04 PM | 10 Sep

Esto, ¿de que va?

Lo hemos oído muchas veces. “Això va de democràcia”. Es uno de los últimos eslóganes magnéticos del proceso . Quizás fue en diciembre cuando por vez primera se utilizó de manera planificada. Fue durante el acto que las entidades soberanizadoras organizaron en apoyo de la presidenta del Parlament. Carme Forcadell acudía al Tribunal Superior de Justícia para declarar como investigada. Mucha gente llevaba carteles con el fondo rojo donde estaba impresa la afirmación “Això va de democràcia” sobre los logotipos de los convocantes. También aquel día, antes de que la presidenta subiera la escalinata del Palacio de Justicia, miembros de la ANC alinearon 10 letras en la calle y frente a la cabecera de la concentración. Democracia. La escenografía, otra vez, potentísima. La capitalización del concepto no podía ser más efectiva.

Ahora bien, más allá de la imagen, ¿ha ido esto de democracia? En parte sí, pero diría que accidentalmente o, en todo caso, habría que aclararlo más allá del eslogan para evitar más ambigüedades tácticas. Quitémonos la careta de las sonrisas. Ya no hace falta. Ante todo, si esto ha ido sobre algo, ha sido sobre si los catalanes podemos ejercer (o no) el derecho a la autode­terminación.

Antes que sobre el funcionamiento de la democracia, esto va sobre soberanía. Concretemos. Va sobre el ejercicio del derecho a la autodeterminación para romper con el Estado español refundado a raíz de la revolución liberal y ­crear uno nuevo en la era de globalización que se amolde a los límites de lo que hemos consensuado que es la nación catalana. En esta última fase de conflicto institucional va sobre si una mayoría minoritaria de los ciudadanos hoy puede legitimar una mayoría parlamentaria (no cualificada) para aprobar una legislación alternativa a la establecida con el objetivo de constituir un nuevo poder. Y paralelamente, esto va también sobre la capacidad del Gobierno español para imponer y hasta dónde la defensa de la soberanía española. Este es el nudo planteado. Es el nudo que el referéndum pretende resolver por vía unilateral, que no es precisamente la más democrática de las vías. Pero que es una vía.

El relato del independentismo moderado fija el inicio del proceso de soberanización de la sociedad del catalanismo en la sentencia del Tribunal Constitucional. Diría que es una explicación algo simplificada porque peca por causal y sólo es unidireccional. Más ajustado a la complejidad de la realidad sería convenir que la sentencia, decantando la interpretación de la ambigua Constitución en dirección uniformizadora, propulsionó una dinámica soberanista que desde hacía exactamente un lustro se estaba estructurando (ideológicamente, políticamente y socialmente). Sería difícil de explicar, si no fuera así, la naturaleza de la manifestación del 10 de julio del 2010 contra la sentencia y en la cual el presidente de la Generalitat José Montilla fue abucheado. Aquella convocatoria masiva, organizada por Òmnium Cultural, era ya descaradamente soberanista, como proclamaba el lema “Som una nació. Nosaltres decidim”.

Lo que cambió con la sentencia, resquebrajada la mecánica institucional, era que el soberanismo había identificado el instrumento que debería desbaratar: el intérprete del manual de instrucciones del Estado de 1978. Desde aquel momento un argumento central y necesario ha sido presentar al TC como el organismo del Estado deslegitimado por antonomasia. Para conseguirlo hacía falta que el PP no se moviera de su posición. Que persistiera. En la medida en que los populares no han afrontado políticamente el problema y han seguido usando el TC como su delegado en el conflicto impidiendo que actuara como árbitro, mes tras mes, año tras año, la estrategia soberanista de deslegitimación del Alto Tribunal no ha hecho más que reforzarse.

Con mayoría en la ponencia que redactaba el Estatut en el Parlament, tensaron lo bastante el redactado para que la filosofía predominante del texto fuera la de una bilateralidad que superaba los márgenes de la Carta Magna. No era la idea federalista de Maragall sino que sonaba a la confederación del plan Ibarretxe. No hubo capacidad de los socialistas para desacelerar aunque lideraban el Gobierno. No se produjo la rectificación. Dicho con otras palabras: se planteó un pulso soberanista en el plano jurídico que en paralelo buscó un apoyo social masivo. El Estatut se convirtió, también, en agente de movilización. Lo alimentaba el PP trotando sobre el carro del ­populismo de las consultas demagógicas y flirteando con sus terminales mediáticas que consolidaban “una suerte de estrategia dogmática rayana en el fascismo” (cito al popular J.M.ª Lassalle). El ambiguo derecho a decidir maquillaría la recuperación del derecho a la autodeterminación, que parecía arrinconado en la buhardilla de la ruptura de la transición. Actores y herederos de la ruptura se reencontraron con los hijos del pujolismo más activos. El catalanismo había empezado a mutar. Pasó de regionalista a soberanista. Y, ocupando el carril central de la sociedad, ahí sigue.

JORDI AMAT, LA VANGUARDIA 10 DE SEPTIEMBRE 2017

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