos que nos interesan aquí asumen el reto más arriesgado de un cierto experimento literario efectivo. No tiene sentido recurrir al mismo tipo de lectura ante textos como los incluidos en La escritura y la diferencia o Márgenes de la filosofía , que mantienen un formato clásico, o también ante libros ligados directamente al magisterio en seminarios, cursos y coloquios (como Políticas de la amistad , o Espectros de Marx ), o, en fin, ante aquellos otros escritos, ya formalmente muy claramente diferenciados de los anteriores, en los que el cuerpo mismo del autor, y sus fantasmas, se ven implicados en una experiencia literaria. Alguna vez hemos querido caracterizar el motivo mayor de esa experiencia en términos de un tensamente responsable deseo de idioma. Podemos remitir, como bellas tentativas de esta idiomática, singular, escritura filosófico-literaria, a la columna derecha de Glas , al fascinante epistolario ficticio incluido en La carte postale , o a esa especie de autobiografía en diálogo con las Confesiones de san Agustín que es “Circonfesión”.

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